La señal de la indulgencia

reo que el lector reconoció al padre Adonios y a su diácono, el joven Ambrosio. Ninguno de los objetos sagrados que nosotros comerciábamos en nombre del templo de Jerusalén, había visto la tierra de Palestina. Poseíamos todos los materiales con los que preparábamos los artículos necesarios. Trabajábamos de noche y en lugares apartados para que nadie sospechara de nuestras actividades. Yo había aprendido a hacer hermosas cruces de nácar y rosarios con los carozos de las aceitunas. Nuestro negro abisinio sabía elaborar certificados de bendición y adornarlos con imágenes emblemáticas. Este hombre, que durante el viaje se desempeñaba como cochero, no era realmente abisinio sino un hurtacruz, mas por su tez morena y sus rasgos semejaba un abisinio, y el padrino Pedro lo presentaba como tal.

El padrino Pedro sabía hacer sudarios de expiación, cuyos auténticos se confeccionaban en el convento de Jerusalén y la congregación los obsequiaba a los peregrinos que donaban importantes sumas. Los nuestros no eran verdaderos, estaban hechos por nuestras manos, pero imitaban tan fielmente a los auténticos que podían cautivar a los incautos. En la tela blanca estaban impresas en colores las representaciones de la Encarnación del Salvador. Su nacimiento, el bautismo, la crucifixión, la resurrección, etcétera. Además, tenían estampadas las imágenes de diversos santos, ángeles y arcángeles.

La confección de tales sudarios era parte de nuestro mal habido oficio. La tela y la pintura se podían conseguir en cualquier lugar, y disponíamos de la madera sobre la cual grabábamos imágenes. Nos pasábamos muchas noches haciendo mortajas, cruces, rosarios y otros objetos parecidos. Y los vendíamos en nombre del convento de Jerusalén, obteniendo grandes ganancias.

En este momento, al escribir estas líneas, me horrorizo, me estremezco al traer a la memoria las vilezas que cometimos. Hasta tal grado de inmoralidad habíamos caído, tan grande era nuestra perversidad, que osábamos convertir la religión y las santidades de la iglesia en objeto de nuestros engaños, de nuestra codicia… Viajábamos con toda una tienda ambulante. Nuestros cajones contenían toda clase de provisiones y mercancías y con ellas nos internábamos en las lejanas regiones del imperio, evitando siempre las grandes ciudades. Allí donde reinaba la ignorancia, en donde el pueblo se mantenía en estado de villanía, allí era más abundante nuestra cosecha.

Engañar, mentir, robar, adquirir en cada lugar un pelaje distinto, tales eran nuestras fechorías y nuestro modo de vida. Teníamos toda clase de elementos y de habilidades, aparecíamos en un lugar como comerciantes asiáticos, en otro como religiosos, y a veces como simples artesanos, mendigos, médicos, brujos, prestidigitadores. El hurtacruz debe cambiar continuamente de aspecto, no puede permanecer siempre en el mismo papel. Yo estaba contento de haberme avezado en todo eso y me enorgullecía de mis habilidades. El padrino Pedro elogiaba mi progreso:

–Murat, hijo, eres un muchacho inteligente, aprendiste todo muy pronto.

No pocas veces caían en nuestra trampa cristianos devotos, tales como el rico hacendado y su ingenua mujer a quienes conocimos en el capítulo anterior. ¿Pero cómo conseguíamos dar con semejantes víctimas? He aquí cómo:

Después de entrar en una ciudad o en un pueblo grande, nos alojábamos en una hostería. En esos lugares siempre aparecíamos vestidos como simples artesanos. Generalmente elegíamos las hosterías frecuentadas por la clase baja y a la vez inmoral del pueblo, en donde se podía dar con toda clase de gente, desde el canalla de la calle hasta bandidos, jugadores, carteristas, borrachos. Deliberadamente el padrino Pedro elegía tales crapulosos lugares, porque en ellos se conocían todos los secretos de la ciudad. De un vuelo encontraba a alguien (tenía una gran capacidad para dar con la gente apropiada). Empezaba a hablarle, lo invitaba a beber y a jugar a las cartas. En el juego de naipes nadie podía competir con el padrino Pedro. Pero en estos casos siempre se dejaba ganar, para que el elegido intimara aún más. El juego, los tragos, duraban horas enteras. Al cabo, le era fácil arrancarle a su compañero de juego la información que necesitaba. Lo hacía de una manera tan discreta que el otro no lo notaba en absoluto.

En una hostería así, de una pequeña ciudad provinciana, el padrino Pedro se enteró de los secretos de una mujer anciana. Su informante había sido el viejo criado de ella, a quien sirvió desde la adolescencia pero fue despedido por beber demasiado. Era de esas ancianas que en su juventud pasan por torbellinos de diversa clase y que, al verse con un pie en la sepultura, deciden ser virtuosas. Vivía en una de sus numerosas haciendas, en las que había varios miles de feudatarios. Las haciendas se encontraban a doscientas verstas de la ciudad.

–Es una presa suculenta para el monje de Jerusalén –dijo el padrino Pedro, y nos preparamos para visitarla al día siguiente.

Antes de ir a un lugar, el padrino Pedro sabía muy bien qué clase de preparativos tenía que hacer, como el general experto que sabe de qué lado o con cuántos cañones debe bombardear una fortaleza para conquistarla. Pero aquella mañana se apresuró tanto que se olvidó de algunas cosas imprescindibles. Dejó en la ciudad el carro con los cinco caballos y mandó enganchar una carreta de paseo con tres. Nuestros equipajes quedaron en la hostería y el abisinio permaneció a su cuidado. Partimos mucho antes de salir el sol. Yo guiaba y el padrino Pedro iba sentado en el interior de la carreta, envuelto en su amplio abrigo.

Al atardecer aparecimos en la residencia de la anciana vestidos como simples monjes, sin darle ninguna solemnidad a nuestra visita. La anciana nos recibió bondadosamente como a dos pobres religiosos extranjeros y su compasión aumentó más cuando oyó el sagrado nombre de Jerusalén. El padrino Pedro me ordenó que me fingiera enfermo, para que pudiéramos pasar la noche en casa de la anciana. La pobre mujer tenía un corazón tan bueno que se condolió profundamente de mi estado, me dio a beber tilo con sus propias manos y ordenó a las criadas que pusieran a mis pies botellas con agua caliente para que transpirara.

Qué le dijo, qué habló el padrino Pedro con la anciana no lo sé, porque yo estaba acostado, enfermo, en la otra habitación.

A la mañana siguiente me sentía bien. El padrino Pedro se preparó para decir una plegaria y luego partir. Pero advirtió que se había olvidado su Evangelio en griego, trayendo en su lugar un grueso libro en pergamino. Se trataba de un viejo texto armenio de medicina, del cual el padrino Pedro a veces se valía para sus curaciones. Trataba sobre numerosas cosas, como ser: el rezo para dar con la planta de la brionia, diversos artículos sobre la magia, varias tablas astronómicas, las buenas o malas influencias de las constelaciones en el destino del hombre, etcétera.

El padrino Pedro, al notar el equívoco, no se inmutó en absoluto y comenzó a leer. En su lectura empleaba palabras y frases ininteligibles. Todo era inventado por él. Yo no entendía nada, pero él le daba un fervor tal a su alocución, a su recitación y a su voz, que era imposible dudar de que lo que decía no fuera el mensaje de un libro sagrado. Yo también empecé a seguir el ejemplo del padrino Pedro; pero no a leer palabras sin sentido, inventadas, como lo hacía él, sino a cantar en armenio canciones folklóricas y vulgares que había aprendido en mi niñez.

Nuestro canto de alabanza, no obstante ser una superchería, causó una profunda impresión a la anciana. Los hurtacruces muchas veces se divierten en sus actividades, tal como lo hicimos nosotros aquel día. La anciana nos invitó a desayunar. Esta vez el padrino Pedro no rehuía las comidas y no hablaba por medio de un intérprete. Continuamente usaba chanzas y a veces hacía reír a la anciana con delicadas agudezas. Pero cuando ésta le ofreció cien rublos en concepto de besamanos
[i], el padrino Pedro adquirió un gesto grave y hasta severo y, rechazando el dinero, dijo:

–Eso no basta para expiar sus pecados, señora.

–¿Qué pecados?

–No lo oculte, señora, lo sé todo… Ante mis ojos se dibuja el terrible cuadro de su pasado.

–¿De qué modo?

–Usted era la hija de un viejo general.

–Así es.

–Su padre le dejó una gran herencia.

–Es cierto.

–En Petersburgo usted se casó con un alto funcionario.

–Así es.

–Ustedes no se amaban; a él le atrajo su dinero y a usted su jerarquía.

Al oír las últimas palabras, las arrugas de la anciana delataron toda su tristeza. El padrino Pedro continuó:

–Usted no amaba a su marido porque su corazón pertenecía a otro…

–¿Luego?

–Los celos de su marido fueron la causa de su muerte.

–¡Dios mío, es suficiente!

–Escúcheme, aún no dije todo. Usted envenenó a su marido para vivir libremente con su amante.

La anciana volvió a exclamar, horrorizada.

–¡Basta, por amor de Dios!

–No concluí aún. Escuche: usted mató a su marido para vivir más libremente en brazos de su amante y para ocultar el crimen se fue con él al extranjero. Allí el amante dilapidó su dinero, le robó y la abandonó como a un trasto viejo. Usted regresó a Petersburgo. Ahí no pudo permanecer mucho porque constantemente la atormentaba, por un lado, el fantasma del marido asesinado, y por el otro el amor burlado... Para tranquilizar su conciencia usted se trasladó a este pueblo donde sólo había quedado una parte de la enorme fortuna de su padre, y desde entonces buscó consuelo en la soledad aldeana.

–Basta, usted lo sabe todo…, me horroriza...

–Tengo que terminar. Así es su triste pasado. Ahora fíjese, esta es la espantosa imagen de su futuro: ante mí se representa el infierno, entre las llamas y el azufre apenas distingo su rostro aterrado…, los demonios avivan el fuego para aumentar más y más su tormento. Y allá, en lo alto, veo a un hombre que la mira con gesto espantoso y vengativo y con las manos suplicantes tendidas hacia el trono de la eternidad, clama justicia… Esa imagen es la de su marido.

Las últimas palabras la anciana casi no las oyó, porque había caído desmayada. El poder mágico del padrino Pedro la hizo volver en sí y, tomándola del brazo, la sentó en el diván.

Poco después de calmarse, con lágrimas en los ojos, preguntó:

–¿De dónde sabe usted todo eso?

El hombre de Dios lo sabe todo –contestó el padrino Pedro con gravedad.

La anciana obló gran cantidad de dinero para que el hombre de Dios accediera a expiarle de sus pecados y la salvarla de los tormentos del infierno. Recibió de él una mortaja sagrada como recuerdo de Jerusalén, con la recomendación de que al morir la enterraran con ella para que los espíritus malignos no se atrevieran a acercarse a su cuerpo.

Después de robar a la anciana regresamos a la hostería, donde habíamos dejado nuestros efectos. Ahí supimos que el abisinio había desaparecido. A nuestras preguntas, el dueño de la hostería no pudo informarnos nada, pero el padrino Pedro entendió enseguida lo sucedido, entró en la habitación en la cual habíamos dejado nuestras pertenencias y se puso a revisar los baúles. El candado de uno de ellos estaba roto. Era el baúl donde guardábamos nuestro dinero. Faltaban cincuenta mil rublos. Recordé el proverbio armenio: El ladrón robó al ladrón, Dios lo vio y se asombró.

–Hace tiempo que esperaba esto –dijo el padrino Pedro, y se echó a reír.

Asombroso carácter tenía este hombre, nada podía exasperarlo. Era de esas personas que no saben afligirse en la desgracia ni alegrarse en el éxito. Yo no pude contenerme y le pregunté de manera airada:

–¿Ese miserable se llevó cincuenta mil rublos y usted todavía se ríe? Tenemos que buscarlo ahora mismo.

–Cuando el hurtacruz desaparece, no se puede ir tras él –contestó y siguió riéndose.

–¿Por qué?

–Porque es imposible encontrarlo.

–Yo puedo encontrar a ese canalla esta misma noche.

–No podrás. Es mi alumno y conozco su catadura.

El abisinio era uno de los alumnos más aventajados del padrino Pedro. Su verdadero nombre era Matós, pero por su extraordinaria astucia lo llamaban sheytán Matós, que significa diablo Matós.

Le pregunté al padrino Pedro:

–Usted dijo que hacía mucho que esperaba de él una acción semejante. Si sospechaba ¿por qué no lo apartó de su lado?

–Cuando el hurtacruz duda de su compañero, no se separa ni lo aleja de sí.

–¿Y qué hace?

–Lo mata.

La última palabra voló involuntariamente de la boca del padrino Pedro.

–¡Lo mata...! –repetí perplejo.

–No queda otro remedio. Si alejo al sospechoso con vida, tengo que esperar muchas maldades de su parte. Puede traicionarme, puede delatarme, en una palabra, puede causarme mucho daño porque conoce mis secretos .


–¿Entonces por qué no mató al abisinio?

–Confieso que en este caso estuve perezoso. Siempre me decía: lo hago mañana. Así aplacé el trabajo y él fue más listo que yo.

–Sí, fue listo; además de robarnos cincuenta mil rublos, se llevó gran parte de nuestros secretos. Ahora puede jugarnos una mala pasada.

–Puede… –dijo el padrino Pedro–, sobre todo si piensa que no lo dejaremos tranquilo…

Sólo en ese momento advertí signos de exasperación en el rostro del padrino Pedro. Él no reparaba en los cincuenta mil rublos. La pérdida de dinero no podía perturbarlo porque siempre podía conseguir más. Lo irritaba su condición de engañado. Consideraba una terrible humillación el que hubiera en el mundo un hombre capaz de engañar al padrino Pedro, a ese genio del engaño…

–Debemos mostrarle la señal de la indulgencia –dijo el padrino Pedro, y encendió dos velas y las colocó frente a la ventana, del lado de adentro.

Afuera reinaba la noche.

–¿Esa es la señal de la indulgencia?

–Sí, debemos hacerle saber que lo perdonamos, que no lo perseguiremos.

La actitud del padrino Pedro me pareció completamente ridícula, y le dije:

–El ya desapareció, se fue y tal vez ahora se encuentra a cientos de verstas de esta ciudad. ¿Cómo va a poder ver esa señal?

–Tal vez en este momento esté rondando alrededor de nuestra hostería.

Yo tomé un hacha que había allí y corrí afuera, gritando:

–¡Si es así, ahora mismo le cortaré la cabeza!

Las poderosas manos del padrino Pedro me sujetaron y me dijo con un tono irónico:

–Es mejor que no te metas con su cabeza y su pequeño cuerpo. Es menudo pero mañoso. Tiene un corazón de tigre y la fuerza de un león.

Esas palabras hirieron mi orgullo y le contesté enardecido:

–¿Y usted piensa que su señal de la indulgencia servirá de algo?, ¿que le creerá que, en adelante, no lo perseguirá y que no lo delatará para conservar su vida?

–El verdadero hurtacruz debe tener la suficiente nobleza como para creer. Esa señal está acordada entre nosotros como una condición sagrada que ni el hurtacruz más bajo se atrevería a quebrantar.


[i] Regalo monetario a un eclesiástico (N. del T.).