Cambio inexplicable

ntes, cuando oía tales conversaciones me admiraba, mi corazón se llenaba de envidia, me excitaba y pensaba: “¿cuándo podré yo también contar con orgullo mis hazañas?”. ¿Y por qué ahora se enfrió así mi corazón? Ya no me atraía la gloria del hurtacruz, ya no me seducía la dulce aberración del delito. Era como si mi fuerza se hubiera debilitado, como si se hubiera extinguido el fuego que había encendido en mí un notable malhechor. Me dominaba una especie de desaliento, de enfermizo desgano. Huía de la acción, huía del trabajo… ¿De dónde nació ese cambio?

No lo sabía ni podía explicármelo, sólo sentía que en mí había todavía un entusiasmo, un afán, pero no hacia la actividad del hurtacruz. Espiritualmente yo no estaba perdido del todo. Mi corazón estaba lleno de otra cosa, que poco a poco crecía y se dilataba tanto que expulsaba lo que en él había introducido la terrible enseñanza del padrino Pedro. Pero ¿qué era eso? No alcanzaba a entenderlo.

Antes, cuando lograba consumar un crimen, cuanto más terrible y más sangriento era, tanta mayor alegría me causaba. Pero desde el día en que maté a aquel malhechor y salvé a Nené, sentí que ese asesinato no era como los que me tocó cometer otras veces. El placer de los primeros era momentáneo, fugaz; en cambio la alegría de este último era dulce y duradera. Al matar, yo había salvado la vida de una inocente…

Antes, todo lo que hacía quería volver a hacerlo, no me saciaba, nada me satisfacía. Era como si siempre y siempre mi corazón quedara vacío. Pero ahora sentía que estaba más contento, que mi corazón se hallaba en paz y satisfecho, como si lo colmara una dicha infinita. ¿De dónde nació ese cambio?

Cuando los hurtacruces durmieron yo no pude conciliar el sueño. Nené estaba ante mis ojos, su imagen no se alejaba de mí, siempre la veía y pensaba en ella. ¿Qué era lo que había atado mi corazón a esa infortunada muchacha? Yo no entendía aún los misterios psicológicos del hombre. Mi sentimiento hacia Nené lo interpretaba con razonamientos muy simples, elementales; consideraba que en la vida el hombre aprecia más el producto de su afán, así como come con mayor apetito la carne del animal que él ha cazado. El hombre gasta con parquedad el dinero ganado con el sudor de su frente, y con la fortuna heredada muchas veces se maneja pródigamente. De igual modo, también le es más dulce el fruto del árbol plantado y cuidado por sus propias manos. ¿Acaso eran exactas esas comparaciones? ¿Se podía explicar con ellas mi sentimiento hacia Nené?

La vida le enseña todo al hombre y los hechos se convierten en su maestro. El padrino Pedro me enseñó a odiar, a destruir, a robar, a arrebatar; en una palabra, a no escatimar ningún medio para apropiarme de lo que le pertenece a otro. El latrocinio era mi mayor diversión y en él experimentaba la emoción del azar. Me producía alegría vaciar el bolso ajeno sin esfuerzo. Pero desde el día en que le ofrecí mi bolso al pescador y le pedí que guardara y cuidara a Nené, desde ese día sentí una satisfacción tan grande como nunca antes había sentido. El padrino Pedro me enseñó a odiar, a destruir, pero Nené me enseñó a amar, a hacer el bien. ¡Qué bello es amar!

Yo amaba también a Sara, seguía amando a la compañera de mi infancia. Pero las circunstancias nos separaron, los años abrieron un enorme abismo entre nosotros. ¡Cuánto tiempo hacía que no la veía! En mi memoria sólo había quedado su imagen borrosa, aunque en mi corazón no se había extinguido aún su amor. Sara era para mí como el juguete que se le da en sueños a un niño y que al despertarse se entristece porque ya no lo tiene.

A la mañana los hurtacruces se despertaron muy temprano. Como hombres de trabajo, ya estaban de pie antes de que saliera el sol. Algunos tomaron las hachas y se fueron al bosque a cortar leña y a carbonear, y Nazar, el jefe, se quedó en la cabaña con dos obreros. Yo advertía que todos estaban muy contentos con la aparición del padrino Pedro y que lo respetaban como a un patriarca. A mí todavía no me tenían en cuenta, me mimaban como a un novato inexperto. Nazar nos mostró la cueva en donde tenían el taller. En varios compartimientos se amontonaban enormes atados de billetes falsos. Las máquinas, las prensas y las tintas me deslumbraron. Nazar, quien dirigía el taller y que había aprendido ese oficio durante su larga permanencia en Londres, de donde había traído todos esos aparatos, nos enseñaba el mecanismo de cada uno y la manera de emplearlos. Pero ese día no funcionaban porque el principal técnico, que era un judío, había ido a la ciudad para mandar arreglar la pieza de una máquina. El judío era al mismo tiempo grabador, y el único extranjero de la organización.

El padrino Pedro hizo algunas observaciones y luego preguntó cómo pasaban los billetes. Nazar contestó que para hacerlos circular habían elegido los lugares más recónditos del país, donde el pueblo todavía vivía en una total ignorancia; y agregó que en distintos puntos tenían agentes que cambiaban los billetes por productos crudos, animales domésticos, etcétera. Esas mercancías eran vendidas luego en las ciudades.

–Veo que ustedes trabajan solamente con los campesinos –dijo el padrino Pedro–, por eso los billetes son de baja denominación. Pero hay que ampliar la actividad.

Cómo había que ampliarla, el padrino Pedro no dijo nada al respecto. Generalmente no solía expresar su pensamiento enseguida. Los hurtacruces nos admitieron en su organización el mismo día. Y por cuanto ya estaban determinadas las funciones de todos, al padrino Pedro, como hombre experimentado, lo nombraron director de la organización. Y a mí, considerándome aún niño e inexperto, me mandaron a trabajar en las carboneras. Mis fuertes brazos eran apropiados para cortar leña. Yo estaba contento porque pensaba que eso me permitía ausentarme de la morada y visitar a Nené. Enterados de que era buen cazador, me encargaron también esa tarea, con cuyo producto se alimentaban en medio de ese aislamiento.

Al día siguiente comencé mi faena. Muy de madrugada cargué mi fusil, y con un perro de caza me puse en camino. ¡Ah, qué contento estaba, cómo me apresuraba! Hacía dos días que no veía a Nené. Le había prometido que iría todos los días. Qué intranquila estaría por mi ausencia y cuánto se alegraría al verme de nuevo, pensaba mientras caminaba. No había llegado aún a la cabaña donde dejé a Nené, cuando cerca de la costa del mar me encontré con la anciana que vivía con el pescador.

–Hijo –dijo dolorida– ¿qué han hecho con nosotros?, esa chica nos tiene angustiados…

–¿Qué sucede? –pregunté asustado–. ¿Está enferma?, ¿ha muerto?, ¿qué le ha pasado…?

–No hijo, Dios no lo permita –contestó la anciana tranquilizándome–. Es una chica tan buena que prefiero quedarme ciega antes de que le ocurra algo malo. Es tan dulce, tan linda.

–¿Entonces qué pasó? –pregunté impacientemente–. Dígamelo. ¿Por qué me lo oculta?

–Enferma que digamos, no está, hijo, pero no duerme en toda la noche. Siempre suspira y llora. Qué es lo que la apena, sólo Dios lo sabe; siempre está triste y no lleva ni un pedazo de pan a la boca. Sucede que si el gato pasó cerca de la puerta o si el pájaro vuela o si las hojas se mueven enseguida corre afuera, durante horas se queda junto a la puerta y mira y mira hacia el camino como esperando a alguien.

De pronto, mientras conversaba con la anciana apareció Nené. Como una criatura se colgó de mi cuello y no me soltaba.

–¿Por qué me engañaste? –preguntó.

–Ya ves que vine –contesté.

–Así, tarde. ¡Ay, cuánto he llorado...!

–¿Por qué llorabas?

–Creía que ya no vendrías a verme.

Nos acercamos a la cabaña. Nené se fijó en mi ropa de cazador y en las armas y se alegró.

–También tienes un fusil, ya no tendré miedo.

–¿A quién debes temer?

–Ay, a aquellos bandidos…

Volvió a acordarse de los malhechores.

–Olvídate de ellos, Nené, ya no podrán hacerte nada.

El comportamiento de aquellas fieras le había dejado una impresión tan mala a la pobre muchacha, que no podía recordarlos sin aterrarse. Yo siempre trataba de que los echara al olvido, principalmente cuando la veía temblar con todo el cuerpo y palidecer al traerlos a la memoria. Nené se puso a acariciar a mi perro de caza, que retozaba por sus cuatro costados.

–¿Es tuyo este perro? –preguntó.

–Sí.

–Qué lindo perro, muerde ¿no? ¿Muerde si se lo ordenas?

–Estrangula si se lo ordeno.

–Se ve que te quiere, dile que también me quiera a mí. Vayamos a la cabaña, le daré de comer. ¿Cómo se llama?

–Hamid.

Nené empezó a llamar al perro por su nombre y lo condujo hacia la cabaña, que sólo se hallaba a unos pasos de nosotros. Entramos. El viejo pescador no estaba, había ido a pescar al mar. Yo me senté en la cama tejida con ramas. Nené no se alejaba de mi lado. Como una criatura había puesto la mano en mi hombro, me miraba y hablaba continuamente.

–Parece que no has desayunado, debes tener hambre –se preocupo–; te prepararé algo de comer. Mira, recogí estas fresas en el bosque, las guardé para ti. ¿Te gustan las fresas?


–Te ordené que no fueras al bosque, Nené.

–No fui muy lejos, fíjate, las recogí de allí, muy cerca –corrió hacia la ventana, indicándome el lugar.

–No, tampoco debes ir allí.

–Desde ahora no iré más.

Nené preparó un modesto desayuno compuesto de pescado frito y de hortalizas del bosque. En la mesa dijo:

–Ah, qué gente buena son estos pescadores, yo los quiero mucho. La anciana duerme a mi lado y a la noche me cuida para que no me destape, para que no tome frío. A la noche sopla del mar un viento fuerte y hace mucho frío. Al viejo pescador ahora lo llamo babá, me quiere mucho, ayer me besó y me dijo hija mía.

Después del desayuno me apresté para marcharme. Era el primer día de mi cacería y debía llevar alguna presa para no avergonzarme ante mis compañeros. Nené preguntó:

–¿Ya te vas? ¿Adónde vas?

– Al bosque, a cazar algo.

–Yo también iré contigo.

De pronto recordó mi orden y cambio la conversación.

–No, no iré, me dijiste que no fuera al bosque.

–Así es querida, cuidate para que aquellos bandidos no vuelvan a encontrarte, ellos no tienen que verte, ¿entendiste?

–Entendí, ¿pero tú vendrás pronto?

–Al atardecer. Me quedaré contigo toda la noche.

Se alegró mucho y me pidió muy sentidamente:

–Déjame acompañarte hasta aquel abeto para despedirte; mira, aquel abeto no es muy lejos.

–Hasta aquel abeto puedes venir.

Nené vino conmigo sólo unos veinte pasos. Me abrazó y con lágrimas en los ojos volvió a suplicarme que regresara pronto a su lado. ¡Pobre muchacha! Qué cálido era su amor, el amor puro, amistoso. Me alejé y oí que la anciana me gritaba:

–¡No abandones a Nené porque no nos dejará en paz!