El padre perdido

a caza de aquel día fue exitosa, maté un pequeño ciervo y algunas palomas silvestres. Pero no volví al lado del padrino Pedro, porque le había prometido a Nené que iba a pasar la noche en la cabaña del pescador. Mis compañeros no se preocuparían, creerían que me quedé en el bosque por no haber cazado nada. Por otra parte, en la organización yo pertenecía a la sección de los leñadores y de las carboneras, y la mayoría de ellos pasaba las noches al aire libre, en el bosque, cerca de las hogueras de carbón, sobre todo por ser verano y hacer bastante calor.

El sol recién había comenzado a ocultarse en el horizonte cuando regresé a la cabaña del pescador. En el camino pensaba en la alegría de Nené cuando viera mis presas. Estaba sentada a la puerta de la cabaña, esperándome. Al verme de lejos corrió a mi encuentro hasta el abeto. Este árbol era su límite. Vio el cervato que colgaba de mi hombro y las palomas que estaban en el zurrón.

–¡Ay, por qué lo mataste! –dijo con voz dolorida–, pobre cervato, tal vez tenga madre y ahora estará llorando…

–El ciervo no llora, Nené –le contesté para calmarla.

–¿Cómo que no llora?, ¿acaso no tiene también ojos? –dijo, y levantó la cabeza del cervato mirándole los ojos.

–Sus ojos están cerrados, ha muerto… –dijo horrorizada, y retrocedió–. Desde ahora no volverás a matar, ¿sí?

–¿Entonces qué cazaré?

–Mata lobos, que son tan malos como aquellos bandidos. Ay, me acordé de nuevo de esos malvados… y dijiste que los olvidara.

–Sí querida, olvídalos.

Entramos en la cabaña. La anciana recién había encendido la lámpara y el viejo había vuelto de pescar. Esa noche se encontraba de mejor ánimo, se había acostado en el lecho tejido con ramas y fumaba con satisfacción. Al parecer, su pesca también había sido exitosa. Al verme, alzó la cabeza y sin moverse de su sitio me saludó con afecto. Me senté cerca de él y a mi lado se sentó Nené, que volvió a hablar sin cesar y siempre haciendo nuevas y nuevas preguntas. El viejo, escuchándola, se sonreía, se alegraba. Y dijo:

–Si a Nené le atas la lengua habla con los ojos, si le tapas los ojos habla con las manos. Todo en ella habla.

–Esta clase de caracteres fogosos es imposible que permanezcan callados –dije.

Nené bajó la cabeza y, haciéndose la ofendida, dijo:

–Ya no hablaré más.

–Bien –dijo el viejo–, veamos si puedes aguantar sin hablar.

Permaneció callada unos instantes y luego se echó a reír.

–¡No puedo, no puedo! –exclamó y corrió al lado del viejo.

El anciano la abrazó y con su mano callosa le acarició los negros cabellos. La anciana estaba ocupada con la cena. Nené nos dejó y fue a ayudarla; estaba tan familiarizada con esa casa que parecía nacida y criada en ella. Sabía dónde estaba cada cosa y conocía todos los rincones de la vivienda.

En la callada soledad de los bosques, cerca del mar, la humilde cabaña del pescador, iluminada con la lámpara de aceite, ofrecía un hermoso cuadro. Si bien todo tenía en ella el sello de la pobreza, sin embargo en todas las cosas reinaban la complacencia y la paz. Esos bondadosos pescadores eran felices, felices porque no poseían nada, ni siquiera el ansia de poseer. ¿Qué mayor riqueza puede haber que el contento de vivir con lo que se tiene?

Estos pensamientos contrastaron con los horribles recuerdos de mi pasado y revivieron escenas patéticas. Durante cuántos y cuántos años estuve acumulando dinero con mi mano sangrienta para alegrar mi corazón insaciable. Yo me sentía siempre pobre, siempre desgraciado porque no me contentaba con lo que tenía.

Si bien el viejo, el patriarca de aquellos bosques, no tendría más de cincuenta años, su contextura de hierro había perdido fortaleza, estaba prematuramente envejecido. Se echaba de ver que había dado con muchas adversidades en su vida, que había padecido muchos sufrimientos, cuyas huellas aún subsistían en su apesadumbrado semblante. En medio de la soledad, lejos del mundo y viviendo cerca del mar, parecía querer volcar en sus olas las amarguras de su vida pasada. Pero lo que más me intrigaba era su pronunciación. Nosotros conversábamos en ruso. Yo hablaba tan bien ese idioma que nadie podía sospechar que no era ruso. Pero aún no sabía de qué nacionalidad era él, su dicción me parecía extraña. La misma duda en la que yo discurría, también la tenía el viejo con respecto a mí. Mi habla fluida no le convencía de que yo era ruso. Mi rostro, mis facciones, mis cabellos negros afirmaban lo contrario.

La cena estaba lista y nos reunimos en torno de la mesa. Nené se sentó a mi lado y la anciana junto al pescador. En mi alforja había quedado bastante arak. Le di al viejo y bebió. La cabeza fría se calentó y empezó a animarse más y más. Ese reservado anciano tenía un aire fabuloso. No hablaba en absoluto acerca de él y cuando la conversación recaía en su persona siempre procuraba eludirla o hablaba superficialmente, sin decir nada concreto. Pero en las arrugas de su semblante yo advertía un secreto que ocultaba con suma cautela.

Le di a beber el resto del arak.

Al principio la conversación giraba en torno de cosas corrientes. El viejo hablaba del mar, de las clases de peces, de cómo su vieja lo ayudaba secando y preparando los pescados que luego venderían en la ciudad. ¿Pero quién era esa anciana? ¿Acaso su mujer, su parienta? No decía nada al respecto.

Nené y la anciana dejaron pronto la mesa, nuestra conversación no las entretenía. La anciana se retiró a un rincón para dormitar, pues estaba muy cansada, y Nené se acercó a la luz de la lámpara para coser algo. Ese día la anciana le había regalado uno de sus buenos vestidos que ya no usaba y Nené lo adaptaba a su cuerpo. El pescador y yo quedamos a solas.

–¿Hace mucho que vive cerca de la costa? –le pregunté.

–Más de seis años.

–¿Y siempre se dedicó a la pesca?

–Sí.

–¿Y antes?

–No me preguntes eso…

Intervino Nené trayendo su costura para mostrármela.

–Fíjate, Murat, qué bien lo cosí. Aquí era muy amplio y lo angosté, aquí era largo y lo acorté, también voy a cambiar estos botones y quedará mejor.

Yo elogié su labor, ella se alegró y volvió junto a la lámpara. Pero mientras yo hablaba con Nené no había advertido la turbación del viejo al oír mi nombre, Murat.

–¡Murat...! –repitió con voz profunda y me dijo:

–No es nombre ruso.

–¿Y de qué nacionalidad es?

–Ese nombre lo llevan los armenios.

–Yo soy armenio.

–¿Acaso...? –dijo, y se quedó pensativo.

Yo no tenía ninguna necesidad de ocultarle mi nacionalidad al honrado anciano, lo hacía solamente cuando era preciso engañar a alguien. Y hubiera sido sumamente indigno que no actuara con sinceridad en esta cabaña. El pescador preguntó con más interés:

–¿De qué país eres?

–De Persia.

Su interés se avivó más.

–¿Dices la verdad? ¿De qué provincia?

–De Salmasd.

–¿De qué pueblo?

–De Savra.

Entonces fue presa de una especie de desasosiego, de aprensión, como el que domina a alguien que, por desconocimiento, recibe en su casa como invitado a quien considera en el comienzo una buena persona y luego descubre que es un malvado. Era evidente que el anciano tenía referencias de Persia o de la gente de Savra. Y preguntó:

–¿Cuál es el nombre de tu padre?

–Safar.

–¿Y el de tu madre?

–Nazaní.

–¿Quiénes son los padres de tu madre?

–Su padre se llamaba Parsegh y el nombre de la madre era Ieghisá.

El viejo palideció completamente.

–¿Cómo se llamaba tu abuelo?

–Aló, y por su nombre nuestra familia lleva el apellido Aloián.

–¡Hijo mío...! –exclamó el viejo y se desmayó en mi pecho.

Las últimas palabras las pronunció en armenio.

Yo estaba atónito, creía que eso era un sueño. ¿Acaso ese era mi padre? ¿Qué inesperado hecho era ese de encontrar en la cabaña de un pescador solitario, en un lejano y olvidado rincón del mundo, a quien desde hacía tiempo se lo daba por perdido o muerto?

Mi primer cuidado fue hacerlo volver en sí. El pobre permaneció durante media hora mudo en mis brazos. Tenía la lengua trabada, sólo abría los ojos, me miraba y a veces emitía sordos suspiros y volvía a desvanecerse.

La anciana, que en ese momento dormitaba en un rincón de la cabaña, se despertó y al ver al viejo así, lanzó un grito de horror y se puso a llorar. No menos se asustó Nené. Dejó su costura, corrió a mi lado e incesantemente me preguntaba: “¡Dios mío!, ¿qué sucedió?, ¿qué le pasó?” Las tranquilicé diciendo que no era nada grave, que se trataba de un simple desmayo y que pronto se le pasaría.

Yo aún tenía abrazada la cabeza cana de mi padre y mis lágrimas mojaban sus blancos cabellos. De pronto recobró el conocimiento y empujándome a un lado con terrible ira, gritó:

–¡Lejos de mí, desalmado... tú me engañas… los hurtacruces siempre engañan! ¿qué propósito diabólico te trajo a mi cabaña? No quiero ver tu cara asquerosa… ¡ya basta con lo que sufrí, basta con las maldades que padecí por ustedes...! Yo no lo creo, tú no eres mi hijo, mientes, me engañas… ¡Fuera de aquí!

El anciano se acercó de nuevo a mí, me agarró del cuello y trataba de echarme por la fuerza de su cabaña. En ese momento intervinieron Nené y la anciana y, abrazándolo, lo llevaron y lo sentaron en su sitio. El pescador bajó la cabeza, llevó las manos a sus ojos y sollozando habló para sí:

–Yo no conocí a mi Murat… lo dejé en el vientre de su madre… Después me alejé de la patria y no volví nunca más a ese país corrupto. Cuando nació mi Murat, la madre me escribió: “es parecido a ti, es tu mismo retrato, en el brazo derecho tiene un lunar, igual que tú…”

Al escuchar estas palabras me acerqué a él y, desnudando mi brazo derecho, le mostré:

–Fíjese, padre, mire el lunar sobre el cual le escribió mi madre.

Igual que el Isaac privado de la luz de sus ojos empezó a palpar mi brazo, sobre el cual había un lunar del tamaño de una pequeña moneda de plata.

–¡Murat, hijo... eres tú...! –exclamó y me abrazó.

Largamente me abrazó y no me soltaba de entre sus brazos, largamente las lágrimas que corrían de sus ojos mojaban mi cabeza. Después, de su corazón brotaron como sangre las siguientes palabras:

–¡Ay, cómo me engañaron...!

Quién lo había engañado, a quién se referían sus palabras, nada dijo al respecto. Tampoco quise preguntarle para no aumentar su dolor. Su corazón decrépito apenas podría soportar otro agobio. Los amargos y tristes recuerdos del pasado y la inesperada alegría del presente lo atormentaban por igual. Yo no quise remover aún más sus heridas y dejé que todo se aclarara después. Nené y la anciana nos miraban asombradas. Ellas no entendieron nada de nuestra conversación porque nosotros hablábamos en nuestra lengua materna. Ambas lloraban cuando veían nuestras lágrimas o se alegraban cuando advertían nuestra alegría.

La noche había avanzado bastante cuando la anciana, con mi ayuda, acostó al pescador en su lecho. Pero él no pudo dormir tranquilo. Pasó la noche delirando, siempre suspirando, exhalaba ayes de amargura. Y muchas veces le oía las mismas palabras: ¡Ay, cómo me engañaron! Yo estaba sentado junto a su lecho y lleno de congoja miraba el sufrimiento del desdichado padre. ¿Qué fatalismo habría en el destino de ese pobre hombre que lo conturbaba de esa manera? Quién sabe las cosas que estarían pasando por su cabeza, quién sabe qué peripecias atravesó en su vida para atormentarse tanto al recordar su pasado.

–Parece que usted le comunicó malas noticias –inquirió la anciana.

–Al contrario, eran noticias muy buenas.

–¿Por qué, entonces, se agitó de ese modo?

–No sé.

–Muchas veces le pasaba eso –dijo la anciana–. Durante días enteros no llevaba ni un pedazo de pan a la boca y tampoco iba a pescar. Se quedaba sentado a la puerta de la cabaña horas y horas contemplando el mar, mirando el ir y venir de los barcos y las barquillas, y pensaba. Qué pensaba, yo no lo sabía, nunca me abrió su corazón, pero muchas veces notaba lágrimas en sus ojos. Había días en que estaba alegre, hablaba, reía y hasta hacía bromas. Pero de pronto, como si por su mente pasara un espíritu maligno, recordaba algo y nuevamente la sombra de la tristeza cubría su rostro, empezaba a suspirar y a maldecir su suerte. Permanecimos despiertos durante toda la noche. Nené tampoco durmió. La pobre muchacha no sabía cómo disipar mi tristeza. Ignoraba el doloroso pasado del desdichado padre, así como del desdichado hijo. No sabía que éramos los seres más infelices del mundo, sin hogar, sin patria; que perseguidos por amargos designios errábamos de tierra en tierra, como una planta arrancada de raíz, seca, a la que la inclemencia del viento tempestuoso la lleva y la trae con furia.

Sí, Nené no sabía de qué manera consolarme. El hijo encontraba al padre perdido, olvidado, y en vez de alegrarse estaba triste, porque ese encuentro abriría ante él un horrible abismo de desgracias que hasta aquel día desconocía…

Nené sólo preguntó:

–¿Tú conocías de antes al anciano?

–Él es mi padre –respondí.