El hospital

abía pasado más de un mes desde el día en que conocí al Mudo. Debo considerar ese período como la parte más hermosa y afortunada de mi vida. Yo aprendí muchas cosas de él y bajo su influencia me convertí en otro hombre.

Si bien progresaba moral e intelectualmente, día a día mis fuerzas físicas se debilitaban. El trabajo forzado en las minas me había consumido. Y me llevaron al hospital. El hospital es, para el desterrado, una puerta que abre el camino hacia el cementerio. Y yo me hubiera alegrado si me tocaba ir por ese camino. Estaba cansado de la vida. La vida se vuelve insoportable cuando uno conoce su sentido y no puede cumplir lo que desea. Hasta entonces yo era ignorante, no entendía nada y por eso estaba tranquilo. Pero al aprender muchas cosas empecé a sufrir más.

El hospital es el albergue más querido del condenado. Aquí está más tranquilo, al menos lo tratan como a gente. Aquí no lo azotan, a menos que lo haga el irritado feltsher
[i] por no cumplir tal o cual orden o por no tomar a su debido tiempo el remedio. No obstante, repito, el hospital es el lugar de descanso del condenado y ese es el motivo por el cual desea que se prolongue su enfermedad y se consideraría afortunado si su lecho de enfermo se convierte en su tumba.

Pero para el condenado no es fácil morir. La ley tiene hermosos principios humanitarios. Hasta al infeliz condenado a la horca, si se llega a enfermar el día señalado para el castigo, le postergan su ejecución, lo sanan y luego lo cuelgan. El desterrado también tiene un determinado plazo para recogerse, hacer penitencia y expiar sus pecados en los trabajos forzados. Debe cumplir ese período. Y si se le ocurre enfermarse, tratan de sanarlo para que cumpla su penitencia.

Cuánto tiempo estuve en el hospital, cuál era mi enfermedad, no lo recuerdo; sólo tengo presente que me habían aislado de los otros y que me encontraba en la sección de los enfermos de tifus. Cuando abrí por primera vez los ojos y recobré un poco el conocimiento, encontré parado a mi lado a un anciano enfermero que murmuraba para sí:

–La señora es tal como el marido, y la criada es tal como la señora. Dios es testigo, son gente buena, gente así no he visto hasta ahora en nuestro hospital.

Yo no me interesé ni pude entender a quienes se refería con esas palabras, y el anciano seguía murmurando:

–Qué buena muchacha que es, con cuánta solicitud cuida de los enfermos, los trata como si fueran sus hermanos o sus tíos.

–¿Qué muchacha? –pregunté maquinalmente.

–La muchacha que recién estaba aquí, ¿no la viste? –preguntó asombrado–. Desde que caíste en cama te ponía en la frente paño mojado y hielo. ¿Cómo no la viste?

En ese momento pasó lentamente por el corredor una muchacha y desapareció en la oscuridad.

–Es aquella muchacha –dijo el anciano–. Algunos dicen que es la criada de nuestro nuevo doctor y otros dicen que es parienta de su mujer. Sea quien sea, es una buena muchacha. ¿Y el médico? Un perfecto ángel, es pecado llamarlo hombre. Entra en el hospital, se sienta al lado de cada enfermo, le habla, le pregunta, le hace bromas, lo alienta y consuela. Luego se levanta, observa todas las cosas, entra en la cocina y va también donde nosotros entramos con repugnancia. En cuanto a la mujer, es toda un alma, no pasa un día sin que no les traiga a los enfermos té, azúcar, pan blanco y dulces. Revisa sus colchones, las ropas blancas. ¡Y pobre del enfermero si encuentra alguna pequeña suciedad! Pero los médicos de antes y sus mujeres, ¡Dios mío!, no eran así, y muy raras veces pisaban el hospital. Sucedía que ibas a ver al doctor y le decías: “doctor, el pobre está por morir”, y te contestaba groseramente que no tenía tiempo, o te decía riendo: “que descanse en paz”.

La maledicencia del viejo enfermero no tenía fin. Yo me cansé de oírlo, aunque sus palabras no carecían de sentimientos cálidos y buenos. Los enfermeros son los que consuelan a los enfermos, ellos los salvan del hambre y de la sed, ellos les cierran los ojos en los últimos instantes, cuando la muerte se los lleva.

Había pasado una semana de la mencionada conversación. Mi salud iba mejorando día a día, mis ojos ya veían con más claridad, aunque todavía me sentía débil. Un día entró a verme la misma muchacha con el viejo enfermero. Llegó, tomó mi historia clínica, la leyó con atención para ver si mi estado había experimentado algún cambio. Hacía varios días que no me visitaba. Yo la miraba, examinaba su talla, el rostro, los ojos, la voz y encontraba un asombroso parecido… Como si se percatara de ello, se dio vuelta y se puso a hablar con el enfermero. Aun cuando mi vista estaba turbia, igualmente advertí en su cara una pequeña mancha que conocía muy bien. Era un lunar, exactamente en el lugar en el que las dos cejas se unían. Se trataba de un singular milagro de la naturaleza que raras veces se encuentra en el rostro de la mujer. Era el punto en el cual se concentraba toda su belleza. Sólo Nené tenía ese rico don del Creador.

Ella se volvió de nuevo hacia mí, me observó y luego de darle unas instrucciones al enfermero se disponía a retirarse. ¡Sí, era ella, mi querida Nené! Un sordo quejido se escapó de mi consumido pecho, me abalancé como enloquecido y traté de abrazarla. El viejo enfermero me agarró. Ella se alejó, diciendo:

–Este paciente no está en su sano juicio.

Caí en un profundo estupor. ¿Qué era eso? ¿Un sueño, un delirio o una alucinación? ¿Qué era? Era el hermoso rostro de Nené, sus ojos ardientes, su figura delicada, alta, su voz con sonoridades de plata. ¿Pero acaso la fogosa, la ingenua, la temeraria Nené podía mantenerse tan cauta e impasible? ¿De dónde apareció? De ser ella no podría contenerse, se echaría a mis brazos y me diría: “¡Al fin te encontré, me quedaré aquí, no me separaré de tu lado!”. Ella se comportaba así. Así se comportó cuando me visitó en la cárcel. Así procedió también el día en que me conducían al lejano destierro. Ella no quería separarse de mí, la separaron por la fuerza.

He ahí las cavilaciones en las que me sumí después que pasó la hermosa visión.

¿Pero acaso en tantos años no pudo haber cambiado Nené? Habían pasado bastantes años desde el día en que nos separamos. ¿Acaso aquel carácter, si bien semisalvaje pero vivaz y lleno de ricas cualidades, no pudo morigerarse, ennoblecerse y adquirir una buena educación al influjo de un alma virtuosa? También yo era un feroz criminal, ¿pero cómo cambié? El Mudo hizo de mí un hombre completamente distinto. ¿Acaso no pudo suceder lo mismo con Nené? Según el viejo enfermero ella se encontraba en la familia del doctor. Tal vez esa familia haya influido en ella, tal vez haya venido con ellos; si no, ¿quién la traería a Siberia?

La última suposición me pareció más plausible. Pero yo no había visto aún a ese doctor y tampoco a su mujer, aunque me visitó muchas veces. En esos momentos yo había perdido el conocimiento.

El oficio de hurtacruz me había otorgado una perspicacia especial, esto es, captar pronto la más sutil insinuación y adaptarla enseguida a las circunstancias. Recordé las palabras que ella dijo al marcharse: “este paciente no está en su sano juicio”. Con esas palabras quiso disimular que la reconocí, que entre ella y yo había una antigua relación. Con esas palabras quiso disimular la intensa emoción de mi alma, considerándola una manifestación de mi insania.

Yo no dudaba que volvería a visitarme y durante varios días la aguardé impaciente. Una vez escuché de la antesala la siguiente conversación:

–¿En qué estado se encuentra ahora el loco?

–Bastante tranquilo.

–Pobre muchacho, es tan joven aún...

–Y un hombre honrado.

–¿No hay temor de acercarse a él?

–La precaución no es mala.

–Entonces átelo.

El viejo enfermero entró y me amarró. Al cabo de unos instantes también entró la misma muchacha. Era Nené, realmente Nené.

Ahora yo estaba en mi perfecto papel, no como falso loco; ahora realmente me embargó una especie de locura. Me olvidé de las prevenciones y de todo y sólo veía ante mí a la muchacha amada, a la que le había entregado los sentimientos más cálidos de mi corazón. La veía y me enfurecía porque no podía abrazarla, no podía decirle: “¡al fin nos encontramos, vivamos juntos y disfrutemos de la vida!…” Si no hubiera perdido mi fuerza de antes, sin duda rompía las amarras con las que habían atado mis manos y mis pies y la habría estrechado contra mi pecho, diciéndole: “¡ya no nos separemos más!”. Me arrojaba a un lado y a otro, le pedía a Nené que al menos se acercara a mí. Ella se retiró hacia la puerta, diciendo:

–El estado del pobre no cambió en absoluto.

–Sólo se pone así al verla a usted –observó el viejo enfermero.

–Es verdad –dijo la joven sin inmutarse–, los locos tienen diferentes desvaríos. Al parecer el pobre encuentra en mí una semejanza con alguna mujer.

–Es cierto, los locos tienen varias clases de desvaríos –coincidió el viejo enfermero–. Tenemos uno que siempre que me ve se abalanza sobre mí para despedazarme. Cuando los demás enfermeros entran a verlo está tranquilo. Siempre le recuerdo a un compañero que lo delató y me identifica con él.

La joven se inclinó y con voz baja dijo al oído del anciano:

–Fíjese, si ahora me cubro el rostro y me acerco a él, ya no hará nada.

Yo, en efecto, estaba tranquilo ya, entendía su intención y sabía que con mi actitud imprudente la delataba. Bajó el velo de la cara y se acercó despacio a la pequeña mesita de luz que estaba junto a mi cabecera. Sobre ella había un plato con agua y un pedazo de pan. Levantó el plato, lo olfateó y, volviéndose al viejo enfermero, dijo:

–Esta agua no está fresca, hay que cambiarla.

–La cambiaré, señorita –contestó el anciano.

–Cámbiela ahora.

El viejo tomó el plato y se alejó.

Ella acercó sus labios a mi oído y me dijo quedamente:

–Lee este billete y espérame…

Y puso un pedazo de papel debajo de mi almohada. Desde el corredor llegaron los pesados pasos del viejo enfermero. Nené se alejó de mi lado y se acercó a la puerta. El viejo trajo el agua y puso el plato en su lugar.

Ella volvió a mirarme y se retiró. ¡Ay, cuán conmovedoras palabras había en esa muda mirada...! De afuera se oyó su orden al enfermero:

–Ahora puede soltarlo, sólo cierre la puerta con llave.

El viejo entró, desató mis manos y mis pies y se marchó, cerrando la puerta con llave. Tomé enseguida el billete de debajo de mi almohada y empecé a leer. Su contenido era sumamente breve, sólo dos líneas, pero esas dos líneas encerraban para mí una dicha infinita. “Murat, espérame el domingo por la noche, a las dos iré a verte”.

Leí cien veces esas dos líneas, cien veces las estreché a mis labios y no me cansaba. Con ese papel inanimado ansiaba mitigar mi nostalgia. Lo habían escrito sus dedos, su corazón estaba puesto en él. ¿Pero quién le enseñó a escribir?

El lugar en que me hallaba aislado estaba separado de los demás sectores del hospital, ahí sólo permanecían los locos y los pacientes con enfermedades contagiosas.

Nené no apareció más. Faltaban aún cuatro días hasta el domingo. Esos cuatro días me parecían más largos que cuatro años. Pero el desterrado aprende a esperar. Y yo esperaba con gran ansiedad.

Tampoco aparecía el doctor, al parecer me consideraba completamente restablecido. Sólo entraba a veces el viejo enfermero y me entretenía con sus maledicencias. Ese bondadoso anciano había servido tantos años en el hospital que ya era medio médico. Se burlaba de las necedades de los jefes, se burlaba de la ignorancia del farmacéutico, de cómo mezclaba los remedios y en lugar de la quinina común entregaba veneno. Narraba hechos que se habían producido como consecuencia de la mezcla de medicamentos o por desconocimiento de su medida y peso. Se alegraba de que el nuevo doctor se hubiera propuesto cambiar a todos esos inútiles y que tuviera la intención de introducir nuevas reglas en el hospital. Admiraba al nuevo doctor y siempre repetía las mismas palabras acerca de su mujer y de la joven muchacha.

Finalmente llegó el domingo. Yo pensaba con inquietud cómo debía pasar ese día, cómo debía esperar hasta las dos de la noche. Y fue tan difícil como creía. El Mudo había pedido permiso para visitarme y se quedó durante horas conmigo. Sus filosofías no me interesaban mucho, pero su presencia me consoló bastante.

Mientras me encontraba en compañía del Mudo entró el doctor. Lo reconocí, aunque ahora llevaba una pequeña barba. Es asombroso cómo se dan los hechos en la vida. Yo me había encontrado con ese joven varias veces en mi vida. Cuando me arrestaron y me llevaron ante el fiscal para indagarme, ese joven, como médico civil, estaba presente. Cuando en el tribunal examinaban mi causa y yo contaba detalladamente a los jueces la historia de mi vida para convencerlos de mi inocencia, ese joven estaba de nuevo allí. Cuando me condenaron al destierro y después del azotamiento caí con el cuerpo cuarteado en el hospital de la prisión, y era ese joven quien me curaba. Él conocía toda la historia de mi vida y se interesaba en ella. El sabía cómo, a pesar de mi voluntad, las circunstancias me habían llevado por el camino del delito. Y eso despertó su interés por mi infortunio. Él también conocía de antes a Nené. Sabía la historia de esa desdichada muchacha con todos sus detalles. Por su intermedio Nené me visitó por primera vez en la cárcel. Entregué a su benevolencia a la muchacha desamparada, abandonada, cuando unos días después tenían que conducirme al exilio. Él fue quien en la cárcel me consoló con estas palabras: “Confíe en verla algún día”.

Ahora estaba todo claro para mí. Él había dicho esas palabras varios años antes y yo iba a ver a Nené esa noche. Ahora sabía que ya entonces, cuando me separé de Nené, el joven la había tomado a su cuidado y luego, al venir con un cargo, la había traído consigo. A pesar eso el doctor no se dio a conocer conmigo. Hablaba extensamente con el Mudo sin reparar en mí. Yo no entendía su conversación porque hablaban en alemán.

Después de haberse marchado el doctor, el Mudo se encontraba en una disposición más alegre. Ese hombre era de los que raras veces se alegran, y cuando estaba alegre significaba que algo importante había sucedido. ¿Qué pasaba?, ¿qué hablaron?, ¿qué era lo que alegraba a ese joven inalterablemente triste? No me dijo nada al respecto. Yo tampoco le pregunté. Su presencia, que al principio me hacía tanto bien, ahora se volvió molesta. Yo quería estar a solas y pensar en Nené hasta el hartazgo. No deseaba que otra presencia turbara esos hermosos pensamientos.

Al darme la mano para despedirse, el Mudo me dijo estas alentadoras palabras:

–Quédate tranquilo, pronto te salvarás.

Yo no presté atención, creí que se refería a la salvación de mi enfermedad. Pero ahora no deseaba sanarme, ahora me resultaba muy difícil dejar el hospital. Quería permanecer allí siempre y tener la ocasión de ver a Nené.

[i] Jefe de enfermeros. (N. del T.)