Prólogo

Las palabras liminares de un libro clásico siempre son difíciles de escribir. Hay cierta reverencia que suscita el autor, hay una sensación de minusvalía que la obra le provoca al prologuista, que como un intruso dice lo que huelga, lo que el ilustre dueño de esa pluma ya ha dicho antes.

Así y con todo, creo que conviene darle al lector alguna noticia sobre la obra. Sobre todo al lector que no está familiarizado con la cultura y las costumbres del lugar donde ocurren los acontecimientos narrados. Me refiero al lector que no es armenio y también al que, siéndolo, ya está distante del medio y de las condiciones de vida de las comunidades que habitaron la antigua Persia. Porque el tiempo y el extrañamiento han ido erosionando la memoria de quienes alguna vez abandonaron aquellas tierras, para escapar de unas condiciones de vida que se hacían intolerables y que amenazaban deformar las conciencias hasta poner a los hombres en las fronteras mismas de la inmoralidad, del delito y de la desdicha.

Raffí describe con claridad este fenómeno. Pero no lo hace como un simple cronista de su tiempo, sino como un hombre que cree en la potencia salvífica del arte. Levanta su pluma como un arma y acomete contra las misérrimas e injustas condiciones de vida de su pueblo. Raffí es a los armenios lo que Víctor Hugo a los franceses. Las Memorias del Hurtacruz es una novela que denuncia vigorosamente las injusticias del sistema feudal persa de fines del siglo XIX e instiga a sus víctimas a recuperar sus derechos conculcados. Y lo hace con recursos literarios tan puros como llanos, tan cultos como accesibles para ese pueblo pastor y montañés, el armenio.

Desde luego, no anticiparé el tema de la novela que el lector se apresta a leer. Pero creo que es lícito advertirle cuál es el paisaje humano donde discurren los hechos. Cuando Murat, el personaje que narra sus memorias, invita al multifacético padrino Pedro para que le acompañe de regreso al terruño, éste se niega con las siguientes palabras: “El pecado está adherido a mi alma, a mi corazón y a todo mi cuerpo. A cada instante me exige que lo alimente. No puedo dejar de hacerlo. Debo convivir con la maldad. ¿Acaso es posible arrancarle el veneno a la víbora y enseñarle al escorpión que no pique?” Y luego, al despedirse para siempre, le dice: “Sólo la bondad nos hace sentir nuestra maldad, así como se nota más claramente el blanco sobre el negro. Querría que todo fuese monocolor en mi corazón, negro o blanco, bueno o malo. Los diablos son dichosos por eso, porque son muy malos, y los ángeles son dichosos porque son pura bondad. ¿Y qué soy yo? Una mezcla monstruosa. ¿Cómo podré ser feliz cuando en mi corazón siempre hay una lucha interior y, sobre todo, el malo es más fuerte que el bueno?

Es la condición humana que se ha pervertido por la opresión y la injusticia, es el ser nacional que se ve amenazado por la extrema necesidad. Pero es también la eterna lucha del bien contra el mal, la inacabable contienda que se libra en cada conciencia y en cada organización social y política. Y Raffí lo denuncia con el talento propio de los grandes maestros de las letras.

Algo debo decir sobre la traducción al español, que le es debida a Berg Agemian, quien también favoreció a los lectores de lengua hispana con la traducción de los dos volúmenes de Chipas (Gaidzer), del mismo autor. Un esfuerzo encomiable y un aporte valioso para el conocimiento mutuo de las culturas. Esta traducción difiere de la que hizo para la edición de 1949; Adjemian revisó aquella versión y culminó sus días sin completar las notas al pie. Quizá también sin hacer una última revisión que le permitiera pulir las últimas aristas. Es que el trabajo del traductor es arduo, siempre le queda la sensación de que algo más puede hacer para que, en el traslado de una lengua a otra, sobre todo cuando se trata de lenguas tan disímiles como la armenia y la española, nada se extravíe. Pero ese afán es vano, siempre hay una pérdida. Sólo parcialmente las lenguas son homologables. En este sentido, vale recordar a Umberto Eco: “El éxito del traductor es precisamente el logro de la invisibilidad: sólo en los libros mal traducidos se advierte que en la lengua de llegada hay forzamientos, giros y expresiones fatigosas, cuando no directamente inverosímiles”.

Por mi parte, con el propósito de evitar tales forzamientos, facilitar la comprensión de lo narrado y hacer más nítidas las imágenes del texto original, sin alterar su estilo y su sabor, hice unos pocos cambios sintácticos y modifiqué los tiempos de algunos verbos.

Eduardo Dermardirossian

El autor, su tiempo, su obra

En momentos en que Armenia, víctima constante de los países imperialistas, estaba dividida entre Rusia, Turquía y Persia y su pueblo pasaba por un periodo de incertidumbre, nace en la provincia de Salmasd (Armenia persa), en 1853, Hagop Melik Hagopian, que luego adoptaría el seudónimo literario de Raffí.

Hay intelectuales que encarnan los problemas de su patria y que interpretan el pasado histórico de su pueblo, sus inquietudes del presente y sus anhelos y esperanzas del futuro. Intelectuales que surgen particularmente en los pueblos que ven su patria sometida al enemigo extranjero y que se preparan para el día de su liberación. Tal es el caso de Raffí para el pueblo armenio.

Novelista, poeta, tribuno, historiador, nadie como él ha logrado encender el espíritu del pueblo con su lenguaje apostólico y revolucionario. En sus obras, casi todas tomadas de la realidad nacional, se reveló como el exponente de la causa armenia e influyó hondamente en el destino de su pueblo, a quien no solamente le enseñó a abrazar los ideales de la patria, sino que también le trazó el camino de la liberación: "El loco", "Chispas", "Challalletin", "El Gato de Oro", "David Bey", "Las Memorias del Hurtacruz" y "Samuel" han brotado del suelo, de la historia y del idealismo armenio, y fijan un momento en la conciencia revolucionaria de un pueblo que va en pos de su verdadero destino.

La novela histórica ocupa un lugar primordial en la literatura de Raffí. La vida real, el grandioso pasado histórico y el mundo de los ideales han sido, generalmente, los motores de su pluma maestra. Su talento literario y el examen atento de la realidad le permiten describir la realidad con imágenes que conmueven a tal punto, que quienes leían su obra Chispas, decían: “¡cuánto ha visto ese humilde viajero desde el lomo de su burro!”

Entre la numerosa pléyade armenia Raffí ha conquistado un lugar privilegiado, no solamente como novelista, sino también como un intelectual progresista que, en una etapa incierta de la vida nacional, surgió para combatir el régimen feudal, la dictadura y la esclavitud que por entonces imperaban. El amor al pueblo ha sido la médula de su doctrina y de su exaltación nacional.

El pueblo, la masa –dijo– es una fuerza. Ella no puede soportar por mucho tiempo la mano inicua que la sojuzga. Finalmente se rebelará, destrozará sus cadenas y aniquilará el poder tiránico.

Raffí –dijo el escritor A. Chobanian– ha sido una de las más grandes figuras de nuestra antigua y moderna literatura; de esas singulares figuras cuya obra encierra la fuerza misteriosa de la inmortalidad.

Murió en 1888 a la edad de cincuenta y un años, y en el transcurso relativamente breve de su vida produjo esta obra, una de las glorias de la literatura armenia. Al darla a conocer al público de habla hispana creemos haber rendido el mejor y el más justo homenaje a quien luchó, vivió y murió por los ideales más sagrados y nobles.

El traductor

¿Qué es el hurtacruz?


ejar la familia desamparada, errar durante largos, dilatados años de un extremo al otro del mundo; ese es el trabajo del hurtacruz[i].

El hurtacruz posee todos los conocimientos relativos a su oficio. Para ambular por diversos países sabe sus lenguas, conoce sus costumbres y, mezclándose con todos los pueblos, se expresa con tanta desenvoltura que es difícil determinar que es extranjero. Con sus compañeros habla en una lengua particular, la cual no puede entender nadie que no pertenezca a la comunidad de los hurtacruces. Es una lengua misteriosa, es la jerga de los ladrones.

Muchas veces el hurtacruz no habla para decir su pensamiento. Con sus ojos, cejas, labios…, en una palabra, con tal o cual ademán expresa oraciones enteras cuyos significados sólo entiende el otro hurtacruz. La mímica está sumamente desarrollada en su rostro. Puede mover como un mono aquellas partes de la cara que en otros son inmóviles. Yo vi a un hurtacruz mover sus orejas como un burro. A otro que movía la nariz hacia todos lados de una manera asombrosa. El hurtacruz, tomándole la mano a otro hurtacruz, le transmite su pensamiento sin pronunciar una palabra.


En caso de necesidad el hurtacruz sólo emite voces imprecisas o advierte a sus compañeros con el lenguaje de los pájaros y las fieras. Ese es su habla nocturna, sobre todo cuando uno está lejos del otro. Toda esa interlocución figurada está concertada con una precisión tal, que jamás yerra en su propósito.

El hurtacruz tiene un ingenio diabólico para transformarse. Disfrazarse, transfigurarse para aparecer como un hombre completamente distinto, son juegos en los que nadie puede competir con él. Es imposible ver al hurtacruz en su verdadera imagen; conforme a las diversas condiciones del país, del trabajo y de las circunstancias, siempre adquiere un nuevo aspecto y una nueva figura.

El hurtacruz encierra en sí los caracteres de toda la sociedad. Con asombrosa habilidad se desenvuelve en las variadas contingencias de la vida, entrando y saliendo de todos los pliegues de la sociedad, posee una incomparable capacidad de adaptación. Con la clase alta de la sociedad es soberbio, jactancioso, superficial y elocuente, noble con todo el brillo de la nobleza. Con la clase baja del pueblo es apacible, ingenuo y mal educado, plebeyo con todas las simplicidades del vulgo. Con el sabio discute como un grandilocuente orador, opina sobre todos los temas y exterioriza elevadas y sublimes ideas humanitarias. Con los molá
[ii] es oscurantista como la noche y fanático como fakir indio. El hurtacruz un día es luz y otro es sombra. Un día es bueno, otro día es malo.

El hurtacruz es un ejemplar repugnante. Es el abominable engendro de la sociedad corrupta, envilecida, inmoral. Es la hez, es el agua pútrida.

A veces es un canalla merodeador; es difícil que en la oscuridad de la noche el transeúnte solitario se salve de sus garras. De día es un cristiano dócil y piadoso y tiende la mano caritativa al pobre. En un lugar, por ejemplo en la taberna más sucia y baja, se emborracha con los carreros; en ese momento es un vicioso violento. En otro lugar, en el comedor más espléndido, hace gala de un gusto sumamente refinado en la elección de las bebidas y comidas; en ese momento es un ciudadano acomodado.

El hurtacruz es sumamente dúctil, flexible. Se inclina hacia todos lados, se mete en todos los moldes, adquiere variadas formas y nunca conserva una figura propia. Es un perfecto camaleón, un ser polifacético.

El hurtacruz sabe fingir, sabe engañar, sabe escurrirse cuando le echan la garra y esfumarse. Los ojos del policía más perspicaz no pueden rastrear sus huellas. Desaparece como un demonio y aparece como un ángel, pero cuando la suerte lo traiciona la cárcel es su ancestral albergue. No le teme a las cadenas y ante el verdugo inclina con desdén su cuello.

Mira el universo como al campo de su cosecha. Sabe arrancarle al trabajo general del hombre todo lo que le es necesario. No siembra pero cosecha. No produce pero consume. Vive del trabajo ajeno. Y para alcanzar ese objetivo pone en acción su ingenio incomparable. Y si no consigue rapiñar con medios falaces, entonces tiene presta su mano sanguinaria.

Lo tiene todo, pero no tiene nada. Se asemeja a la fiera carnívora que destroza las entrañas de un toro, le come el hígado, le bebe la sangre y abandona el resto, se aleja. Después, al no dar con otra presa, se queda hambriento durante días. El hurtacruz está un día harto, otro día famélico. Un día es rico, otro día es pobre.

Yo sólo he trazado algunos rasgos generales del hurtacruz, y los detalles los verá el lector en estas memorias. Ahora preguntémonos en qué país aparecieron los hurtacruces.

Cuando me encontraba en Salmasd
[iii], una de mis principales diversiones era ir a Savra. Este pueblo había adquirido fama porque en él habitaban los hurtacruces. Pero Savra tenía otros hermosos aspectos; la naturaleza era allí admirable, las mujeres eran más bonitas que las de los otros pueblos de Salmasd, vestían limpias, eran atractivas. Algunas de ellas engalanaban el harén del sha persa y sus parientes recibían un salario de por vida. Las casas de Savra, rodeadas por admirables jardines, lucían dignas y bellas.

Pero a mí me atraían mucho los hurtacruces. A decir verdad, era muy interesante sentarse a la hospitalaria mesa de esos errabundos, echar unos tragos con ellos y escuchar los larguísimos relatos de sus vidas, plenas de espantosas aventuras. El hurtacruz siempre cuenta sus actos con orgullo. Sus engaños, sus falacias y otras malas acciones las mira como hazañas. Considera valentía la vileza, la perfidia porque con frecuencia mediante ellas obtiene grandes sumas, aunque con frecuencia expone su vida a terribles peligros.

Savra era la guarida de los hurtacruces. Aun cuando era posible no encontrarlos en cada pueblo de Salmasd habitado por armenios, no había ninguno como Savra, donde la totalidad de sus habitantes estaban entregados a tales abyectas actividades. De dónde y cómo adquirieron este oficio, es difícil explicarlo; sólo podemos decir que se habían familiarizado tanto con semejante actividad que para ellos se había vuelto una necesidad vital.

Entras en el pueblo de Savra. En la calle juega una multitud de niños y piensas que aquí se han reunido los chicos de todo el mundo. Los verás con las vestimentas y los sombreros de todos los países, de todos los pueblos. ¿Qué milagro es ese? Ves niños con las ropas de China, India, África, América, hasta de los rincones más ignotos de Europa. Los hombres, igualmente, se pasean con las indumentarias más variadas. Luego comprendes que esos errabundos, a su regreso del extranjero, trajeron para sus hijos las ropas de los países que recorrieron.

Entras en la casa del habitante de Savra. Las habitaciones están adornadas con muebles de todos los países. En las paredes han pegado sin gusto y sin orden diversos retratos. Ves una escena de las luchas de Garibaldi, a su lado varias imágenes de la Virgen, luego la figura del judío errante, luego Jesucristo hablando junto a la fuente con la samaritana, luego una escena de la vida de los faraones, luego algunas beldades semidesnudas bañándose en el arroyo, luego el retrato de Pío IX, etcétera.

Se presenta un cuadro muy impresionante cuando echas una mirada sobre la vida familiar de Savra. En la mayoría de las casas encuentras hurtacruces acabados, retirados, ancianos. Esos talentosos maestros, experimentados en el ancestral oficio, instruyen, forman a sus discípulos, a los pequeños, a los nuevos hurtacruces. Los jóvenes han emigrado y las mujeres se han quedado sin sus maridos.

La mujer de Savra es paciente, decentemente paciente. Espera largos, larguísimos años. Sobrelleva la pobreza seducida siempre por la dulce esperanza de que su marido regresar un día con riquezas. Recibe a su hombre con el jactancioso orgullo con que la mujer del kurdo recibe a su héroe cuando regresa del campo de batalla, trayendo consigo un enorme botín, producto del pillaje.

Semejante estado de la mujer de Savra ha cambiado no sólo su carácter, sino también su posición social. Ella es el hombre cuando su marido no está en la casa. No lleva una vida cerrada como las mujeres de los otros pueblos de Salmasd. Toda la responsabilidad, el peso de la familia recaen sobre ella porque el hombre no está en la casa. Incluso participa en los trabajos de su comunidad rural, como ser en la distribución de los tributos, el reparto rotativo del agua, el arado, la siembra; en una palabra, se ocupan de todas las necesidades de la economía rural. Imagínese la situación de una mujer semejante, que es madre de familia, que vive en Asia y cuya actividad fuera del ámbito familiar puede exponerla a mil y una tentaciones.

Hasta el cementerio de Savra carece de hombres. La mayoría de ellos muere fuera de la patria y es enterrado en suelo extraño. En el cementerio de Savra se encuentran innumerables tumbas en las cuales descansan, no los restos de tal o cual hurtacruz, sino su sombrero, o su bastón de peregrino, o los zapatos, en fin, algo que de lejanas tierras trajo el compañero del muerto como único recuerdo para su doliente esposa. La mujer manda enterrar el valioso símbolo y levanta un sepulcro destinado a recordar la memoria de su marido. Y todos los años, al celebrarse la misa de los difuntos, la infortunada quema incienso, manda bendecir la tumba y sobre ella derrama lágrimas. A mí me mostraron la tumba de un famoso hurtacruz que había muerto en Japón, donde sólo descansaba su petaca de rapé.

Sucedían cosas asombrosas. Muchas veces, cuando aún no había terminado la luna de miel, el hombre abandonaba a su novel esposa y se marchaba a tierras extrañas. Pasaban años, diez, veinte años, y ella seguía esperando. Después se enteraba de su muerte, recibía un recuerdo de él y lo mandaba enterrar en el cementerio. Y sucedía no pocas veces que el “difunto”, después de muchos años, aparecía de pronto como emergido del abismo, consumido, encanecido y completamente viejo. Pero él había dejado su patria y su familia cuando todavía era sano y joven. Encontraba a su familia dispersa, su casa destruida, la esposa convertida en la mujer de otro hombre y en madre de otros hijos. Solamente leía sobre una lápida sepulcral su nombre, la inscripción de su muerte…


Antes de la guerra ruso-persa de 1826, el pueblo de Savra era una pequeña ciudad de unos miles de habitantes. Cuando después de la contienda más de cuarenta mil armenios emigraron de Persia a Rusia, junto con ellos también abandonaron Savra. Pasando al otro lado del río Yerasj, los savrasianos se dividieron y fundaron pueblos en la provincia de pero la comunidad de los hurtacruces no cambió su oficio.

En poco tiempo se extendió a las regiones mas alejadas del imperio ruso y volvió a poner en práctica sus artimañas. En aquel entonces hacía poco que los rusos dominaban la provincia de Ereván. El gobierno no perdió de vista a sus nuevos residentes, los hurtacruces. Se prohibió entregarles pasaporte o dejarlos pasar de Transcausa a otros lugares del Imperio. Pero esa disposición no les impedía a los hurtacruces falsear esos documentos e ir adonde quisieran. Aparecían en los lugares más recónditos de Rusia, mayormente como monjes griegos, simulando ser correligionarios de los rusos para conquistar su simpatía.

Y no sólo el gobierno fijó su atención sobre los hurtacruces; también la prensa rusa se ocupó un tiempo de ellos. N. F. Tuprovín, el célebre historiador de Transcaucasia, en sus descripciones etnográficas referidas a los armenios habla también de los hurtacruces. B. Maslovski, E. Meleshko y Chelinaki igualmente se refieren a ellos.


En general, los escritores rusos opinan que los hurtacruces no son armenios verdaderos, sino una clase de gitanos que, si bien hablan en armenio, tienen su lengua y sus costumbres propias; en su mayoría lucran con los objetos de culto del cristianismo, recorren Rusia como religiosos griegos y en el exterior siempre evitan a los auténticos armenios para no ser reconocidos.

Entender que los hurtacruces son gitanos armenizados y no auténticos armenios es una hipótesis que aún no está comprobada y que al presente es objeto de controversia. Ante esa opinión yo no tengo nada que decir a favor ni en contra. Sólo me permito hacer notar que es errónea la creencia de que los hurtacruces tienen una lengua propia. Tienen, como señalé antes, una clase de lengua ficticia, convencional; tienen un argot. Esa es la razón por la cual la conversación de un grupo de hurtacruces sea incomprensible para otro grupo. Si el hurtacruz hablara ese argot con su mujer y con sus hijos, tampoco ellos lo entenderían. Y esa lengua, cuando se torna inteligible, es modificada muy rápidamente en el grupo.

Quien haya estudiado un poco el significado de la lengua del pardillo, la lengua del gorrión, la lengua del cuervo, puede entender que, al introducir voces adicionales en las palabras armenias, es factible la creación de un lenguaje tal que otro armenio no pueda entender. El empleo de esta clase de lengua es habitual aún hoy en muchos de nuestros armenios provincianos.

Yo no niego que nosotros hemos tenido y tenemos en la actualidad armenios gitanos. Pero tanto en las costumbres como en las condiciones sociales existe una gran diferencia entre los armenios gitanos y los hurtacruces. Los armenios gitanos son nómadas como las demás razas cíngaras de Asia, llevan una vida errática, emigran de un lado a otro con la familia, en grupos enteros, no se dedican a la agricultura. Las mujeres de los armenios gitanos practican la hechicería, bailan, cantan, y los hombres son músicos o se dedican a algunos míseros oficios, como armar cribas, tejer cestos, etcétera. No son falaces ni embaucadores. Son gente pobre pero a un tiempo sobria. No tienen grandes propensiones a la riqueza. Representan al auténtico tipo del gitanismo y han conservado los hábitos de la vida gitana. El hurtacruz, por el contrario, es sedentario, no ambula con su familia; los hombres yerran pero las mujeres no se mueven de su sitio. Poseen una próspera economía en su patria; su casa, su jardín, su huerta, sus campos de cultivo pueden servir de modelo para los agricultores más desarrollados. Pero cuando el hurtacuz sale de la casa, entonces entra en los negocios. Muchas veces sin nada participa de importantes especulaciones monetarias. No se contenta con poco, tiene una insaciable proclividad a crecer, a subir, a enriquecerse. Y esa desenfrenada ambición lo arrastra a los engaños y las mentiras. En los cargos gubernamentales también procura, con infatigable empeño, trepar siempre más arriba. Hubo hurtacruces que antes del dominio inglés ejercían la función de primer visir de los soberanos indios o eran virreyes de ciudades enteras. Todo esto nos lleva a la conclusión de que los hurtacruces, si no son armenios gitanos, tampoco son auténticos armenios. Pertenecen a una subespecie de los armenios.

¿Pero qué significa hurtacruz?, ¿cómo adquirieron ese nombre? Por sus costumbres los hurtacruces merecieron algunos otros nombres, como ser ahogaviejas, pintaburros, savranianos, etcétera. Vale la pena detenernos en ellos.

Les dicen hurtacruz porque uno de ellos fingió ser monje e ingresó en una iglesia o en un convento con una función religiosa. Luego desapareció de golpe robando todas las cruces y los objetos de plata del templo. Los llaman ahogavieja porque esta gente suele acercarse a las ancianas ricas, relacionarse, intimar con ellas y cuando se familiarizan con el medio súbitamente las ahogan, robando toda la fortuna y desaparecen. Les dicen pintaburro por su excesiva habilidad en la práctica del robo.

El huratcruz es capaz de robar, por ejemplo, un burro gris, y pintándolo de negro vendérselo a su dueño anterior. Éste jamás podrá sospechar que ese animal le perteneció en un tiempo. Los llaman savranianos por el pueblo del cual son oriundos, Savra , en la provincia persa de Salmasd.

Tras la emigración de los armenios de Persia en 1827, si bien la mayoría del pueblo de Savra, como señalé antes, se trasladó a la provincia de Ereván, en Savra permanecieron y permanecen todavía varios cientos de familias de hurtacruces.


Durante mi estada en Salmasd iba a menudo al pueblo de los hurtacruces. Mi propósito era no sólo estudiar la vida de esos aventureros, sino que me interesaba particularmente la historia de un célebre hurtacruz a quien llamaban Murat. Me mostraron su casa, entré en la habitación en la que otrora había vivido ese hombre que había dejado en la memoria de sus colegas asombrosas historias. Hacía tiempo que Murat había muerto, sería más correcto decir que fue asesinado, sin dejar herencia. Sólo encontré a su esposa, la septuagenaria Nené, una mujer de rostro bondadoso y ojos inteligentes. Con dificultad accedió a contarme algunos episodios de la vida de su marido. Pero lo que me contó fue suficiente para satisfacer mi curiosidad.

Cuando intimé con la anciana y ella comprendió el propósito de mi indagación, fue más complaciente conmigo. Le pregunté si el difunto había dejado algo escrito. Se levantó, extrajo de un cofre un cuaderno y me lo entregó con manos temblorosas. El descubridor de un tesoro oculto entre ruinas no podía alegrarse tanto como me alegré yo en ese momento. Ese cuaderno descolorido y ajado por el tiempo era el diario de Murat. Estaba escrito en distintos momentos y con diferentes colores de tinta. En algunas partes faltaban páginas enteras y en otras los capítulos iniciados quedaron inconclusos. Con todo, el cuaderno contenía informaciones sumamente interesantes, tanto con respecto al autor como a los hurtacruces en general.

Las omisiones las completó la anciana con sus relatos. Hacía tiempo que yo tenía la intención de escribir algo acerca de los hurtacruces, y para ese propósito me bastaba el diario de Murat, al que había titulado “Las Memorias de un Hurtacruz”. Yo también le puse ese nombre a mi novela. Algunos de mis amigos me aconsejaban no publicarla. ¿Pero hasta cuándo vamos a ocultar nuestras manchas? Sería como el enfermo que por vergüenza oculta sus heridas, las cuales, infectándose, gangrenándose día a día más, contaminan todo el cuerpo.

La anciana que mencioné no es un personaje imaginario, sino la misma Nené a la que el lector conocerá en el curso de esta novela. Ella falleció en 1857, habiendo vivido como una mujer virtuosa y una cristiana devota. Y Murat, el héroe de esta novela, es también un personaje histórico que luego, alejándose de la comunidad de los hurtacruces, ingresó en otro grupo y llegó a ser miembro de otra sociedad, a la que el lector conocerá cuando lea mi libro Chispas.

Con estas palabras introduzco al lector en "Las memorias del Hurtacruz", conservando el mismo estilo y el mismo orden con que Murat escribió su historia.

[i] Traducción literal del vocablo jachakogh, compuesto por jach (cruz) y kogh (ladrón), lo que vale por ladrón de cruces (N. del T.).
[ii] Sacerdote mahometano. (N. del T.)
[iii] Región de la provincia de Azerbeiján, en Persia. Se encuentra en la margen occidental del lago Urmia.

Las primeras gotas de veneno

o no he conocido a mi padre. Mi madre decía que yo no había nacido cuando mi padre emigró del suelo patrio y desapareció en tierras extrañas.

Durante mucho tiempo no teníamos noticias de él, no recibíamos cartas ni información alguna. Un día apareció el compañero de peregrinaje de mi padre, trajo su anillo y entregándoselo a mi madre le dio la triste noticia de su muerte. Nuestras vecinas le aconsejaban a mi madre que enterrara ese anillo en el cementerio y ornara la tumba con una cruz y una lápida. Pero mi madre no quiso porque no creía que su marido hubiera muerto. Estaba decidida a esperar largos años, a esperar el regreso de mi padre. Por eso se negó a aceptar la mano del hombre que nos había traído la triste nueva y que quería casarse con ella.

A mi madre la llamaban Nazani; era una mujer muy hermosa y buena, ¿quién no iba a quererla? Pero ella decía que si la muerte de su esposo fuese cierta, así y todo no volvería a casarse porque pensaba en sus hijos. Nosotros, sus hijos, éramos cuatro almas: mis tres hermanas y yo.


El pueblo en el que vivíamos se llamaba Savra. Era uno de los pueblos más hermosos de Salmasd. Rodeado de extensas huertas y viñedos, parecía oculto en medio de tupidos bosques. Lo atravesaba el río Sola que irrigaba los cultivos.


Al estar privados de padre quedamos bajo la tutela del padrino Pedro. El padrino Pedro era famoso en nuestro pueblo como hombre experimentado, inteligente y bueno. Era tan amado por la gente que todos juraban en su nombre. Antes que sonara el primer tañido de la campana y antes que llegaran los sacerdotes, el padrino Pedro ya estaba en la puerta de la iglesia, esperando que se abriera para ofrendar su rezo matinal. Era una de esas personas de cuyas manos jamás se desprenden el salmo, el evangelio y el narek, y siempre piensan en el alma y en el reino de Dios. Mi madre estaba muy contenta de que sus hijos estuviesen confiados a la tutela de un hombre tan piadoso.

Fuera del padrino Pedro nosotros no teníamos otro amigo. Yo sólo tenía un tío paterno al que llamaban Minás. Era un hombre de unos cincuenta años. Nunca puedo recordar sin temor la cara siempre alegre, siempre despreocupada pero también salvaje de ese hombre. Se había entregado de corrido a la diversión y durante días se ausentaba de la casa. Nos asombrábamos de su excesivo derroche, aun cuando no tenía oficio ni ocupación alguna. A veces desaparecía, no se dejaba ver durante meses, otras durante años, y de pronto aparecía con los bolsillos llenos de dinero. Cómo lo ganaba, con qué medios lo obtenía, no podía entenderlo; sólo veía que en sus oros había cuños de todos los estados. Significaba que había recorrido muchos países.

Pero el proverbio armenio dice que “lo que el viento trae, el viento se lo lleva”, y así también los relucientes oros no duraban mucho en sus manos, pronto los dilapidaba y de nuevo se quedaba pobre, de nuevo vivía con deudas. Los acreedores confiaban en su buena estrella, sabían que no iban a perder su dinero, sólo bastaba que Minás levantara el vuelo, cogiera el bastón de peregrino y después le sería fácil ganar dinero.

Mi tío recibía visitas varias veces a la semana. De cuando en cuando yo iba a su casa. Las visitas bebían, comían, hablaban y yo escuchaba con particular interés sus conversaciones. Contaba las aventuras vividas en los más variados países. Eran aventuras espantosas, plenas de episodios terribles, y sin embargo me cautivaban. En aquel entonces yo era inexperto y con infantil ingenuidad veía en sus acciones actos de valentía. Por esa causa pensaba: “Ay, cuándo creceré y podré ir a tierras extrañas para ganar dinero como ellos”. Ese pensamiento torturaba muchas veces mi inocente corazoncito. Cuando le expresaba ese deseo a mi madre, sus ojos se llenaban de lágrimas y siempre me respondía con las mismas palabras: “Dios no permita que ganes dinero como ellos”.

¿Por qué se enojaba mi madre?, ¿por qué me reprendía así?, ¿acaso ellos eran malos?, ¿acaso era bueno vivir así, en la pobreza, como vivíamos nosotros? Yo me disgustaba y le decía groserías a mi madre. Ella sólo lloraba y no contestaba nada.

Una vez, sólo me dijo:

–Ellos son hurtacruces…

Esa palabra pareció quemarle la lengua.

¿Pero qué era el hurtacruz? Yo no tenía ninguna idea acerca del significado de esa palabra, mi madre tampoco me lo explicó; solamente me aconsejaba que me mantuviera lejos de ellos, que no me dejara atraer por sus actividades porque no era gente buena.

Mi madre no era de nuestro pueblo, era oriunda de la región de Van, de ahí que sintiera aversión hacia nuestros lugareños. En los últimos tiempos me prohibió que fuera a la casa de mi tío y que jugara con sus hijos. Y pensaba en un recurso para alejarme completamente de nuestro pueblo. Cierta vez me dijo:

–Murat, hijo, tú debes aprender un oficio.

Y se puso a explicarme cuán afortunado es el artesano noble y trabajador, cuán asegurada está su vida y cuán libre e independiente es su subsistencia.

–¿Qué oficio? –pregunté.

Me dijo que había conversado el tema con el padrino Pedro y decidieron enviarme a que aprender herrería.

–¡Herrería! –exclamé–, yo no quiero ponerme negro entre los polvos del hierro y del carbón.

–No te pondrás negro –contestó mi madre con su habitual calma–. De los negros polvos del carbón saldrán el pan blanco y el dinero limpio; y al contrario, siempre son y seguirán siendo negros los rostros de los hombres que con engaños les roban a otros, y finalmente vuelven a quedar pobres.

Entendí; mi madre aludía a los hurtacruces...

Yo amaba mucho a mi madre. Después de la desaparición de mi padre nos crió con toda la ternura maternal. Por ese motivo no pude contrariarla y sólo pregunté:

–¿Por qué necesariamente herrería? ¿Acaso los demás oficios son malos?

–Todos son buenos –contestó–. El trabajo y el esfuerzo son siempre buenos; sólo es mala la holgazanería y la ociosidad.

Luego añadió que consideraba bueno que aprendiera herrería porque era un oficio apropiado para mi físico. Para ser herrero se requerían músculos sanos, brazos fuertes y manos hábiles, y yo tenía todo eso.

La mayoría de las herrerías de nuestra región se encontraban en la ciudad vieja, que distaba una milla de nuestro pueblo. No habían pasado dos días de nuestra conversación, cuando mi madre me llevó a la ciudad vieja y me confió al usdá (maestro) Krikor. Y como a causa de la distancia era difícil ir todas los días allá y volver a nuestro pueblo, yo iba a trabajar todas las semanas a la herrería y a la noche me quedaría en la casa de mi tía materna. Solamente los domingos regresaría a nuestra casa para ver a mi madre y a mis hermanas.

La previsión del padrino Pedro y de mi madre sobre mi aptitud para el oficio de herrero no estaba errada. En unos meses aprendí lo que a otros aprendices les llevó años. Mi madre estaba contenta por mi progreso y no menos contento estaba el padrino Pedro. Un día éste me dio una llave, diciendo:

–Te doy esta llave para probarte, Murat. Si haces una igual me convenceré de que adelantaste bastante en tu oficio.

Yo terminé la llave y enseguida supe que no era un trabajo de los artesanos de nuestro país, sino que había sido hecha en Francia o en otro lugar, en donde el oficio estaba más desarrollado que en Persia.

–¿Y si hago una exactamente igual? –le pregunté, tras examinar bien la llave.

–Mandaré a coser un traje nuevo para ti –dijo el padrino Pedro–, hace mucho que no te regalo nada.

Al domingo siguiente, cuando regresé a mi pueblo, le llevé la llave nueva al padrino Pedro. La tomó, la comparó, le dio vueltas de un lado y del otro, y luego dijo:

–Es exactamente igual.

El padrino cumplió su promesa y el mismo día me puse el traje nuevo que encargó para mí.

–Murat –me dijo tras pensar un poco–, mientras hacías la llave ¿quién te vio? Seguramente tu maestro o alguno de los aprendices mayores te indicaron la manera de hacerla.

–Yo no se la mostré a nadie.

–¿Por qué?

–En nuestro taller les está prohibido a los aprendices hacer trabajos personales, por eso no la dejé ver a nadie, la hice a escondidas.

–Puesto que es así, yo tampoco se la mostraré a nadie, tú no digas que la hiciste. No quiero que tu maestro se enfade contigo.

Yo estaba tan absorto por la alegría de mi nuevo traje que no podía entender el designio que encerraban esas preocupaciones del padrino Pedro. Admitamos que en nuestro taller le estaba prohibido a los aprendices hacer trabajos personales, pero suponiendo que mi maestro se enterara de que hice una llave, ¿qué podría hacerme?; a lo sumo un tirón de orejas y con eso terminaría el asunto.

Debo decir que me asombré cuando el padrino Pedro me aconsejó que tampoco le revelara a mi madre que había hecho la llave. ¿Por qué no decírselo?, mi madre se alegraría. ¿Qué había que ocultar en ello? Pero yo adoraba como a un santo al padrino Pedro. Sin duda, pensaba, será mejor así. Él es más grande que yo en inteligencia y en edad, conoce mejor que yo el orden de las cosas.

Pasaron unos meses, pasó un año. Yo había olvidado por completo la existencia de la llave. El traje regalado por el padrino Pedro se gastó, pero seguí recibiendo de él nuevos trajes y regalos. Me quería como a un hijo y siempre que veía algún trabajo hecho por mí y sabía de mis progresos, me recompensaba. Mi madre se alegraba al ver que día a día me ganaba la simpatía de nuestro bienhechor y que aumentaba su cariño hacia mí.

Trabajé cuatro años enteros como aprendiz; mi maestro me daba dinero sólo para el pan, pero cuando vio mi trabajo y mi mérito me asignó un sueldo mensual de dos oros. Cuando recibí mis dos oros por primera vez, enseguida corrí al lado de mi madre y le entregué el primer fruto de mi sudor.

Mi madre me abrazó con lágrimas en los ojos y besándome dijo:

–¿Has visto, hijo, que de los polvos del carbón y el hierro salen relucientes oros?, ¿has visto cuán dulce es el fruto del trabajo honrado?

Enseguida recordé que esas mismas palabras me las había dicho cuatro años atrás, cuando trataba de convencerme de que aprendiera un oficio. Y sólo entonces comprendí que sus palabras eran ciertas; de veras era dulce, muy dulce el fruto del trabajo honrado.
Yo estaba aplicado con tanto amor a mi trabajo que ya no pensaba en otra cosa. Y desde entonces dejé de ir a la casa de mi tío paterno y desdeñé a su familia tanto como lo hacía mi madre. Ahora no necesitábamos la ayuda de mi tío. Poco a poco mi maestro me aumentaba el sueldo y lo que ganaba bastaba para la modesta subsistencia de mi madre y de mis hermanas.

Mi maestro tenía una asombrosa capacidad para estimular a sus aprendices, provocar su entusiasmo y mantenerlos siempre activos. Era un hombre bueno, me quería como a un hijo y siempre me daba sanos consejos. Me prometía que si seguía trabajando un año más en su taller y me perfeccionaba del todo, entonces me iba a ayudar, me iba a proporcionar los medios para que abriera un taller para mí. Yo confiaba plenamente en que iba a cumplir su promesa, por eso trabajaba con más y más entusiasmo. Era un hombre tan bondadoso y honesto que jamás engañaba. Yo conocía algunos ejemplos que daban fe de su generosidad hacia sus alumnos.

Pero un hecho terrible aniquiló todas mis bellas ilusiones…

Un día los ferrash
[i] entraron de golpe en nuestro lugar de trabajo. Arrastraron a mi maestro, rodearon el taller con soldados y se pusieron a investigar. Junto con mi maestro apresaron a muchos de nuestros aprendices y obreros. Yo me escapé y no pudieron prenderme. Anochecía, el sol se había puesto y poco a poco la oscuridad ganaba el cielo. Yo corría sin detenerme, pero no sabía adonde ir. Me impulsaba el terror. Sabía muy bien qué era el ferrash persa y las horribles consecuencias que podía tener el hecho que había ocurrido unas horas antes.

Al oscurecer completamente me detuve para descansar un poco. “¿Adónde ir?”, me preguntaba desorientado; pensaba, pensaba y no hallaba salida. Si iba a mi casa, allí también podían aparecer los ferrash. La desesperación me ahogaba, temblaba mi cuerpo. En medio de esa angustia de pronto escuché mi nombre, alguien me llamaba. Me sobrecogí por entero. La voz se acercó.

–Murat –dijo–, ¿por qué estás turbado, qué te sucedió?

Yo me tranquilicé, el que me hablaba era un antiguo amigo mío, un buen muchacho al que llamaban Aslán. Le conté la desgracia ocurrida unas horas antes. Pensó un poco y dijo:

–Ven conmigo, nosotros no dejaremos que caigas en manos de los ferrash .

Por ese nosotros comprendí que no estaba solo, que tenía otros amigos. Me llevó junto a ellos; el nombre de uno era Garó y el del otro Sakó. Eran jóvenes huérfanos, sin casa. Vivían como los pájaros del cielo y dormían donde caía el día. Los tres eran de mi misma edad. Yo los conocía de antes, y los conocía bien. Eran alumnos de la escuela de la ciudad vieja y estudiaban con un sacerdote de nombre Der Totig. Un día los tres huyeron de la escuela y desaparecieron. Desde entonces habían pasado varios meses y ahora volvía a encontrarme con ellos.

–Murat –me dijo el mayor de ellos, Garó–, si te quedas con nosotros estarás a salvo.

–Murat será nuestro compañero –intervino Sakó.

–Yo lo traje para eso –agregó Aslán.

Qué compañerismo era ese y de qué manera podía ingresar yo a ese grupo, nada dijeron al respecto. Pero yo sabía quiénes eran, qué clase de muchachos eran esos vagabundos. En el tiempo en que asistían a la escuela de Der Totig eran famosos por sus picardías, la gente hablaba de ellos como de pequeños granujas.

Prometí quedarme en su compañía hasta que supiéramos cómo terminaría el asunto de mi maestro.

Era verano. Se podía estar en cualquier parte a cielo abierto. ¡Ah, cuán ancho y extenso es el mundo de Dios!, ¡qué agradable es vivir libremente cuando la gente mala no te hostiga! Después de descansar y recobrarme del todo, advertí que no me encontraba muy lejos de nuestro pueblo. Estábamos en medio de uno de los tantos bosques que lo rodeaban. Era noche de luna, pero su luz plateada no atravesaba la frondosidad de los árboles. Estábamos sentados dentro de un cobertizo que mis nuevos compañeros habían construido con las ramas de los árboles. Me dieron pan, me dieron de beber y trataron de consolarme por todos los medios. A la noche dormí plácidamente.

Pasaron varios días. Yo me sentía completamente seguro y ya no temía que los ferrash pudieran hallarme. Pero me preocupaba la situación de mi maestro, pensaba en mi madre, en mis hermanas. Sabía de las iniquidades de los jueces persas. Sabía que cuando algún delincuente huía, en su lugar arrestaban a sus parientes y los mortificaban hasta que apareciera el culpable. ¿Pero culpable de qué era yo?, ¿qué había hecho o qué falta había cometido mi maestro? No daba con ninguna respuesta.

Mis compañeros me tranquilizaban, prometían traerme noticias ciertas sobre la situación de mi maestro y mi familia, pero no decían nada concreto todavía. Día a día intimaba más con mis compañeros y me familiarizaba con sus costumbres. Esos jóvenes, siempre alegres y contentos, ya no eran aquellos que había conocido cuando estudiaban en la escuela de Der Totig. Habían cambiado por completo. Conocía a muchos alumnos de esa escuela porque se encontraba cerca de nuestro taller, y a veces iba allí para ver cómo estudiaban los alumnos.

Yo no podía abrir juicio sobre la enseñanza que recibían, pero me asombraba al ver que casi todos los chicos tenían caras estúpidas y aletargadas, como si carecieran de espíritu. El permanente temor al maestro había convertido a esos desdichados en cadáveres vivientes. No veía en ellos rostros alegres y se me hacía que de sus ojos siempre corrían lágrimas. El temor a una probable delación del compañero los había vuelto desconfiados e hipócritas. Introducir conocimientos en la cabeza a fuerza de palizas y varazos los había reducido a una suerte de monos, incapaces de jugar hasta que el mandón no moviera el bastón de mando.

Pero si bien Garó, Aslán y Sakó estudiaban en la misma escuela, de ningún modo eran como sus condiscípulos. Eran chicos vivaces, decididos, siempre alegres, siempre despreocupados. Despreocupados como los pájaros del cielo, y como ellos vivían. En ellos había amor, nobleza hacia el compañero y una hermosa sinceridad. Yo los conocí muy pronto, porque a esta clase de gente es muy fácil conocerla, y enseguida me uní a ellos.

Ahora éramos cuatro almas; cada uno de nosotros tenía una cualidad: yo tenía buena voz y cantaba, Aslán tocaba el violín, Sakó la flauta y Garó tocaba muy bien el laúd. Por las noches formábamos un conjunto musical. Nuestra mesa se llenaba de comidas y el vino era tan abundante que podías beber hasta las cejas. Yo aprendí a beber allí. Muchas veces los sonidos de nuestros instrumentos llamaban a las muchachas campesinas, que salían furtivamente de las huertas y nos visitaban. ¡Y qué agradablemente pasaba las noches estivales con los jóvenes granujas!

Esas diversiones me habían cautivado tanto que casi olvidé a mi maestro. Si bien mis compañeros habían prometido informarme sobre él, según me confiaban todavía no tenían noticias ciertas. Sólo decían que el peligro aún no había pasado.

Dije que vivíamos como los pájaros del cielo; los pájaros no labran, no siembran, comen el fruto del cultivo ajeno. Y así hacíamos también nosotros. En la oscuridad de la noche ni el mismo diablo podía ser tan osado. Las mejores frutas de las huertas nos pertenecían. Muchas veces entrábamos ocultamente a los pueblos. A causa del intenso calor del verano la gente solía dormir en los techos, dejando completamente desiertos los patios y las habitaciones. Entrábamos, robábamos pan, queso, huevos y otros alimentos. A veces robábamos también en las casas de nuestros amigos y parientes. Pero jamás hurtábamos otra cosa que no fuera el alimento. Nuestros aldeanos solían enterrar en las huertas los toneles de vino y nosotros conocíamos los lugares, íbamos de noche, los desenterrábamos y nos llevábamos cuanto queríamos. Éramos ladrones pequeños pero cautelosos. El mayor de nosotros apenas tenía veinte años.

Antes yo era muy miedoso, temía a los demonios, a los espíritus y hasta a los murciélagos. ¿Y de dónde venía ahora ese valor, tal que nada me arredraba? Sin duda era la vida libre la que me había infundido ese corazón. Todos mis compañeros tenían armas, y si bien yo no poseía ninguna, cuando íbamos a merodear me daban alguna que sobraba.

Es asombroso el cambio que opera en el hombre la naturaleza salvaje. Cuando la noche es oscura, el cielo está nublado, el rayo relumbra o el trueno estalla, esos fenómenos son gratos al corazón, hinchan tanto tu pecho que, animado por una dulce furia, desearías quebrantar las reglas, espantar como el rayo y el trueno.

Pero me producía un efecto completamente contrario la naturaleza serena, el cielo alegre; cuando la luna se deslizaba suavemente en la bóveda estrellada y en todas partes reinaba un sordo y misterioso silencio, mi corazón parecía ennoblecerse, se enternecía, deseaba amar. Y enseguida venía a mi memoria la hermosa Sara. Sara era la hija de nuestro vecino, habíamos crecido juntos y juntos habíamos pasado los momentos más dulces de nuestra infancia. Desde que me convertí en fugitivo no volví a verla.

Ay, que triste estará ahora, cuántas lágrimas derramará por su amado perdido, descarriado… Me imaginaba el estado de Sara; era una muchacha tan buena, tan sensible que no podía dejar de angustiarla mi situación. Y yo me había embrutecido tanto, mi corazón se había endurecido tanto y tanto se había debilitado mi firmeza de ánimo que no me atrevía a ir a su lado para consolarla. Me había olvidado hasta de mi madre, de mis hermanas y de mi querido maestro.

Mis nuevos compañeros me habían hechizado, una fuerza invisible me sujetaba a ellos y no deseaba en absoluto separarme. La gente, la sociedad, me parecían extrañas. Yo amaba los campos libres, las montañas, los bosques y las grutas de los sombríos valles. Me había convertido en el búho que en la oscuridad caza su presa.

Ningún ser humano entraba en el bosque donde nos ocultábamos. Solamente, a veces, aparecía un cazador alto con el rifle al hombro y un par de perros; como un viejo dios de esos bosques sombríos, se detenía y miraba a su derredor. Garó, Aslán y Sakó nunca rehuían a ese enorme cazador. A veces se acercaba y se sentaba delante de nuestro cobertizo para descansar. Descubría su enorme cabeza calva, se secaba el sudor y se ponía a fumar. Su coronilla estaba cubierta de profundas cicatrices. Era evidente que ese imponente hombre había expuesto su vida en terribles luchas. Yo lo conocía, solía venir al taller de mi maestro para encargar diversos instrumentos. Lo llamaban Avó. Cuando me vio la primera vez le preguntó a Garó:

–¿Quién es este?

–Es de los hurtacruces –contestó Garó, riendo.

–Los hurtacruces serían gente muy útil –dijo con voz profunda– si su inteligencia, su ingenio, todas sus asombrosas habilidades, en lugar de emplearlas para el engaño y la mentira, las aplicaran a obras buenas. Son la gente más capaz y harían milagros si fuesen honrados…

–Yo no soy como ellos –contesté enrojeciendo.

–Quiera Dios que no lo seas, hijo –dijo mirándome fijamente–, pero tienes que saber que estás en el inicio de ese camino, si avanzas un poco serás como ellos.

Yo no hallé nada para contestarle. Sólo pensaba: “¿cómo es posible que un hombre que repudia a los hurtacruces, que desea que se corrijan y apliquen sus habilidades al servicio de la gente, un hombre semejante sea amigo de Garó y sus compañeros y les perdone sus pillerías? Tal vez –pensaba– con su amistad quería enderezar a esos jóvenes bribones y encaminarlos por una senda más segura y moral”. Esa suposición no era equivocada, porque muchas veces escuchaba los consejos que el viejo cazador nos daba y aún hoy recuerdo sus palabras sabias y juiciosas.

Mientras me hallaba sumido en estas cavilaciones, me acordé de mi maestro. Como el cazador era su amigo podía saber cómo había terminado su problema. Contó cosas terribles. Después de la detención de mi maestro, todo su taller fue vendido en pública subasta. Y eso no fue suficiente; le aplicaron una fuerte multa y como no disponía de dinero, para resarcimiento también vendieron su casa y sus bienes.

–Eso sería soportable –agregó el viejo cazador con voz dolida–. Todavía le aguarda lo más terrible…

–¿Qué cosa? –pregunté aterrado.

–Dentro de dos días el verdugo le cortará la mano derecha en la plaza pública…

Creí que me había herido un rayo.

–¿Por qué?, ¿de qué lo acusan? –grité como loco.

–Cálmate –dijo el cazador, y continuó–. El delito por el que lo acusan se sabe, pero hasta qué punto ese delito es cierto no se sabe, es un misterio. Yo sé que el maestro Krikor es un artesano limpio e inocente. No es embaucador ni falaz y no se involucraría en un hecho injusto. Pero hay una prueba que lo hace sospechoso y fortalece la acusación que cae sobre él.

–¿Qué prueba? –pregunté impacientemente.

–Una llave…

Me estremecí. El cazador no notó mi turbación y continuó.

–El caso es así: tú conoces bien a los ricos aghaes de ciudad vieja, sabes bien qué clase de fieras son. La noche anterior a la detención de tu maestro, desconocidos malhechores habían entrado en el castillo de los aghaes, abrieron la caja de caudales y robaron numerosos efectos valiosos. Los ladrones olvidaron sobre la caja de hierro la llave con la cual abrieron su cerradura. Al ser examinada la llave se comprobó que había sido hecha en el taller de tu maestro.

–¿Cómo se comprobó?

–Sobre ella estaba grabado el pequeño sello del taller, que llevaba un martillo y debajo dos letras: K y M. Esas letras son las iniciales del nombre y el apellido de tu maestro, creo que conoces ese sello.

–Lo conozco… –contesté con la voz estrangulada.

Recordé aquella llave que una vez había hecho para el padrino Pedro y de cuya existencia me había olvidado por completo. Como un malvado criminal sentí la desgracia que por mi inconsciencia le causé a mi querido maestro. Mis manos habían hecho esa llave, yo había grabado sobre ella el pequeño cuño del taller. Y ahora en mi lugar iba a ser castigado el noble y honrado artesano. El verdugo iba a cortarle la mano en la plaza. ¡Mi mano, mi mano debían cortar! ¡Yo merecía ese castigo! ¿Qué culpa tenía el inocente hombre…?

Recordé las palabras con las que el padrino Pedro me pidió que a nadie le dijera que había hecho una llave para él. Recordé el regalo con el que me engañó, el traje nuevo que mandó a coser para mí… Fui utilizado para una mala acción y en mi lugar iban a castigar al hombre honrado que tanto me quería, que tanto se alegraba de mi progreso, que prometía ayudarme más y más… Estaba sumido en esos amargos pensamientos cuando ante mí se abrió la terrible realidad y en mi desasosiego exclamé:

–¿Y el padrino Pedro?, ¿qué van a hacerle al padrino Pedro?

–¿Quién es el padrino Pedro? –preguntó extrañado el cazador.

–Nuestro padrino Pedro…

–Ah, lo conozco. ¿Y qué tiene que ver él en este asunto, es un hombre pacífico que va todas las mañanas y todas las tardes a la iglesia para rezar, en la calle saluda hasta a las piedras, tratando de no molestar ni a las moscas para que su alma no se prive del paraíso de Dios.

En las palabras del cazador había una amarga ironía hacia el padrino Pedro, lo cual exacerbó aún más mi rabia contra el execrable hombre, y estaba pronto a revelar la historia de la aciaga llave y decir de qué manera el padrino Pedro estaba implicado en el robo perpetrado en el castillo de los aghaes, cuando algo le llamó la atención al cazador y volvió la cara hacia otro lado.

Su perro, que hasta ese momento estaba acostado junto a su amo con la cabeza entre las patas delanteras, de pronto corrió y entró entre los arbustos, no muy lejos de nosotros. Tras olfatear brevemente, sacó la cabeza de entre la maleza y con una mirada sugerente invitaba a su amo.

–¿Qué pasa, Cheyrán? –preguntó el amo.

Cheyrán lanzó unos sordos gruñidos.

–Comprendo –dijo el cazador y tomó su fusil.

A bastante distancia de nosotros, en lo alto de una roca cubierta de musgo, una cabra salvaje miraba cautelosa a su alrededor. Desde lejos se la veía del tamaño de una gallina. La aguda vista del anciano cazador la vio, sonó el disparo y la cabra rodó al suelo.

–Muchachos, vayan a traerla, Dios les envió su alimento de hoy.

Los jóvenes corrieron tras la presa mientras yo seguía petrificado, igual que un criminal atenazado por el remordimiento. El cazador se volvió a mí, diciendo:

–Compañero, todavía no te irás de aquí, te andan buscando, quédate hasta que pase el peligro.

Y sin aguardar mi respuesta, diciendo adiós, se alejó.

Garó regresó con los otros trayendo la cabra.

–Nosotros ya sabíamos lo que te contó el cazador –dijo Aslán.

–¿Lo sabían y me lo ocultaron? –exclamé excitado.

–No queríamos entristecerte.

Cuando mis compañeros terminaron de desollar y descuartizar la cabra y encendieron el fuego, la noche ya había avanzado. La cabra les había provisto una cena opípara como pocas veces podían disfrutar en la soledad del bosque. El vino también era abundante. Si bien mis compañeros procuraban alegrarme, alejar mi tristeza, era inútil. Mi corazón estaba lleno de una infinita amargura, por mi cabeza rondaban millares de demonios. No pude comer nada, sólo bebía, trataba de adormecer con el vino el dolor que me atormentaba. Pero era en vano, el intenso vino de Salmasd me causaba el efecto del agua.

–No te preocupes, Murat –me dijo Garó–, nosotros no dejaremos que le corten la mano a tu maestro.

–¿Ustedes? –pregunté incrédulo–, ¿qué pueden hacer ustedes?

–Nosotros podemos hacer muchas cosas –contestó Garó con seguridad.

Yo no quise herir el orgullo de mis compañeros y callé.

–No bromeamos, Murat –continuó Garó–. En la primera noche tu maestro será liberado de la cárcel. Cuando al día siguiente abran su celda para llevarlo a la plaza, habrá desaparecido.

–Eso es imposible.

–Es muy posible –contestó Garó–. Todo está dispuesto, el viejo cazador nos conduce. Además, tenemos otros compañeros…

Las últimas palabras parecieron escaparse de su boca por error y enseguida cambió de conversación.

–Tú también vendrás con nosotros.

–Por la libertad de mi maestro voy hasta el infierno.

Después de la cena mis compañeros se acostaron enseguida a dormir, quizá con el propósito de estar bien descansados para la expedición de la noche siguiente. Pero yo no podía conciliar el sueño. Era una noche fresca, el suave viento mecía los follajes dormidos y el silencio del bosque cedía ante el misterioso susurro de los árboles. Estaba sentado junto al cobertizo y escuchaba. Confusos pensamientos me inquietaban. Las palabras de Garó se me antojaban increíbles. Pensaba que Garó, animado por el efecto del vino, sólo quería tranquilizarme momentáneamente. De haber existido semejante propósito, sin duda que el viejo cazador me lo habría explicado. Pero no dijo nada y se marchó.

Dentro de dos día el verdugo le cortará la mano derecha en la plaza pública”, recordé las palabras del cazador. Un hombre inocente iba a ser castigado a causa de un necio aprendiz como yo y de un pérfido malhechor. “¡No, no –pensaba– eso es imposible…!, iré a ver al padrino Pedro esta misma noche. Le diré: usted me ha engañado, por su mala acción se castigará a un hombre honrado. O se presenta ante el juez y le dice que el culpable es usted o voy yo donde corresponde y lo confieso todo…” Estos pensamientos me animaron y me levanté. En mi agitación me olvidé de las palabras que durante la cena me dijo Garó, y también me olvidé de mi promesa de ir con mis compañeros hasta el infierno para salvar a mi maestro.

Cerca del cobertizo aún ardía el fuego y su tenue luz dejaba ver a mis compañeros dormidos. Un inexplicable presentimiento me dio la sensación de que no iba a ver más a esos jóvenes llenos de vida, entusiastas y sinceros. Me acerqué, me incliné y con lágrimas en los ojos besé sus rostros. Luego salí y echando una última mirada sobre aquel rústico y solitario cobertizo, “adiós queridos compañeros” dije, y me alejé.

[i] Policía persa. (N. del T.)

Una nueva aberración

l salir del bosque me encaminé a nuestro pueblo. Incesantemente miraba hacia el Oriente para ver si salía el sol. Aún era noche. Yo necesitaba la oscuridad, tenía que hacer muchas cosas en las sombras.

Entré en nuestro pueblo. Todos dormían; a veces quebraba el silencio el torpe ladrido de algún perro impaciente. Mi corazón palpitaba de alegría y de tristeza. Estaba alegre porque iba a ver a mi madre, a mis hermanas y, finalmente, a Sara. Estaba triste cuando recordaba la dolorosa situación de mi maestro.

Yo había concebido un terrible plan: ir a ver al padrino Pedro para exigirle que fuera ante el juez y le confesara que fue él quien cometió el delito. Y si no llegara a tener la entereza de aceptar mi demanda, había jurado hundir mi cuchillo en su pérfido corazón, luego presentarme en la plaza donde se iba a ejecutar la sentencia y extender mi mano al verdugo, diciendo: “corten esta mano, con ella se ha hecho esa llave”. Excitado por estos pensamientos, ya me encontraba frente a la casa del padrino Pedro. Golpeé la aldaba de la puerta. Apareció la criada y dijo que el señor no estaba.


–¡Cómo que no está, necia! –grité y sin creer en sus palabras, entré.

–Te digo que no está –contestó ella refunfuñando– Ve y mira con tus propios ojos, si lo encuentras llámame entonces necia.

–¿Y la madrina?

–La madrina duerme.


Pero la madrina ya se había despertado por nuestras voces y a medio vestir, lámpara en mano, salió al patio en donde yo discutía con la sirvienta.

–¡Ay, Murat, hijo, ¡eres tú! –suspiró amargamente, se acercó y me abrazó.

Yo quedé asombrado.

–¡Gracias, Dios mío, gracias! –decía con lágrimas en los ojos– Te creía completamente perdido. Gracias a Nuestro Señor Jesucristo por volver a verte…

La compasión de la madrina me desarmó. Mi rabia se atenuó y con calma le dije que deseaba ver al padrino Pedro.

–Hace varias semanas que no está en casa, ni nosotros sabemos dónde está. Desde que le sucedió la desgracia a tu maestro (¡ay, que Dios se apiade del pobre!), Pedro no tenía paz ni calma. Decía: Santa Madre de Dios, ¿qué ha sucedido?; siempre pensaba en ti, siempre rezaba por ti. Después me dijo: mujer, voy a ir a buscar a Murat, es un chico inexperto, no vaya a suceder que corra algún peligro. Y fue en tu búsqueda. Ay, cuánto se alegrará ahora, cuando vea que has vuelto a casa sano y salvo.

Yo no dudaba de la preocupación del padrino Pedro, estaba plenamente convencido de que había ido a buscarme porque su vida dependía de un paso en falso, de una imprudente palabra mía. Por ese motivo corté pronto con la madrina, pues la noche pasaba y quería ver a mi madre.

–Quédate con nosotros, hijo –rogaba la madrina–, ¿adónde vas a estas horas?

Cuando le dije que iba a ver a mi madre, me alentó:

–Ve, hijo, también a ella debes alegrarla. ¡Pobre mujer, cuánto lloró por ti!; decía: mi Murat se perdió, ya no lo veré más... Ahora te verá y se alegrará.

Cuando me disponía a abandonar el patio, la madrina me aconsejó que me acompañara la sirvienta.

–Es de noche, hijo –dijo–, quién sabe qué puede sucederte.

–No hace falta –dije, y me marché.

Al salir a la lobreguez de la calle me asaltaron nuevos y más graves pensamientos. No había encontrado al padrino Pedro, entonces se desbarataron y fueron vanas todas mis previsiones. ¿Qué debía hacer? El día del castigo se acercaba, en dos noches la mano de mi maestro sería cortada ¿Qué iba a hacer si hasta entonces no daba con el padrino Pedro? Si no lo encuentro, pensaba, sólo me queda cumplir mi último propósito, esto es, presentarme ante el juez y confesar la verdad. Pero antes que nada era preciso verme con mi madre, se moriría de pena si de pronto le anunciaran la desgracia de su hijo.


Entré en la calle donde se encontraba nuestra casa.

Yo conocía bastante las arbitrariedades de los gobernantes persas, sabía que cuando un culpable huía las autoridades encarcelaban a sus familiares hasta que apareciera el prófugo. ¿Qué haré –pensaba– si entro en nuestra casa y la encuentro llena de policías? La madrina no me había dicho nada a ese respecto y yo estaba tan confundido que olvidé preguntarle sobre el particular. Decidí ir primero a la casa de Sara, enterarme allí de la situación de nuestra familia y luego ver a mi madre. La casa de Sara era contigua a la nuestra, sin duda ella estaría al tanto de todo.

Qué extraño es el corazón del hombre, más aún el corazón ardiente, inexperto de un muchacho: siempre que desea algo, diabólicamente la mente cumple ese deseo. Yo ansiaba ver a mi madre y a Sara por igual. ¿A quién debía dar la prioridad? Mi corazón decía que a Sara, y mi mente, en vez de contrariarlo, acudiendo a la cautela y a la prudencia, afirmaba el deseo de mi corazón diciéndome: no, no vayas antes de tu madre, allí pueden estar los policías, los ferrash, la gente del gobierno. Creo que imaginaba estas cosas porque eran propicias a los deseos de mi corazón. Sara estaba unida a mi alma, yo la amaba.

No puedo describir la emoción con que me acerqué a su casa. Hacía meses que no la veía. Ni un gato podía saltar con la rapidez con que subí a la azotea. En esa estación del año todos los aldeanos se acostaban en las azoteas. Sara dormía como una niña. Me acerqué y acaricié su rostro. Se despertó lanzando un extraño grito. Yo lamenté haberla asustado.

–Soy yo, Sara.

–¡Ay!, ¿por qué viniste aquí?, vete…, mi padre…

Retrocedí por temor a despertar a su padre que dormía un poco más allá. Sara no tenía madre. No había dado dos pasos cuando volví a escuchar su voz, apenas audible.

–Ve abajo, espérame allí.

Cuánta alegría me causó esa voz. Enseguida bajé de la azotea, me senté en la sala y aguardé con impaciencia. No pasó mucho tiempo y Sara, completamente vestida, llegó. Vino a mi encuentro con el asombro de quien ve resucitar a su amado. En esos momentos el amor enmudece, nos domina el gozo, la alegría se viste con lágrimas temiendo que el ser amado vuelva a esfumarse…

Sara encendió la lámpara y entramos en su habitación. Lo primero que le llamó la atención fue mi ropa.

–¡Ay! ¿qué es eso?, ¡cómo se ha destrozado tu ropa!, ¡cómo se ha ensuciado tu camisa! –dijo.

–En los bosques es así, Sara.

Se puso a preparar el hilo y la aguja para remendar los desgarrones de mi ropa. Pero estaba tan maltrecha que repararla era tarea de varios días por más que la buena muchacha se empeñara en ello. De pronto, como si se hubiera olvidado del estado de mis prendas, dejó a un lado el hilo y la aguja y dijo:

–¡Ay, cuánto he llorado, Murat, cuánto he sufrido…

–¿Por qué?

–Decían que…

–¿Qué decían?

–Ay, muchas cosas, decían que te habían apresado, que te habían encarcelado…

–Ya ves que nada de eso es cierto y que estoy a tu lado.

–Sí, estoy contenta. Pero…

–¿Crees que me prenderán?

–No…, creo que no volveré a verte.

–En vano piensas así, Sara. Dios me ayudará, así como no pudieron apresarme hasta ahora, también en lo sucesivo Dios me protegerá. Y me puse a consolarla.

–¿Dónde estuviste durante tanto tiempo?, ¿dónde te ocultaste? –preguntó. Noté que su voz comenzaba a temblar.

–No me preguntes eso, Sara.

–¿Por qué no debo saberlo?

–Te lo diré después.

Se quedó callada sollozando.

–¿Por qué lloras?

–Decían que vivías con ladrones.

¡Pobre muchacha!, lloraba porque yo vivía con ladrones. La hija del hurtacruz aborrecía a los ladrones, era insólito, era una perla caída en la inmundicia… Luego de unos instantes me preguntó:

–¿Has visto a tu madre?

–Todavía no, quiero ir a su lado.

–Ay, si supieras qué deshecha, qué consumida está por tu causa… ¡Pobre mujer!, las lágrimas no se secaban en sus ojos. Lloraba siempre. Yo iba a verla todos los días; me abrazaba, me besaba, me decía: “tú mitigas la añoranza de mi Murat, Sara, tú eres la novia de mi hijo”. Cuánto se alegrará ahora, cuando te vea, Murat.

Le pregunté a Sara qué cosas habían sucedido en nuestra casa durante mi ausencia. Me describió con horribles tonos las torturas que padeció mi madre en manos de los funcionarios locales, de los ferrash y de los sarvaz
[i]. Contó que venían todos los días y le preguntaban a mi madre dónde estaba yo, le decían que tenía que entregarme a ellos o pagarles determinadas sumas hasta que diesen conmigo. Y así continuamente cobraban “indemnizaciones”, “garantías” y se iban. Mi madre no tenía dinero para darles y liberarse. El padre de Sara venía, les pagaba y los despedía. Mis hermanas siempre se ocultaban en casa de Sara cuando ellos llegaban, mi madre no quería que las vieran los ferrash. Cuando Sara me contaba esto y otras cosas más se me partía el corazón. Si yo hubiera cometido un delito debían castigarme a mí. ¿Qué culpa tenía mi madre?, ¿qué culpa tenían mis hermanas, mis amigos? Pero así lo establecía la ley en nuestro país: los delitos del desaparecido, del muerto, debían pagarlos los que quedaban en casa.

Empezaba a amanecer, se oían los tañidos de la campana del templo. Ya era imposible seguir junto a Sara, su padre pronto bajaría de la azotea y se lavaría para ir a la iglesia. Sara no querría que su padre nos viera juntos. Es asombrosa la costumbre. Sara era mi novia, hacía varios años que mi madre me había comprometido en matrimonio con esa hermosa muchacha, pero nosotros no teníamos derecho a vernos, a hablarnos, hasta que el sacerdote nos dijera frente al altar que ella era mi mujer y yo su marido. Y en nuestro país se conservaba muy sagradamente esa regla.

Se oyó el segundo tañido de la campana. Todo Savra ya estaba de pie. Los ancianos y las ancianas iban a la iglesia a rezar y los jóvenes iban a trabajar a los campos de cultivo.

Nuestra casa estaba separada de la de Sara por una medianera baja. Muchas noches esa pared fue el testigo discreto de nuestros encuentros. Ella del lado de su patio y yo del lado del nuestro, pared de por medio, hablábamos durante horas enteras, hablábamos y no nos hartábamos. ¿Y ahora? Ahora huía de Sara como un delincuente indigno de su amor.

Sara no conocía aún los detalles del hecho ocurrido en el taller de mi maestro, aún no sabía por qué me buscaba la policía; sólo estaba enterada de que yo "vivía con ladrones". Hacía unos instantes me había preguntado acerca de eso y yo dejé su pregunta sin respuesta. La vergüenza me ahogaba, ¡qué cosa mala es el robo…! Sara dejará de amarme, pensaba, ella es una chica buena y no podría amar a un ladrón… Cuando me puse de pie y me disponía a despedirme, ella me preguntó:

–¿Vas a volver al lado de ellos?

–¿De quiénes?

–De aquellos ladrones.

–Si supieras, Sara, qué clase de personas son, jamás me reprocharías por haber pasado unos meses con ellos. Son unos muchachos tan entrañables que si los conocieras, también los querrías. No son malos chicos, Sara, y me duele que las circunstancias me hayan separado de ellos.

Ella pareció tranquilizarse.

–Creo en tus palabras –dijo–. ¿Pero adónde vas ahora?

–A ver a mi madre.

En ese momento se oyeron desde el patio los pasos del padre de Sara. Había bajado de la azotea y se preparaba para ir a la iglesia. Sara palideció, abandonó la habitación y saliéndole al paso, dijo:

–¿Sabes papá?, ha llegado Murat.

–¿Cuándo?, ¿dónde está?

–Llegó recién, está acá, en la habitación.

Yo oía la conversación de ellos. Sara había engañado al padre, la costumbre del país la obligó a mentir. No quiso que supiera que habíamos estado a solas unas horas. Tal impudicia era impropia de una muchacha pura como ella. El padre entró rápidamente, me abrazó, me besó y con palabras evangélicas expresó su alegría por encontrar al fin a la oveja descarriada. Sus palabras encerraban alegría y reproche a la vez. Yo era una oveja descarriada y el pastor me había encontrado. Pero quién me descarrió, sobre eso no dijo nada.

El padre de Sara era un hombre inteligente, me aconsejó que no fuera a nuestra casa porque podían llegar los ferrash y apresarme. Dijo que el alcalde de nuestro pueblo había recibido la orden de denunciarme si me veía, y que “ese canalla”, para congraciarse con sus superiores, con gusto cumpliría esa orden. Por otra parte, agregó que nuestra casa estaba vigilada por varios sarvaz para atraparme.

Por las palabras del padre de Sara entendí por qué las autoridades me buscaban con tanta tenacidad. Junto con mi maestro también habían sido detenidos todos sus aprendices y obreros. Sólo restaba yo, que estaba prófugo. En los asuntos penales la investigación de los jueces persas no se realiza con interrogatorios, con testigos y otras indagaciones, sino con torturas. Castigan antes de comprobarse el delito. Ponen los pies del detenido en el falajgá
[ii], lo azotan, lo someten a terribles torturas hasta que confiese. Mientras tanto, intensifican más y más las tomentos. Todo eso lo habían experimentado mi maestro y sus obreros, pero no pudieron arrancarles una confesión. Mi maestro había dicho solamente que el sello que llevaba la llave era, efectivamente, el de su taller, pero que ignoraba cómo y quién había hecho la llave. Lo mismo habían dicho los aprendices y los obreros. Quedaba yo, que estaba prófugo, y mi huída me había vuelto más sospechoso. Esa era la causa por la que me buscaban con tanto afán, pensando que conmigo se resolvía el problema.

Yo escuchaba y me tentaba a confesar la amarga verdad. Pero volví a contenerme y a callar hasta verme con el padrino Pedro. Faltaba un solo día, a la mañana siguiente iban a cortar la mano de mi maestro en la plaza. “No importa –pensaba–, si no llego a encontrar hoy al padrino Pedro, me presentaré ante el juez y le confesaré toda la historia”.

–Tú te quedarás aquí, en nuestra casa –dijo el padre de Sara–. Aquí hay lugares seguros para ocultarte, te esconderé hasta que pase el peligro.

–¿Entonces no veré a mi madre, a mis hermanas? –pregunté.

–No es necesario que para verlas vayas a su casa, puedes verlas aquí.

Y le dijo a Sara:

–Ve y llama aquí a la jenamí
[iii] Nazani. No digas que Murat ha venido, sólo dile que la llama tu padre. Quién sabe, es mujer, tiene el corazón sensible…; es posible que al oír el nombre del hijo levante la voz y llame la atención de los vecinos.

Sara corrió a nuestra casa.

Mi pluma es incapaz de describir la alegría con que mi madre vino a mi encuentro. La lengua humana no ha creado aún las palabras adecuadas que expresen los sentimientos, los dolores de una madre.

Mis hermanas, que recién se habían levantado, al enterarse de mi llegada también corrieron a verme. Sus caricias, sus regocijos eran angelicales como su corazón. “¿Ya no te irás más?, ¿te quedarás con nosotros?”, preguntaban sin cesar. Yo no sabía qué contestarles. Mi madre aprobó la idea de Sara de ocultarme en su casa, porque el kizir (ayudante del alcalde) del pueblo iba todos los días a la nuestra para buscarme.

Si bien todo eso me causaba una enorme alegría (ver de nuevo a mi madre, a mis hermanas, encontrarme con quienes desde niño me eran tan entrañables), al mismo tiempo me mortificaba una amarga, una desagradable sensación cuando me acordaba que era un delincuente, que me perseguían, que querían encarcelarme. Mi madre y mis amigos se esforzaban para que no me detuvieran, para que no me encarcelaran. ¿Pero acaso con ello se tranquilizaba mi conciencia?, ¿acaso podía olvidarme de lo que había hecho, de aquello por cuya causa castigaban a seres inocentes?

Mi madre le expresó su gratitud al padre de Sara, que se afanaba por proteger y defender a nuestra familia; si no fuera por él los sarvaz y los ferrash nos habrían sometido a vejámenes mayores. Y agregó que mi tío paterno se mantenía tan desapegado de nosotros que no quería saber en absoluto que la familia de su hermano sufría en manos de los bárbaros.

–¿Y el padrino Pedro? –pregunté.

–Que Dios lo gratifique –contestó mi madre con emoción–. Ese honorable hombre no tenía paz ni calma; venía varias veces al día a vernos, nos alentaba, nos consolaba diciendo: no teman, Dios es misericordioso, todo pasará. Decía que muchas veces Dios les depara el infortunio a sus criaturas para probarlas. Traía como ejemplo las vicisitudes padecidas por el bienaventurado Job y muchas otras cosas de la Biblia.

Repugnante”, dije por dentro y conteniendo mi exasperación, pregunté:


–¿Dónde está ahora?

–Hace varias semanas que no aparece –contestó mi madre–. Una vez vino a verme y dijo: Nazani, voy a ir a buscar a Murat; es un muchacho inexperto, temo que lo apresen. Tenemos que ocultarlo hasta que pase la ira de Dios. ¡Pobre hombre!, las lágrimas caían a raudales de sus ojos, parecía que lloraba por su propio hijo.

Esas mismas palabras me las había dicho mi madrina. Pero yo sabía muy bien con qué propósito me buscaba el padrino Pedro.

El padre de Sara fue a la iglesia, más que a rezar, a escuchar lo que la gente decía. Nuestros aldeanos, al salir del templo, solían reunirse en el atrio y hablar de diversos temas. Y me advirtió que permaneciera en la casa de ellos hasta su regreso. El amor maternal, la alegría de mis hermanas y la presencia de Sara aplacaron momentáneamente la ira con la que había entrado en esa casa. La calidez de sus gestos, sus mimos sinceros sosegaron mis sentimientos y me sumí en una inexplicable embriaguez, echando al olvido lo que había premeditado para la liberación de mi querido maestro.

Sara estaba alegre como una golondrina en primavera, incesantemente revoloteaba a mi alrededor afanándose por satisfacer hasta el más pequeño de mis deseos. Mis hermanas no se alejaban de mi lado, me hacían interminables preguntas y querían hablar, hablar conmigo continuamente. Mi madre, con mi diestra entre sus manos, me miraba admirada y a ratos suspiraba hondamente. ¡Pobre mujer!, cuántos dolores, cuántas penas se ocultaban en su corazón deshecho. Tras la pérdida de su amado esposo sólo en mí hallaba consuelo, yo era la columna de su casa, yo iba a mantener encendido el fuego del hogar paterno, todas sus esperanzas estaban cifradas en mí. ¿Y ahora? Ahora iban a desmoronarse esas esperanzas, se iban a hacer trizas todos los anhelos maternales. Su hijo era un delincuente a quien probablemente colgarían en la horca… Indudablemente a mi madre la abrumaban amargos presentimientos, por eso estaba tan triste. Pero ella ocultaba sus penas para no causarme dolor.

El padre de Sara volvió bastante tarde de la iglesia; nos contó muchas novedades y, entre otras cosas, dijo que algunos vieron en la ciudad vieja al padrino Pedro, quien regresaría a su casa al anochecer. Esta noticia me exaltó. “Al fin caerá en mis garras y entonces sabré qué hacer”, pensaba yo, y con impaciencia aguardaba a que anocheciera. Al caer la tarde mandamos varias veces gente a su casa y contestaban que aún no había vuelto. De nuevo empecé a inquietarme, de nuevo me dominaron amargos pensamientos, la desesperanza me oprimía, no sabía qué hacer.

El sol se puso y reinó la oscuridad. Era la última noche de la crisis. Si no salvaba esa noche a mi maestro, a la mañana siguiente ya no habría esperanzas. Esta idea me aterraba. Pasé la noche en un estado febril. No podía dormir ni estar despierto. Se había posesionado de mí esa especie de ira que a uno lo agita pero que, al mismo tiempo, no le permite moverse del sitio, como el mar que se encrespa y sin embargo está ahí. Yo tenía que volar, correr, acudir en el acto al lugar donde iban a castigar al inocente hombre. Pero parecía que una mano invisible me sujetaba, que la fuerza de mi voluntad, de mi carácter se había debilitado.

Caí enfermo. La cabeza me dolía terriblemente, todo mi cuerpo ardía como el fuego. Mi madre, mis hermanas y Sara no se alejaban de mi lecho. Yo oía sus palabras, las entendía, pero mis respuestas eran incoherentes, tan absurdas, tan confusas eran que mi madre creía, aterrada, que su querido hijo había enloquecido. Era la primera vez que soñaba despierto. Cuando cerraba mis ojos creía encontrarme en la ciudad vieja. Es de mañana. En las calles hay tensión y alboroto. La gente corre deprisa hacia la plaza de los condenados. Yo también corro con la multitud en la misma dirección. En la plaza no cabe ni un alfiler, está repleta de espectadores curiosos. Hasta las ramas de los árboles cercanos están cargadas de gentes que parecen menudos gorriones. “¿Qué pasa, qué espera esta multitud?” –pregunto yo. “Van a cortarle la mano a un delincuente”, es la respuesta.

Sobresaltado por esas palabras abría mis ojos y ya no veía nada, no aparecía nada. Sólo veía el afligido rostro de mi madre, sentada junto a mi lecho; veía los ojos llorosos de Sara, veía la lámpara de aceite que ardía con luz mortecina. Mis hermanas se habían dormido, toda la casa dormía, sólo dos almas se habían quedado despiertas: mi madre y la muchacha amada. Esto era realidad, y lo demás sueño.

Volví a cerrar los ojos pensando que la horrible visión ya había pasado. De nuevo el sueño: la misma plaza, la misma multitud, la misma gente colgada de los árboles. Pero la escena cambió en parte. En el centro de la plaza el verdugo, vestido de pies a cabeza de rojo, afila su cuchillo. Parado cerca de él está el infeliz condenado, pálido, consumido y semimuerto. La cárcel le ha despojado de todo signo de vida. Apenas pude reconocerlo. Era mi maestro, el bondadoso artesano que tanto me amaba, el hombre que se alegraba como un padre cuando notaba mi progreso en el oficio, el que prometía favorecerme con un taller propio. ¿Pero cómo retribuyó sus bondades el ingrato alumno? Con la traición. El castigo que iba a sufrir el inocente hombre era por mi causa. Yo lo había hundido en esa terrible desgracia… Me hallaba en ese desasosiego cuando el verdugo se acercó al condenado. La multitud profirió un sordo murmullo. De todas las bocas pareció escucharse la palabra “¡inocente”! Yo no pude soportar más. Gritando, clamando como un loco, desgarré la densa muchedumbre y en un vuelo aparecí junto al verdugo. “¡Corten mi mano –grité con voz tonante–, esta mano fue la que hizo la llave!”. Un profundo estupor reinó sobre el gentío.

Y con esa voz, desperté.

Ya había amanecido y los primeros rayos del sol penetraban en mi dormitorio. Mi madre estaba sentada junto a mi lecho y un poco más distante se hallaba parado un hombre. Mi madre se horrorizó al oír mis últimas palabras, pero el hombre la tranquilizó diciendo:

–El pobre muchacho tiene pesadillas.

Cuando miré el rostro del hombre vi que era nuestro padrino Pedro. Su presencia hizo que me recobrara de mis pesadillas. Ya me encontraba perfectamente despierto, pero volví a pronunciar las mismas palabras que había dicho en sueños:


–Sí, yo hice esa llave.

No sé qué dijo o qué le sugirió el padrino Pedro a mi madre, sólo vi que ella se retiró del dormitorio y el padrino Pedro y yo nos quedamos solos. Yo me sentía bastante bien, el dolor de cabeza había pasado y la fiebre había disminuido. Sólo experimentaba en mis miembros una especie de cansancio, de flojedad. Sin embargo me levanté del lecho y me vestí. El padrino Pedro me ayudó a lavarme. El agua helada refrescó mi cabeza y serenó mi mente enardecida.

A veces en el carácter humano se producen unos cambios psicológicos difíciles de explicar. Hay hombres a los que, por mucho que uno aborrezca, por mucho que uno esté predispuesto a recriminar, a ofender y hasta a matar, sin embargo al mirarles a la cara pareciera que por un efecto mágico la tensión se aflojara, el enojo se debilitara; y entonces uno cae en una absoluta insensibilidad. Ese efecto causó en mí el padrino Pedro.

Yo estaba irritado con él. Odiaba a ese abominable hombre hasta el punto querer de matarlo, pero no bien vi su venerable rostro, todo mi enojo, todas mis pasiones se hicieron trizas, se deshicieron ante la fuerza hechicera de ese misterioso hombre. No sé a qué atribuir ese cambio, si a la debilidad de mi carácter juvenil o a mi inestabilidad emocional. Pero tuve el suficiente valor como para exigirle que habláramos a solas.


–Yo también quiero hablar contigo, por eso alejé a tu madre –dijo con suavidad y se sentó a mi lado.

–Murat –continuó, sin dejar que yo hablara–. Quisiste conversar a solas conmigo y entendí tu pensamiento, por eso celebro tu inteligencia. Yo sé qué vas a decirme sin necesidad de escucharte. Dirás: padrino Pedro, la llave que hice para ti se empleó para perpetrar una mala acción; robaron valiosos efectos y, como culpables, detuvieron y castigaron a gente inocente. Dirás: padrino Pedro, la llave estaba en tu poder, entonces la sospecha y la responsabilidad caen sobre ti. Tú eres tan noble y de buen corazón que me exigirás que asuma sin falta la responsabilidad y libere a los inocentes de las crueldades del tribunal. Y si yo no te obedezco, serás tan implacable que no ocultarás el delito, te dirigirás a donde corresponde, me denunciarás y revelarás toda la historia de la llave. Creo que esto es lo que pensabas, ¿no es así?

–Es exactamente así.

–Aprecio tu sinceridad y me alegra tu honradez. Yo también, si estuviera en tu lugar, actuaría de la misma manera, yo tampoco permitiría que se ocultara el delito y se castigara a seres inocentes.

No pude contener mi exasperación.

–¿Entonces por qué permitió que se castigara al inocente? ¿Por qué esperó hasta hoy, por que ocultó el delito? ¿Acaso no fue por su culpa que vendieron en pública subasta el taller de mi desdichado maestro, sus bienes, sus propiedades y todo lo que tenía, dejando en el desamparo a su pobre familia? ¿Acaso no fue por su causa que vejaron y torturaron en la cárcel a mi maestro, y ahora, tal vez en este mismo momento, el verdugo le esté cortando la mano públicamente? Si usted tiene conciencia, si su corazón alberga el temor a Dios, si respeta la justicia ¿por qué dejó que se cometieran esas atrocidades? Y ahora, cuando ya es demasiado tarde y se consumó todo, viene a cantarme los salmos.

El padrino Pedro contestó, conservando su frialdad:

–Considero justo el enojo de tu corazón juvenil, ¡muy justo! Eso es un signo de que no te has corrompido. Pero escucha, Murat, escucha la dolorosa verdad.

Al pronunciar estas palabras su voz comenzó a temblar y en sus ojos aparecieron lágrimas.

–Aquella aciaga llave que hiciste para mí la conservaba conmigo como un recuerdo que el padre quiere tener de su hijo. Era el primer trabajo de tus manos y por ese motivo me era muy valioso. Pero, evidentemente, Dios quiso castigarme con algo muy caro a mi corazón. De pronto la llave desapareció ¿Quién la llevó? ¿Dónde se extravió? Hasta hoy pienso, pienso y no puedo explicármelo. A la semana de perderla se perpetró el delito que tú conoces. Desde ese día busqué por todas partes, hice toda clase de averiguaciones para desvelar el misterio. Pero todos mis esfuerzos fueron en vano. Ahora me encuentro en un mar de dudas, estoy terriblemente preocupado, no sé cómo expiar el delito que yo no cometí, sino que se cometió a causa de mi ingenuidad.

Sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas. Hablaba con un tono suave, persuasivo y sincero, parecía que de su boca sólo salía la verdad.

Y le creí.

A esa edad yo no era un muchacho necio, pero tampoco era tan perspicaz como para analizar cuidadosamente las palabras del padrino Pedro. No tenía la suficiente agudeza para preguntarle: bien, admitamos que perdiste la llave o que alguien la robó. ¿Pero cómo ese alguien pudo saber que poseías una llave semejante? Supongamos que no la robaron, sino que la perdiste. ¿Cómo pudo saber el que la encontró que esa llave correspondía a una desconocida caja de caudales que se hallaba en determinado castillo? No le formulé ninguna de esas preguntas y tampoco me interesé en saber qué llave era aquella que me entregó la primera vez, encargándome que hiciera una igual. Sin duda esa era la llave original de la caja de caudales. ¿Quién se la había dado, y con qué propósito me pidió que hiciera la segunda?, ¿por qué me había ordenado, con toda severidad, que no le hablara a nadie sobre la existencia de la llave que hice, que no se lo dijera ni aun a mi madre? Repito que no tuve la perspicacia de hacerle estas preguntas. Yo me había quedado petrificado, aturdido, sorprendido y en mi cerebro reinaba una especie de letargo.

Al advertir el efecto de sus palabras, el padrino Pedro no me dio tiempo para que yo pudiera ordenar mis ideas y decirle algo. Prosiguió:

–Ahora, querido hijo, sobre mi conciencia pesa una grave carga. No tengo paz ni duermo, día y noche cavilo y pienso que mi imprudencia provocó un hecho siniestro y que sumí a muchos en la desgracia. No sé cómo expiar ese pecado.

Yo reaccioné:

–Yendo ahora mismo donde el juez y diciéndole que no le corten la mano a un hombre inocente porque el culpable es usted.

–Haría eso de buen grado, pero ya no pueden cortar su mano.

–¿Por qué?

–Esta mañana, cuando fueron a sacarlo de la cárcel para llevarlo a la plaza de los condenados, encontraron las puertas forzadas y abiertas, algunos guardias muertos y el preso desaparecido.

Nunca en mi vida me alegré tanto. Enseguida recordé las palabras de Garó, que me había dicho: “a la primera noche tu maestro será liberado”. Mis compañeros cumplieron su promesa, no me habían engañado. Advirtiendo que el padrino Pedro no estaba enterado de quiénes o cómo habían liberado a mi maestro, yo no hice ningún comentario. Sólo dije:

–Bien. Aun cuando pudo salvar su mano huyendo de la cárcel, ¿usted no se considera culpable de las torturas, de los daños que sufrió al ser despojado de su casa, de sus bienes, de toda su fortuna? ¿Usted no tuvo nada que ver en todo eso?

–Sí, cómo no voy a considerarme culpable. Entiendo que fui el causante de esos perjuicios. Si no hubiera mandado hacer esa maldita llave… Pero sólo Dios sabe cuan inocente soy.

Con las últimas palabras extendió su mano y recogiendo la manga de la camisa dejó ver el brazo desnudo. Siempre que yo veía ese brazo me dominaba un estremecimiento sagrado y mi corazón latía con fuerza. En él estaba impreso el santo sello del monasterio de Jerusalen, que reproducía los lugares sagrados a los que están ligados los corazones de los cristianos. Y en la mano tenía tatuada una cruz, la insignia del amor y la fraternidad, el signo del voto de Jesucristo, quien ordenó llevarlo como un arma espiritual para luchar por la justicia y la verdad. ¿Acaso una mano semejante, que llevaba esa insignia del ejército cristiano, podía ser capaz de obrar mal? El padrino Pedro era mahdés
[iv]. Había visitado varias veces el monasterio de Jerusalen, tatuando sus brazos y sus manos con las sagradas imágenes.

Cuando le pregunté cómo iba a reparar el daño que le causó, si bien involuntariamente, al pobre hombre, respondió:

–Ya pensé y tomé una decisión acerca de eso. Escucha Murat, yo, como dicen en los cuentos, debo llevar en la mano un bastón de hierro, calzar sandalias de hierro y, por último, debo colgar de mi cuello una cadena de hierro y errar de país en país, de mundo en mundo, pordioseando y juntando dinero para resarcirle a tu maestro el daño que le he causado y tranquilizar así mi conciencia.

–¿Quiere decir que decidió irse al extranjero?

–Indefectiblemente.

–¿Y con ese propósito?

Quedé admirado de su virtud. Después de pensar un instante, él habló:

–Yo te he confesado mi culpa y dije cómo pienso expiarla. Ahora me dirijo a ti, Murat, tú eres un muchacho inteligente, me entiendes tanto como sólo puede entender un hombre noble y adulto. Confiesa, ¿tu conciencia, tu corazón no te dicen que en la desgracia de tu maestro eres tan culpable como yo? Quiero decir, al igual que yo tú también fuiste, sin quererlo, la causa de su desdicha. Al pedirte que me hicieras la malhadada llave, yo, por cierto, no sabía que abriría la puerta de tantos males, del mismo modo que tú cuando la hiciste. Entonces, ambos fuimos, inocentemente, los causantes de un mal. Ese mal es un delito y ahora recae sobre ambos. ¿No deberíamos expiarlo juntos?

–Sí, ¿pero qué puedo hacer yo?

–Lo que yo voy a hacer. Vendrás conmigo sin falta, deberás dejar este país. Escucha Murat, tu maestro, es cierto, se salvó de ser castigado, huyó de la cárcel, pero con eso no ha terminado todo; al contrario, su caso se agravó. Desde ahora las autoridades se pondrán a buscarle con mayor ahínco a él y a sus hombres, es decir, a ti. Si llegan a apresarte ya no tendrás salvación y te colgarán inevitablemente. Lo sé. Tu desdichada madre morirá de pena y el fuego del hogar de tu padre se extinguirá para siempre. Si quieres mantener tu vida a salvo, forzosamente tienes que marcharte de este país. Aquí no puedes ocultarte. Emigraremos los dos, pasaremos unos años en el extranjero, ganaremos dinero y luego regresaremos. Hasta entonces todo habrá cambiado, todo se habrá olvidado. Los fallos de los tribunales persas son temporarios, al cambiar los jueces también cambian las sentencias. No existen archivos judiciales ni otros registros. El juez actual no sabe las cosas que ocurrieron en días de su predecesor.

Al terminar sus palabras, el padrino Pedro me miró a los ojos, diciendo:

–Dime, ¿estás de acuerdo en venir conmigo?

–Estoy de acuerdo, pero no sé qué dirá mi madre.

–Tu madre también estará de acuerdo. Ella sabe que no puedes quedarte aquí, ocultándote siempre, viviendo siempre como un fugitivo. Ella no querrá esa vida para ti.

–Entonces hable usted con mi madre.

–Yo obtendré sin falta su conformidad.


[i] Soldado persa (N. del T.)
[ii] Instrumento de tortura. (N. del T.)
[iii] Jenamí: consuegro, pariente. (N. del T.)
[iv] Peregrino que visita los lugares santos de Jerusalén y se hace tatuar los brazos. (N. del T.)