Lealtad

enía yo diecisiete años cuando dejé mi terruño. Desde entonces transcurrieron siete años, que los pasé errando en el extranjero. Durante esos siete años me sentía como embriagado por una bebida mágica que día a día me aletargaba, me sumía en una inexplicable inconsciencia. Ni una vez traté de recapacitar, de pensar cuál era mi afición, qué propósitos me empujaban, a dónde me llevaba ese impulso febril, cuál era mi presente y cuál iba a ser mi futuro. Toda mi fuerza mental y espiritual tendía hacia el mal, hacia lo inmoral, lo dañino. Experimentaba un placer diabólico cuando consumaba una obra sangrienta. ¿Por qué había cambiado así?, ¿dónde quedó la pureza de mi alma?, ¿qué se hizo de la docilidad de mi carácter?

Yo actuaba, no con la cabeza, no conscientemente, sino con esa especie de instinto salvaje que es propio de las fieras. Engañar por engañar, robar por robar, matar para derramar sangre, acumular oro y plata sólo porque sí , tales eran mis insaciables deseos, tal mi instinto salvaje.

El malhechor es una especie de demente moral, y yo padecía esa enfermedad. Me había olvidado no sólo de mí, sino también de aquellos seres tan caros a mi corazón. Ni una vez me acordé de mi patria y del pueblo cuya sangre llevaba y del cual estaba cercenado. Ni una vez me acordé de mi madre, de mis hermanas, de Sara… Con cuántas promesas me había separado de ellas, con qué enormes expectativas se habían despedido de mí. Cuando crucé la frontera de Persia mi corazón era tierno aún, en él no se había extinguido el sentimiento filial. En aquel tiempo pensé en la situación de mi madre y le envié el dinero de la venta de mi burro. Pero cuánto dinero pasó por mis manos desde entonces y ni una vez siquiera pensé que tenía una madre viviendo en la pobreza y hermanas en la orfandad. ¡Qué cambio asombroso! Cómo se insensibiliza el corazón, cómo se atrofian los sentimientos del hombre en el destierro… Lejos de mis ojos, lejos de mi corazón, dice el proverbio armenio. Eso había sucedido conmigo.

Estas reflexiones se suscitaron en mí cuando de pronto recibí una carta de mi madre. En los siete años de mi peregrinaje por tierras extrañas, aquella era la primera carta que recibía de mi olvidado terruño. Me la entregó un hurtacruz que había llegado de Persia, y desde su data había transcurrido más de un año, lo cual, así y todo, la hacía una de las cartas más recientes que los emigrantes de nuestra clase suelen recibir de sus familias. Durante todo el tiempo la carta permaneció con el mensajero, que esperaba encontrarme algún día y entregármela. Esa carta parecía escrita con lágrimas. En ella se describían las penurias padecidas por mi madre y mis hermanas, las atrocidades cometidas por los ferrash y los sarvaz del gobierno, la desgraciada situación de mi familia y los tormentos sufridos a causa de mi emigración. La carta finalizaba con estas palabras: “Murat, ¿así pagan los hijos la leche con la que los nutrió la madre...? ¡Te olvidaste, de todo te olvidaste...! Te olvidaste de tu infeliz madre y de tus desdichadas hermanas… Te olvidaste de Sara, que aún hoy te sigue amando y a la que en un tiempo tú también amabas…”

¡Cuán ciertas eran esas palabras de mi madre! En el acto se descubrieron ante mis ojos todas mis ingratitudes. Una amarga, una increpante maldición parecía golpearme los oídos: “eres un mal hijo”. Mi corazón se llenó de dolor. Sólo me consoló el saber que los seres otrora amados por mí estaban con vida.

El mismo día le participé el contenido de la carta al padrino Pedro, quien quiso ver al hurtacruz que la había traído. Pero el mensajero ya había desaparecido. Los hurtacruces pertenecientes a distintos grupos jamás trabajan en la misma región. Aquél, inmediatamente después que nos vio, se alejó de nuestras inmediaciones. El padrino Pedro dispuso enviar una suma de dinero para mi familia y la de él. Evidentemente, él también recordó que tenía mujer, hijos y parientes en el desamparo.

Ahora nos encontrábamos en la ciudad que habíamos elegido como centro principal de nuestras actividades. Nosotros errábamos durante meses por diversos países y luego reuníamos aquí todo el dinero que caía en nuestras manos. Había en esta ciudad un bondadoso y honesto banquero, que era un viejo conocido del padrino Pedro. Todo nuestro dinero se lo entregábamos a él. El banquero nos conocía por nuestros verdaderos nombres; sabía de dónde veníamos y quiénes éramos, pero ignoraba nuestra verdadera actividad. Creía que éramos unos mercaderes dedicados a la venta de productos asiáticos. No sabía cómo reuníamos ese dinero.

La verdad es tan indispensable para el hombre que aun el malhechor debe tener un amigo con quien sincerarse. Si bien las relaciones del padrino Pedro con el banquero no eran así, sin embargo conservaba toda la rectitud propia de un amigo, de un hombre honrado. El banquero tenía una gran confianza en la fidelidad del padrino Pedro, principalmente porque lo consideraba un hombre ingenuo, bueno y sincero.

Siempre que aparecíamos en esa ciudad, el banquero nos invitaba a su casa. Su mujer, sus hijos, las criadas, los sirvientes, todos conocían al padrino Pedro; y él tenía para todos palabras agradables que los divertía, los hacía reír y los conquistaba. A todos les gustaba escuchar los relatos de sus viajes . Ese judío errante había estado en tantos países y podía contar cosas muy interesantes acerca de ellos. Aunque a veces fabulaba, siempre lo escuchaban con enorme interés. Por ejemplo, una vez contó que en la India había una isla en donde el oro brotaba del suelo como espárrago, crecía y echaba ramas.

–¡Eso sí que está bueno! –dijo asombrado el banquero–. Podríamos ir allí y cosechar oro.

–Si fuera fácil iría cualquiera –contestó el padrino Pedro, sonriendo.

–¿Qué impedimento hay?

–Muchos. La isla está embrujada. Muy raras veces las naves logran acercarse a sus costas. Apenas llegan una terrible tempestad las echa a pique en el océano. Se dio el caso de gente que, salvándose del naufragio, consiguió llegar a tierra. Pero esa gente ya no pudo regresar porque se transformó, todos se convirtieron en monos y tuvieron que quedarse allí.

–¿Entonces no hay ninguna posibilidad de llegar allí?

–Cómo no va a haber. Sólo hay que dar con el talismán de la isla embrujada. Miles de brahmanes investigan en los libros procurando hallar el talismán, pero todavía no llegaron a ningún resultado. Los ingleses ofrecían millones a quien encontrara la llave de la inaccesible isla embrujada.

Después contaba que en otra isla, también en la India, había hormigas tan gigantescas que la gente les ponía monturas, bridas y andaba en ellas como a caballo. Y el padrino Pedro narraba muy risueñamente un interesante viaje que había hecho montando una hormiga. Lo asombroso era que quienes lo escuchaban tenían tan pocas referencias acerca de los países lejanos, conocían tan poco el mundo, que creían en sus relatos.

Con tales o parecidas historias, el padrino Pedro entretenía a sus oyentes.


En sus cuentas, el padrino Pedro era sumamente honesto con el banquero. Muchas veces le pedía en préstamo sumas bastante grandes, como si fueran para un importante negocio. Pero yo sabía que el padrino Pedro no tenía necesidad de dinero y que tales negocios eran inexistentes. Conservaba el dinero tal cual lo recibía hasta que venciera el pagaré. Entonces lo llevaba, lo entregaba junto con el interés, pagaba la deuda y recibía el pagaré. Hacía eso para conservar su crédito.

Cierta vez necesitamos tomar prestado quince mil rublos. Trajimos el dinero a nuestro paradero, lo contamos y vimos que había mil rublos de más. En vez de quince mil, el banquero nos había dado por error dieciséis mil rublos. Al día siguiente el padrino Pedro llevó los mil rublos y se los entregó al banquero con quejas como estas:

–¿Qué es lo que ha hecho conmigo Arkady Fateich? –así se llamaba el banquero–. Si me hubiera muerto anoche ¿qué habría sido de mi alma?

El banquero quedó asombrado.

–¿Qué hay, qué pasa, Piotr Apramich? –preguntó turbado el banquero, rogándole al padrino Pedro que se sentara.

Piotr Apramich no dice nada y en silencio pone delante del banquero mil rublos.

–¿Qué dinero es este?

–El dinero que usted me dio de más –contesta el padrino Pedro, aún excitado.

–¡Es usted muy bueno, muy bueno, Piotr Apramich! –dice el banquero estrechando amistosamente su mano.

–¿Soy bueno porque no robé el dinero de otro? Eso no es bondad, Arkady Fateich.

A pesar de esa modestia, Arkady Fateich procura demostrar que Piotr Apramich es un buen hombre.

Siempre que tras largos peregrinajes visitábamos al banquero, su habitual pregunta era:


–¿Le fue bien en los negocios, Piotr Apramich?

–Andan mal las cosas, muy mal, Arkady Fateich.

–¿Por qué?

–Todo por nuestros pecados.

El banquero se ríe.

–Usted se ríe, Arkady Fateich, pero fíjese cuán mal andan las cosas que no se puede comerciar sin jurar, sin mentir… Pero eso es un pecado, Arkady Fateich, ¡un gran pecado...! Es como vender el alma.

–Pero, sin embargo hay ganancia.

–Qué ganancia…, semejante ganancia es la plata de Judas, que vendió a Nuestro Señor Jesucristo. Que el diablo se lleve semejante ganancia.

A pesar de expresar su descontento por los tiempos malos y por sus fracasos comerciales, el padrino Pedro volvía a depositar ante el banquero varios miles.

–Por lo visto esta vez el diablo no tocó su dinero, Piotr Apramich.

–Fue ganado con sudor, ¡con amargo sudor!, Arkady Fateich. Jesucristo protege el trabajo honrado –contesta el padrino Pedro y se santigua con devoción.

Algunas veces el banquero bromeaba con el padrino Pedro y se divertía con su ingenuidad. Pero a mí me asombraba la lealtad que tenía el padrino Pedro hacia el banquero. Ese hombre, para el cual no existía nada sagrado, procedía con él con absoluta rectitud. Yo creía que con astucia afilaba las uñas para hacer caer en nuestra trampa al banquero, cuya fortuna ascendía a millones.

Cierta vez le pregunté al padrino Pedro:

–¿Cuándo le leeremos el “responso” al banquero?

El me contestó:

–Si has de enturbiar todas las fuentes, por lo menos debes dejar una limpia, para que bebas tú.

Yo veía que también en este caso el padrino Pedro no se desviaba de su regla fundamental: “servirse de todo para beneficio propio”. El hurtacruz también necesita tener un amigo leal. Ustedes no conocen la situación del hurtacruz. Anda de un país a otro con diversos rostros, con diversos nombres, ninguno de los cuales es el verdadero. De pronto muere y con él muere también todo lo que posee porque sólo es conocido por su falso nombre, y hallar a los herederos de quien lleva ese falso nombre es imposible. Los bienes dejados por Guiragós no se los dan a los herederos de Margós, aunque el muerto fuese realmente Margós. Es necesario un centro donde el hurtacruz sea conocido por su verdadero nombre y reúna allí todo lo que posee para que, en caso de muerte, se lo hagan llegar a su familia. He allí el motivo de las relaciones del padrino Pedro con el banquero, a quien confiaba toado nuestro dinero. De ocurrirnos algo, el banquero sabía a quién pertenecía el dinero. A nosotros nos conocía por nuestros verdaderos nombres y en los recibos de nuestros depósitos se declaraban los mismos nombres. Esta astucia tenía también la ventaja de que, en caso de ser encarcelados, no podían embargar nuestros bienes.

Ahora comprendía la necesidad de aquellos diversos pasaportes que el padrino Pedro, al salir de Persia, llevaba consigo y siempre renovaba para que no caducaran.

Tras entregarle al banquero el dinero que habíamos traído esta última vez, regresamos hacia nuestro hospedaje. En el camino, al padrino Pedro le llamó la atención un extraño mendigo que, frente a una ventana y con voz lastimosa, pedía limosna. La señora que estaba sentada ante la ventana le arrojó unas monedas y cerró la ventana. El mendigo se puso a buscar dónde había caído la limosna.

–Fíjate Murat –me dijo el padrino Pedro–. A ver si adivinas quién es ese hombre.


Yo miré. El mendigo vestía un negro parachá despedazado con un ancho cinturón de color, en la cabeza llevaba un ordinario gorro raído de religioso y en la mano tenía un largo cayado con puño de hueso común.

–Es un hurtacruz –respondí.

–No –dijo el padrino Pedro–, es sacerdote y sacerdote armenio.

Yo no le creí. Me acerqué al mendigo y le pregunté quién era. La observación del padrino Pedro era cierta. Éste invitó al desdichado a nuestro hospedaje. La alegría del clérigo era infinita por haber dado con dos armenios en un lejano país. Lo convidamos con té y enseguida le dimos algo de comer. El pobre comió con tal apetito que se notaba que no lo hacía desde hacía varios días. Cuando recobró un poco las fuerzas, el padrino Pedro le preguntó cómo había llegado a esos lugares. De su relato supimos que era de Ispahán. Una parte de su población había fundado una pequeña colonia en las márgenes del mar Caspio. Los nuevos emigrantes, tras enormes dificultades, lograron obtener del gobierno persa la autorización para levantar una iglesia. Fundaron la iglesia, comenzaron a construirla pero no pudieron terminarla porque eran muy pobres y sus recursos eran insuficientes. La construcción quedó inconclusa. El sacerdote se enteró que pronto se iba a realizar la gran feria de la ciudad y acudió a ella con el propósito de reunir donaciones de los comerciantes armenios que asistieran.

–¿Tuvo éxito? –preguntó el padrino Pedro sin dejar que el sacerdote terminara su relato.

–Sí, tuve éxito. Que Dios bendiga a los devotos y generosos armenios; donaron tanto que no sólo se podía terminar la iglesia, sino que sobrara una suma bastante importante para adornarla.

–¿Entonces por qué lo encontramos a usted en este miserable estado?

–Cuando viajaba a Persia, en el camino me robaron y se llevaron todo lo que había juntado. Después de esa desgracia no quise regresar ante mi pueblo con las manos vacías y avergonzado. Me vi obligado a continuar mi viaje mendigando, con la esperanza de encontrar en algún lugar armenios devotos y acudir a su piedad.

–¿A dónde piensa ir ahora?

–A Moscú, dicen que allí también hay armenios.

No es fácil engañar a un hurtacruz, sobre todo a un hombre como el padrino Pedro. Si bien de manera imperceptible, pero con bastante rigurosidad, estudió al sacerdote formulándole diversas preguntas para verificar sus palabras. Yo no oí toda la conversación porque en ese momento el padrino Pedro me ordenó que encargara la cena. “Que el algodón sea espeso”, me dijo, lo que significaba que el arak fuese abundante.

Durante la cena el padrino Pedro tuvo ocasión de seguir estudiando al sacerdote, que de la alegría bebió más de lo conveniente. El padre pasó la noche con nosotros. A la mañana siguiente, después del té, el padrino Pedro le dijo:

–Padre, como estuve viviendo siete años enteros en el extranjero, me vi privado de la sagrada comunión de la iglesia armenia. Dios me envió a usted para expiar mis pecados y ser nuevamente digno del cuerpo y la sangre vivificantes de Jesucristo.

Conforme a la costumbre de los sacerdotes armenios, con motivo de su viaje el padre llevaba consigo un pequeño copón de plata en el que guardaba hostias de la sagrada Eucaristía. Sacó el copón, lo puso sobre la mesa y se dispuso a suministrar el sacramento. El padrino Pedro y yo nos arrodillamos ante él. La confesión del padrino Pedro se hizo públicamente, aunque yo no entendí nada porque era en krapar
[i]. Leyó todos los pésames del breviario armenio, que contenía la confesión de todos los pecados, todo lo que podía pensar y obrar un malhechor y ningún otro ser.

Por sugerencia del oficiante yo repetí algunas estrofas del mismo pésame. Cuando tras las correspondientes oraciones me acercó la hostia de la sagrada comunión, un tremendo estremecimiento recorrió mi cuerpo. El mismo efecto también noté en el rostro del padrino Pedro. Nos levantamos y ambos besamos la diestra del sacerdote, quien nos bendijo y nos concedió la absolución de los pecados.


Luego el padrino Pedro se fue al mercado con el padre y a mí me dio una tarjeta para llevársela a Arkady Fateich. Recibí del banquero diez mil rublos y regresé a nuestro albergue. Ellos no habían vuelto aún. Los aguardé hasta el almuerzo. Cuando aparecieron, apenas pude reconocer al sacerdote. Su vestimenta era totalmente nueva y había adquirido un aspecto acorde con su jerarquía.

Al entrar en la habitación el padrino Pedro echó una mirada al padre y, con una satisfacción especial, dijo:

–¿Ves, Murat?, ahora el padre luce dignamente. ¡Lo que era antes! A decir verdad, se me partió el corazón cuando vi al sacerdote de la iglesia armenia vestido con harapos y mendigando en la calle. Esa vergüenza, esa afrenta nos concierne a todos los armenios. ¿Qué opinarían de nosotros los extranjeros si supieran que es un sacerdote armenio?

Debemos decir que los hurtacruces tienen un particular celo y veneración hacia la iglesia armenia y sus clérigos. En los países que recorren ellos aparecen como representantes de todas las religiones (tanto cristiana como pagana), pero jamás como sacerdotes armenios, para no deshonrarlos.

Conociendo la costumbre del padrino Pedro yo había ordenado el desayuno. Después de comer y de beber, el padrino Pedro alzó la última copa y, chocándola con la del padre, dijo:

–Le deseo a usted un buen viaje, padre. Dios quiera que regrese con felicidad a su puesto y continúe trabajando en la construcción de la iglesia. En este mundo todo es transitorio y vano, solamente la iglesia y la santa fe permanecen eternamente. Luego se volvió hacia mí, preguntando:

–¿Lo trajiste?

Le entregué el paquete con los diez mil rublos que recibí del banquero. El se lo dio al sacerdote, diciendo:

–He aquí, padre, el dinero que usted necesita para terminar la construcción del sagrado templo. Yo soy un pecador, acepte esta suma especial como donación de mujer viuda.

El sacerdote recibió el paquete con enorme gratitud y con bendiciones. Y preguntó:

–¿Puedo saber el nombre de mi bienhechor?

–No hay ninguna necesidad de saberlo, padre; usted sólo rece por mi alma. Dios conoce a los hombres sin decirle sus nombres.

Frente a la puerta de nuestro albergue se detuvo un pequeño carro de viaje con un pasajero. El padrino Pedro, deseando que el huésped partiera ese mismo día, se encargó de conseguirle un compañero de viaje para que el regreso fuera seguro. Preparó personalmente la maleta del padre y ocultó en ella el dinero que le regaló. Luego me dijo que la llevara y la colocara en el equipaje del coche. Yo cumplí de buena gana el pedido, con el deseo de hacer también, por mi parte, un pequeño servicio al padre.

–Está todo listo –dijo el sacerdote–, benditos sean, pero me falta algo; cuando me asaltaron, junto con mis papeles se llevaron también mi pasaporte.

–Esa no es una gran pérdida –contestó el padrino Pedro riendo–. Yo le daré un pasaporte, e incluso un pasaporte de sacerdote, sólo que en adelante usted se llamará Anastasios.

–No es nombre de armenio –dijo el padre contrariado.

–Es igual, hasta cruzar la frontera puede ser el padre Anastasios, y en Persia ya no le pedirán el pasaporte.

El padrino Pedro y yo besamos de nuevo la diestra del padre y lo acompañamos hasta el carro, en donde lo ayudamos a subir y a sentarse. El sacerdote se alejó, deseándole muchas felicidades a su desconocido bienhechor.

Aquel día el padrino Pedro me parecía un ángel. Jamás podía imaginar que esa fiera fuera capaz de un sentimiento piadoso de tal magnitud. El ladrón, el bandido, el terrible embaucador había regalado una enorme suma de dinero para la construcción de una iglesia. ¿Qué extraña ofrenda era esa? ¿Cómo podían conciliar en el mismo hombre la luz y la sombra, la bondad y la maldad, la virtud y el crimen? Sería distinto si aquella ofrenda fuese para algún propósito pérfido y taimado. Pero lo que me asombraba era la absoluta sinceridad que había en su conducta. Yo había estudiado bastante al padrino Pedro y muy raras veces me equivocaba respecto a él. Repito que su proceder era completamente sincero, había brotado del fondo de su corazón. Con sincera devoción quiso contribuir a la construcción de un templo en un oscuro rincón del Asia, entre los mahometanos.

Aquel día estaba alegre, con una disposición más serena, disfrutando de su buena obra. Aquel día había terminado la penitencia como cristiano, sentía limpia su conciencia, se sentía aliviado del peso de sus pecados.

Y un misterioso estremecimiento se apoderaba de mi cuerpo cuando recordaba con qué pasividad espiritual, con qué devoción y fervor recibió ese criminal la sagrada comunión, arrodillado ante el altar del ministro de Dios. Pensaba y me alegraba de que ese hombre hubiera desandado el mal camino y que ya no continuara obrando como hasta entonces. Pero me equivocaba.

El sentimiento religioso siempre se mantuvo encendido en el padrino Pedro. Siempre se mantuvo fiel a los preceptos de la iglesia. Ya cuando se hallaba en Persia, en nuestro pueblo era considerado como uno de los hombres más devotos. Todos los días a la mañana y a la tarde iba a la iglesia, hacía abstinencia y comulgaba varias veces al año. En el extranjero mantuvo los mismos hábitos, jamás cambió. Yo había visto muchas veces, aun después de los delitos más horribles, cómo en un rincón de nuestro albergue rezaba a solas con lágrimas en los ojos. Nunca omitía sus oraciones matutina y vespertina. Muchas veces, cuando nos preparábamos para alguna operación o, como él solía decir, para trabajar, veía que tardaba. Cuando lo apremiaba, contestaba: “aguarda un poco, todavía no terminé de rezar”.

Eso no era fariseísmo, era la firmeza de su fe. Estaba convencido de que toda acción, buena o mala, había que iniciarla orando y pidiendo la ayuda de Dios. Guardaba ayuno y cumplía con todas las festividades de la iglesia armenia. En su cartapacio, junto con los pasaportes falsos, había un pequeño calendario armenio y muchas veces lo consultaba para no equivocarse y saber cuándo debía ayunar, cuándo podía comer y cuándo celebrar tal o cual festividad.

En sus concepciones espirituales el padrino Pedro era sumamente ingenuo y en sus convicciones religiosas fanático en sumo grado. Creía que fuera de la grey lusavorchagán ninguno de los demás cristianos gozaría del reino de Dios. Y por ese motivo era extremadamente celoso con la iglesia armenia.

¿Pero cómo se podía ser al mismo tiempo un hurtacruz y un buen cristiano? En opinión del padrino Pedro era posible. La iglesia es indulgente, la iglesia está precisamente para eso, para absolver a los pecadores. Si pecas setenta y siete veces en el día, ella te perdona otras tantas veces. Confiésate, arrepiéntete, recibe la comunión y ya has purgado. Esa es la creencia que tienen los hurtacruces con respecto a la iglesia. Para ellos lo uno no obsta lo otro. Se puede guardar ayuno, rezar y pedir la intercesión de los santos y, al mismo tiempo, en nombre de los mismos santos jurar en falso, engañar, robar. El hurtacruz es ritualista. La parte espiritual, moral de la religión le es inaccesible. Cumple los preceptos de la iglesia como una ceremonia, y el engaño como un trabajo.


El padrino Pedro y sus pares están dispuestos a construir iglesias y, al mismo tiempo, a destruir las casas de centenares de familias, abandonándolas en la más absoluta penuria. Aprenden a jurar con un labio y a blasfemar, a mentir con el otro. Están dispuestos a dar limosna con una mano y con la otra a arrebatarle la última moneda al pobre. Esta extraña contradicción se conciliaba en el padrino Pedro con absoluta naturalidad. Y su corazón estaba siempre en paz y su conciencia siempre tranquila, porque cada vez que pecaba tenía un refugio: la iglesia, y un mediador para reconciliarlo con el cielo: el sacerdote.

Él tenía esta idea sobre la religión y la iglesia. Era un cristiano paradójico, por eso dudar de la sinceridad de su fe sería un error.


[i] Antigua lengua literaria armenia (N. del T.).