Historia del Bandido (4)

uiero que me cuentes por qué te llaman Bandido y por qué te condenaron –le pregunté la cuarta noche.

Y el prosiguió así su historia:

–Con los caballos alquilados por nuestro desconocido bienhechor pasamos a la región de Meghrí. Aquí eran tan pedregosos los caminos y tan terribles los declives montañosos, que era imposible andar a caballo. Tuvimos que cambiar nuestras cabalgaduras y alquilar mulas. Estos animales son muy apropiados para marchar en los pedregales y por terrenos escabrosos.

Al principio Sanam accedió con desgano a montar la mula. La hija del melik, acostumbrada a los gallardos corceles, parecía avergonzarse de montar animales inferiores. “¿Quién me conoce ya?” dijo, y me pidió que la ayudara a montar. Yo me asombré. Sanam, que sabía volar como un gorrión sobre los caballos, me pedía que la ayudara. Tras avanzar un trecho, dijo:

–Ultimamente me debilité mucho…

En su voz se percibía una honda tristeza, una amarga pena.
–Usted no ha comido nada esta mañana –le dije–, tal vez sea de hambre.

–No –contestó–. Muchas veces, durante la abstinencia de San Sarkis, he ayunado dos o tres días, no comía nada y nunca me debilitaba.

–Seguramente la afectó el río –observé.

–No. Aquel hombre me socorrió pronto, todavía no me había hundido cuando me salvó. ¡Ay, cómo quisiera saber quién era ese hombre! Evidentemente Dios está con nosotros. Él nos envió a ese hombre para ayudarnos.

Las últimas palabras la consolaban y fortalecían su fe.

A pesar de que las mulas avanzaban lentamente, aquel día recorrimos un largo trayecto. Marchando entre las montañas, muchas veces teníamos que pasar por lugares tan peligrosos que raramente afrontaban los cazadores más temerarios.

A veces, por las dificultades de las pendientes teníamos que apearnos de las mulas y avanzar trepando las rocas. Sanam estaba completamente extenuada, apenas podía mantenerse en pie. Varias veces me ofrecí para tomarle la mano, para ayudarla, pero siempre se negó. Todavía me rehuía, era tan orgullosa que aún me miraba como a uno de los sirvientes de la casa de su padre.

Ascendimos a las montañas con la caída del sol. El intenso calor de las faldas nos sofocaba, y aquí nos ateríamos.

Nos apeamos y nos sentamos para descansar un poco. Le ofrecí mi abrigo para que se cubriera y aceptó gustosa porque no había traído el suyo. Luego le di algo de comer, recobró las fuerzas y se reanimó bastante.

El crepúsculo poco a poco devoraba la luz. Las cumbres de las montañas estaban envueltas por una niebla de blanco nácar, que al mezclarse con el azul del cielo semejaba un inmenso océano violáceo en el cual las onduladas cumbres conformaban un admirable espectáculo. Evidentemente la muchacha era amante de la naturaleza y por eso la noté profundamente embelesada. Sus grandes ojos miraban extasiados la hermosura de la montaña. Yo estaba sentado a su lado. Me dijo:

–Mira aquel estrecho valle que apenas se ve a través de la niebla. Mira, allá aparecen las tiendas de los pastores y las ovejas que regresan de los pastizales. Vayamos junto a esos pastores y disfrutemos su hospitalidad.

El valle no estaba lejos y la oscuridad crecía. No podíamos continuar nuestro viaje porque tanto nosotros como nuestros animales estábamos extenuados; teníamos que pernoctar en algún albergue. Pero antes de pedir hospitalidad a los pastores necesitábamos saber qué clase de gente eran. Me acerqué con ese propósito a nuestro mulatero, que apacentaba más allá a sus animales.

Sus referencias eran favorables. Esos pastores habían venido de la región de Gharatagh, eran de nacionalidad armenia y tenían fama de valientes. Se habían instalado allí temporalmente para pasar el verano y apacentar sus animales. El mulatero me aconsejó ir con ellos, considerando que era mejor pasar la noche en sus tiendas que quedar al aire libre. Pero al mismo tiempo insinuó que esos pastores eran gente sospechosa, eran bandidos.

–Si quieres estar a salvo del ladrón, tienes que ir a su casa –le dije.

No quedaba otro remedio, pasar la noche a la intemperie podía ser perjudicial para la salud de la muchacha. Nosotros carecíamos de provisiones, las que teníamos estaban atadas a los caballos que perdimos al cruzar el río Yerasj.

Decidí ir junto a los pastores, principalmente porque ese era también el deseo de la muchacha.

La oscuridad era total cuando llegamos a su veranadero. Las ovejas estaban arrediladas un poco lejos del paraje y cerca de las tiendas se agrupaban los animales más grandes: caballos, vacas, bueyes. Aquí y allá ardían hogueras, alrededor de las cuales, sentados sobre el pasto, fumaban y charlaban los ancianos mientras las mujeres cocinaban algo para la cena. A la luz umbrosa de las hogueras las figuras de esos montañeses parecían más tétricas que en la oscuridad de la noche. Los jóvenes estaban ocupados con sus corceles, almohazaban, limpiaban sus cuerpos y los cubrían para que a la noche no tuvieran frío. En tanto, sus padres, a cielo abierto e hincados de rodillas, oraban en silencio la plegaria vespertina. Reinaba un silencio absoluto, oyéndose de vez en cuando voces sordas que a lo lejos buscaban algún animal perdido.

Los perros alzaron un enorme alboroto cuando nos acercamos a las tiendas. Los pastores se desconcertaron y de todos lados corrieron para ver qué clase de gente éramos. Nuestro mulatero, conocedor de sus costumbres, se adelantó y dijo que éramos viajeros y que buscábamos albergue para pernoctar. Se tranquilizaron y de todos lados empezaron a invitarnos a sus tiendas. Para no ofender a nadie, nos apeamos frente a la primera tienda que encontramos.

Daba la sensación de que aquí hacía tiempo nos esperaban, dos adolescentes corrieron afuera, se llevaron nuestras mulas y nos hicieron pasar. La tienda que nos tocó por azar pertenecía a una familia rica y bastante importante. El padre de familia era un anciano todavía activo y entusiasta. Nos recibió con afecto, expresó su complacencia y nos invitó a sentarnos a su lado. Nunca nos preguntó quiénes éramos, de donde veníamos o adónde íbamos. Bastaba que nos encontrásemos bajo su techo para ser considerados unos miembros más de su familia.

Esos montañeses, al conservar aún las sencillas costumbres patriarcales, habían permanecido libres de las falsas fórmulas corteses del mundo educado. Y cuando supieron que éramos armenios cristianos, intimaron aún más. Hablaban, reían con toda afabilidad y procuraban satisfacernos de cualquier manera para que no nos faltara nada.

Nuestro huésped prestaba una atención particular a nuestras armas, las tomaba una a una, las examinaba a la luz de la lámpara y para demostrar su erudición en la materia decía qué arma era, en qué taller o en qué fecha fue hecha. Las armas antiguas eran muy estimadas por ellos. Por las armas el anciano se formó una idea de nuestra situación o de nuestra condición social. La gente común no podía tener esa clase de armas valiosas. De ahí que aumentó aún más su respeto hacia nosotros.

La cena no tardó mucho. Los montañeses comen pronto y sus comidas no son muy abundantes. Yo pensaba en el descanso de la muchacha, que se encontraba sumamente fatigada. El anciano notó que durante la conversación ella dormitaba en su sitio, pero no podía comprender que otra persona menor que él necesitaba descansar, por cuanto él no mostraba signos de fatiga ni de sueño. Todos tenían derecho a dormir después que él se dormía, todos tenían derecho a comer después que él hubiera comido. En todo tenía que ser el primero, y los demás, seguirlo.

Y yo veía que durante la cena los hijos del anciano permanecían de pie, sirviendo, trayendo o llevando algo. Sólo uno de ellos, el hijo mayor, fue autorizado por el padre a sentarse a la mesa con nosotros. Las mujeres no se veían en absoluto, estaban encerradas en una parte especial de la tienda. Cuando levantaron la mesa, los hijos se retiraron para comer algo ellos también. Nosotros nos quedamos a solas con el anciano.

Los hijos eran cuatro. Todos parecían descendientes de titanes, con físicos sanos y fuertes. Todos estaban casados y tenían numerosos hijos, muchos de los cuales estaban igualmente casados. Aquí vivían varias generaciones unidas estrechamente entre sí, y a cuya cabeza permanecía el anciano abuelo con su grandeza patriarcal.