Exilio

l otoño llegaba a su fin. Día a día nuestro pueblo adquiriría un aspecto triste. Las huertas mustias perdían su encanto y la pálida faz de los campos desnudos presentaba una imagen enfermiza. Todo predisponía a la tristeza. Hasta los pájaros estaban callados y se daban prisa por abandonar ese país que ya no podía alegrarlos.

Mi corazón estaba lleno de idénticos sentimientos. El suelo patrio se había convertido en una cárcel para mí. Los objetos que me rodeaban me abrumaban, me oprimían, me ahogaban y no podía respirar. Yo había perdido mi libertad. Era un desdichado fugitivo y un delincuente impune. Por fuera me acosaban el terror y el miedo a la ley, y por dentro el remordimiento. Mi madre pudo entender pronto mi situación. Era una mujer inteligente y un día me habló con estas palabras:

–Murat, tú has deshonrado tu nombre en nuestro país, te has vuelto moneda falsa, ya no puedes circular aquí…


En sus palabras se mezclaban las penas del corazón materno y un amargo reproche que nunca había oído hasta entonces.

–Comprendo, mamá –contesté–. Sé que el dinero falso no sirve si está marcado, pero no sé qué hacer para liberarme de esta situación.

–Te irás al extranjero, Dios quiera que allá te conviertas en un hombre de bien… -Las lágrimas le impidieron continuar. Llevó el pañuelo a los ojos y comenzó a sollozar amargamente.

Al principio mi madre me consideraba completamente inocente, estaba convencida de que yo no estaba implicado en el caso de mi maestro y por ese motivo se consolaba pensando que su hijo, aunque perseguido y sospechado, era honesto. Pero desde el momento en que, durante mi pesadilla, pronuncié las palabras “yo hice esa llave”, me consideraba ladrón o cómplice de ladrones. Yo no tuve ocasión de explicarle la verdad de los hechos porque no quería hablar conmigo acerca de eso. Le hacían mucho mal las confesiones del hijo envilecido y culpable. Solamente con el padrino Pedro habló al respecto y yo ignoraba lo que éste le había dicho. Sólo por las últimas palabras de mi madre: “Te irás al extranjero, Dios quiera que te conviertas en un hombre de bien”, entendí que habían decidido alejarme de la patria. Yo pregunté:

–Hasta ahora no he salido nunca del país, ¿con quién me iré?

–Nuestro padrino Pedro se marcha, tú irás con él.

Yo me alegré. Pero esas palabras brotaron con sangre del corazón de mi madre. Aun hoy recuerdo cuán pálido y triste estaba su rostro en el momento de pronunciarlas. Pobre madre bondadosa, le era muy difícil separarse del hijo aun cuando estaba corrompido. ¿Pero yo estaba corrompido? Esta pregunta quedó flotando.

A mi madre la consolaba la idea de que ponía a su hijo en manos de un amigo experimentado y fiel, como el padrino Pedro, y tenía la esperanza de que en el extranjero, bajo la tutela de semejante hombre, me corregiría y me convertiría en un hombre de bien. Al menos me ponía a salvo de la ley y de la sentencia del tribunal, es decir, de la horca.


Ya unos días antes, juntamente con mi mentor habíamos decidido mi viaje al extranjero. Sólo nos faltaba la aprobación de mi madre, la que también se obtuvo. ¿Qué podía retenerme ya en el terruño? Pero me había olvidado de algo: el corazón de Sara. ¿Acaso podría separarme de ella? Este pensamiento empezó a torturarme. Desde que había regresado yo me escondía en su casa. La pobre niña trataba de consolarme por todos los medios; me abrazaba, me besaba, disimulaba su tristeza y procuraba mostrarse siempre alegre para que yo también me alegrara. Hasta el último día le oculté mi propósito de marchar al extranjero. Constantemente me imaginaba el gran dolor que iba a sentir su corazón al enterarse de pronto que nos separaríamos por mucho tiempo. Pero contrariamente a mi suposición, ella se avino a mi decisión.

La noche en cuya madrugada iba a partir entró en mi cuarto. En su apesadumbrado rostro se advertía la agitación de su corazón, pero luchaba por dominar su angustia. Por los preparativos comprendió que mi partida era inminente.

–Murat –fue su primera palabra–, te marchas del país y no me has dicho nada.

–¿Cómo lo sabes?

–Me lo contó Violeta.

Violeta era mi hermana mayor, seguramente se había enterado por mi madre y se lo comunicó a Sara. No le oculté nada, le expliqué que debía partir antes del amanecer. Esperaba que comenzara a llorar, a rogar, a suplicar que no me separara, que no me alejara de ella. Pero no sucedió nada de eso. Sara era una muchacha inteligente, más de lo que podía esperarse de una niña de su edad y su educación. Había venido a verme completamente predispuesta, con toda la firmeza de su corazón y con valor. Por sus hermosos ojos llenos de sangre noté que había llorado a escondidas, que había conseguido aliviar un tanto su corazón. Y en mi presencia procuraba mostrarse serena y consolarme, porque yo era más desdichado que ella.

–Seguramente te entristecerás mucho, Sara, porque me marcho –le dije.

–Al contrario, estoy contenta –contestó–. Yéndote al extranjero serás siempre mío, te conservarás para mí. Y aquí…

–¿Aquí qué?

–Aquí puedo perderte…

Ese temor justificaba la separación. Su novio era un delincuente, un fugitivo marcado por la justicia. Bastaba que fuese apresado para perderlo definitivamente. Pero en el extranjero estaba a salvo, allá no llegaba la mano de la ley, mi vida estaría segura y eso era suficiente para Sara. Solamente preguntó:

–¿Te ausentarás mucho tiempo, Murat?

–Dios sabe. Tal vez sí…

Mi respuesta no la acobardó y con honda emoción contestó:

–Yo te esperaré, no te olvidaré… Te esperaré siempre, aunque tardes diez años, veinte años en volver, igual te esperaré. ¿Y tú?

–Si llego a olvidarte, Sara, que Dios también se olvide de mí. Siempre he sido tuyo y seguiré siéndolo hasta que Dios me considere digno de volver a verte.

Ella me acercó su boca y nuestros labios se juntaron, largamente se besaron. Después puso sobre mi cabeza su arajchia
[i] estampado y me dio un bolso de seda bordado por sus manos, como solían hacer las novias cuando sus futuros maridos partían a tierras extrañas a probar fortuna, para que su trabajo fuese fructífero.

–No tengo otra cosa, Murat –me dijo dulcemente–. Te los dejo de recuerdo.

–¿Y yo qué puedo darte?

–Tu corazón, es suficiente.

–Todo él te pertenece.

Los gallos comenzaron a cantar. Ya había pasado la medianoche pero en la casa de Sara no dormía nadie. Mi madre y mis hermanas estaban allí y con el padre de Sara hacían los aprontes para mi viaje. Sabían que Sara se encontraba conmigo, pero contrariamente a la costumbre lugareña la leve condescendencia de ese padre y de esa madre nos permitían que, al menos en los últimos instantes de nuestra separación hablásemos, hablásemos largamente. Cuando los gallos cantaron por segunda vez, entró el padre de Sara.

–Hijo –me dijo–, es el momento de partir.

Sara no pudo contenerse más y llevando su pañuelo a los ojos salió de la habitación. En presencia del padre, las normas del decoro le impedían llorar por el hombre que amaba.

Yo quedé confundido, no sabía qué hacer.

–Es el momento de partir –repitió el padre de Sara.

–Así y todo es tarde –contestó–. Tienes que ponerte en marcha mientras todos duermen para que nadie te vea.

Me vestí rápidamente y fui a la habitación en la que me esperaban mi madre y mis hermanas. También vino el padre de Sara.

–Ay, me gustaría saber cómo será el día hoy –dijo mi madre.

–Será bueno –contestó el padre de Sara–. Le pregunté al cura y luego de consultar el calendario me dijo que era un día propicio para viajar, coser trajes nuevos, sanguificar las venas…

El pronóstico consoló a mi madre. Ella estuvo ocupada toda la semana con los preparativos de mi viaje y aguardaba el momento de mi partida. Los ferrash de la policía y los sarvaz no habían dejado nada en nuestra casa, robaron, se llevaron todo. Sólo había quedado una vaca, de la que dependía la subsistencia de nuestra familia. Mi madre mandó vender esa vaca y me compró un burro para que no viajara a pie, para que no me fatigara en el camino. ¡Madre querida!, ¡cuánto amor, cuánta piedad había todavía en su corazón hacia el hijo pródigo, hacia el hijo descarriado!

Se convino que yo debía salir del pueblo solo y reunirme con el padrino Pedro en un lugar señalado. Se dispuso así a fin de que los amigos o quienes iban a despedir al padrino Pedro no me vieran. Colocaron mi pequeña alforja sobre el burro y salimos por la puerta del patio. La oscuridad de la noche era total. En el cielo nublado no se veía una sola estrella. Silenciosamente, sin hacer el menor ruido marchamos por las calles desiertas tratando de no despertar a los vecinos. Mi madre, mis hermanas, Sara y su padre me acompañaron hasta que salimos del pueblo y nos alejamos bastante. Finalmente llegamos al lugar señalado en donde el padrino Pedro nos esperaba. Jamás olvidé las palabras que en el momento de la separación me dijo mi madre entre lágrimas:

–Murat, tu padre se marchó a tierras extrañas y desapareció. Ahora eres tú la única esperanza del hogar paterno, no olvides las miserias que hemos pasado, no olvides que tienes una madre desdichada y dos hermanas huérfanas. Nuestra esperanza está depositada en ti, Murat; procura no abandonarnos en la pobreza…

Después me entregó a mi mentor, diciendo:

–Te confío a mi hijo, padrino Pedro; él no tiene padre y tú siempre has cuidado de él con amor paternal. Corrígelo con tus buenos consejos para que se convierta en un hombre de bien, para que enaltezca su nombre…

El padrino Pedro prometió cuidarme, protegerme como a la luz de sus ojos y hacer de mí un hombre tal, que todos envidiaran a mi padre y a mi madre por tener un hijo tan inteligente y virtuoso.

Llegó el momento de la separación. Yo me acerqué y besé la diestra del padre de Sara. Y él, por su parte, me dio sus consejos y me dijo muchas cosas. Yo me olvidé de todas; sólo recuerdo que, poniendo la mano de su hija en la mía, dijo:

–No la olvides, Murat, su amor debe guiarte en el camino del progreso. Su amor debe impulsar, animar tu empeño, debe darte fuerza y energía para que superes con valor los obstáculos que encontrarás en tu camino.

Mi madre me besó una y otra vez. Mis hermanas empezaron a llorar al ver que lloraba mi madre; y yo no pude reprimir mis lágrimas. Besé a mis hermanas, besé a Sara… Nos despedimos. Todos se quedaron mirando largamente detrás de nosotros, pero pronto nos devoró la oscuridad de la noche…


[i] Gorro liviano de cuero (N. del T.).