El Mudo

l Bandido me presentó a otro joven a quien llamaban Mudo. Su verdadero nombre nadie lo sabía. Tampoco sabían de qué nacionalidad era. Estaba siempre callado y pensativo, ni una sola vez lo habían oído hablar y por ese motivo sus compañeros lo llamaban Mudo. Este extraño y taciturno personaje hacía tiempo que había llamado mi atención. En él había algo misterioso que aun en su silencio saltaba a los ojos. Era bastante alto y de complexión delgada, su rostro pálido tenía el color de la hoja seca y sus ojos ardían como el fuego. A pesar de su cuerpo débil y enfermizo, trabajaba con demasiado entusiasmo y por eso los celadores, si bien lo vigilaban con particular atención, lo trataban con blandura.

Era de noche cuando tuve la primera ocasión de hablar con él. Las velas adheridas a las húmedas paredes apenas iluminaban el sombrío y frío encierro de los condenados. Sobre el piso desnudo aquí y allá se habían acostado desordenadamente los hombres, agotados por los trabajos forzados del día. El sueño era el único alivio de esos desdichados.

Sólo el Mudo estaba despierto. Se lo veía abstraído mientras sus inteligentes ojos miraban con compasión a los infelices que dormían. No muy lejos de él, yo estaba acostado en mi lecho de paja y miraba el apesadumbrado semblante, que llevaba huellas de un pasado desgraciado. Estaba callado como siempre. Y grande fue mi asombro cuando aquella noche de entre sus labios secos voló un sordo suspiro junto con estas dos palabras: “¡Dios mío!”. Hasta entonces no sabía de qué nacionalidad era y de pronto le oí pronunciar esas palabras en armenio. No pude reprimir mi efusión.

–¿Otro armenio más...? –exclamé con voz tan audible que atraje la atención del Mudo. Despegó la boca y me contestó así:

–¿Por qué se asombra? ¿En qué rincón del mundo no hay armenios? El viento lleva a todas partes a la planta desarraigada y seca.

Y volvió a callarse.

Hay personas que con sólo una palabra, una expresión se dan a conocer o puedes formarte una opinión sobre ellas. Aunque lo que dijo el Mudo no era muy claro, empero explicaba bastante bien su inescrutable carácter reservado. Me acerqué y me senté cerca de él.

–¿Entonces usted es armenio? –le pregunté.

–Sí.

Me emocioné tanto que extendiendo mis brazos, le rogué:

–Permita que lo abrace un compatriota.

–Creo que en nuestra situación están de más esta clase de delicadezas –dijo rehusando.

Sus palabras eran tan frías como su rostro, pero no sé por qué impresionaban tan gratamente a mi corazón. Yo trataba de seguir conversando con él, pero me resultaba difícil retomar el hilo.

–Usted no duerme esta noche –dije–, observo que casi todas las noches duerme poco.

–Es mi costumbre.

–Parece que algo lo hace sufrir.

–Nos enviaron aquí para que suframos.

–No me refiero a eso, creo que hay otra cosa.

–Le pido que no se meta en mi intimidad –dijo, y dio vuelta la cara.

Me arrepentí por hurgar en los secretos de un hombre todavía desconocido.

–Perdóneme por mi pregunta indiscreta.

Me contestó sonriendo.

–En este purgatorio de pecados está de más mi perdón.

No quise molestarlo más y diciendo buenas noches me alejé y volví a acostarme en mi lecho de paja. Mis ojos seguían mirándolo largamente y mi pensamiento aún lo merodeaba. Quién era, de qué país venía y por qué causa había sido condenado, eran preguntas que me intrigaban. Los condenados solían contar sus delitos desvergonzada y hasta jactanciosamente, pero el Mudo no.

Cuando a la mañana nos llevaron de nuevo a trabajar a las minas, en el camino le conté al Bandido mi conversación de anoche con el Mudo.

–Es un hombre muy interesante –me dijo–, yo te lo presentaré.

Llegamos a las minas, reptamos como topos en las oscuras cuevas y otra vez nuestras palas, picos y martillos comenzaron a actuar. En el socavón donde trabajaba nuestro grupo sucedió un hecho doloroso. De pronto un pedazo grande de roca, al desprenderse de la pared, rodó y cayó sobre uno de los prisioneros. Éramos cuatro los que allí estábamos: el Mudo, yo, otro penado y el cuarto, que gemía debajo de la roca. El Mudo se hallaba un poco lejos de nosotros y no advirtió el accidente, pero oyó el estruendo. Hasta que él acudiera, yo y mi otro compañero nos esforzábamos por empujar la roca y sacar al infeliz. Pero la despiadada roca se había asentado con todo el peso sobre sus pies y rodillas y no se movía del lugar. Entonces, y sin prestarnos atención, el Mudo tomó una gran barra de hierro, puso su extremo debajo de la piedra y la movió hasta que las piernas destrozadas del pobre condenado quedaron liberadas. Esa acción, fruto del ingenio más que de la fuerza, nos asombró. Y sin ninguna muestra de jactancia el Mudo permaneció callado y frío como la cueva que nos rodeaba. Ese episodio suscitó en mí un respeto único hacia aquel joven modesto y bueno.

Al atardecer, durante el regreso a nuestro alojamiento, traté varias veces de hablar con él, pero siempre recibía repuestas tan cortantes que era difícil mantener el diálogo. Así nos acercamos a la calle de las tiendas. De lejos advertimos que en un lugar se había agrupado gente y la muchedumbre corría hacia allí. Pensamos que habría sucedido algo extraño y apresuramos nuestra marcha. Al llegar vimos que se trataba de un hecho muy común: dos hombres se peleaban y el gentío se divertía viendo cómo se castigaban. Algunos querían separarlos. A uno, que parecía el más fuerte, lo agarraron, y el otro se zafó de sus garras y gritando “¡ayúdenme…, sálvenme…!” huyó y entró despavorido en nuestro grupo, buscando amparo. Nuestros guardias corrieron para alejarlo con las bayonetas. Pero él ya se había pegado a mi pecho y abrazándome fuerte simulaba asustarse de su rival. “¡Me va a matar, es un despiadado…!”, decía continuamente. Yo estaba tan confundido ante ese imprevisto hecho que no entendí en absoluto lo que me susurró al oído, sólo sentí que deslizó muy hábilmente su mano en mi bolsillo. Nuestros guardias lo alejaron, considerando que su actitud era comprensible por la fiereza de su rival. Por fin llegó la policía local, tranquilizó la situación, la multitud se dispersó y nuestro grupo siguió su marcha.

Para el gentío ese era un episodio callejero más, pero para el hurtacruz no era algo nuevo. Yo reconocí quién era aquel hombre, el propósito con que armó esa pelea y, finalmente, sabía por qué al entrar en nuestro grupo me eligió a mí para protegerse. Los hurtacruces suelen organizar a menudo esta clase de riñas callejeras. La multitud se reúne, la gente se mezcla y, aprovechando la confusión general, ellos le roban el reloj a éste o a aquél, o les vacían los bolsillos a los mismos apaciguadores. De la misma manera aquel hombre introdujo la mano en mi bolsillo, pero no robó nada, y tampoco había nada para robar; pero sentí que en él puso algo. Sin mirar, sabía qué podía ser. Aquel era el mismo mendigo que unas semanas atrás nos repartió las monedas que había reunido. Entonces me había entregado el misterioso papel oculto entre dos copec de cinco. Ahora, la misma persona, acercándose con un parecido recurso, puso en mi bolsillo otro papel. Desde luego, nadie se percató de su astucia, y estaba tan transformado que ni el Bandido lo reconoció.

Cuando nos alejamos llevé la mano a mi bolsillo y supe que mi sospecha no estaba errada: allí había un pedazo de papel. Sin leerlo ya conocía su contenido; no obstante, a la noche busqué un medio para verlo a escondidas. En él estaban escritas presurosamente las siguientes líneas:


Murat, dentro de una semana es la fiesta de Pascua. Tú sabes en qué estado se encuentra la gente en esos días. El arak facilitará nuestro propósito. Ya he arreglado todo con quien debía. Te dejarán libre. Me encontrarás en el pequeño bosque de los abetos, sobre la colina roja. Allí tendrás todo listo para tu fuga. Pedro”.