Beneficencia

ra de noche cuando salimos de la ciudad. A la luz de la luna nuestro carro corría tranquilo por el camino llano. Dos fuertes caballos tiraban de él velozmente. Yo manejaba las riendas y el padrino Pedro dormitaba como un gigante que necesita descansar después de una gran victoria. Nuestro camino se dilataba por el desierto infinito y dondequiera que uno mirase se unían el cielo y el horizonte. Estos desiertos no sólo de día, sino también de noche, y más aún en noches de luna, cautivan al hombre y alientan su imaginación. Y ante sus ojos desfilan imágenes, figuras, lugares amados… De pronto el pensamiento vuela lejos y el emigrante se ve en su patria, ve caras conocidas, sitios otrora frecuentados, ve el santuario de su niñez y se alegra… Poco a poco todo desaparece. Pero la imagen que estuvo siempre junto a su corazón, ella se queda, permanece largamente…

Esa era la imagen de mi Sara… Dulce Sara, cuánto ha crecido, qué hermosa está, la veo sonreír, está contenta…, ¿pero por qué baja la cabeza?..., parece avergonzarse; sí, se sonrojó. Querida Sara, no temas, soy tu Murat, abrázame, bésame. ¡Ay! ¿por qué huyes? Sara querida…, mi Sara...

Las últimas palabras las pronuncié tan alto que el padrino Pedro se despertó.

–¿Qué es?, ¿qué sucedió? –exclamó confundido.

–Nada –contesté, recobrándome.

Volvió a cerrar los ojos y durmió. El sobresalto del padrino Pedro tenía motivo. Yo había pasado la noche delirando. El insomnio por un lado y el incesante balanceo del carro por el otro, habían excitado mi cerebro de tal modo que tuve alucinaciones. Eso solía ocurrirme muchas veces. Pero jamás perdí del todo el sentido. A veces guiaba los caballos durante horas, enteramente dormido, pero nunca cayeron de mis manos el látigo ni las riendas. Dormitando seguía por el camino, advertía los puentes, me cuidaba de las pendientes y nunca ponía en riesgo el carro. Pero esta vez perdí hasta tal punto el conocimiento, que los caballos quedaron librados a su albedrío y nos desviamos completamente del camino. Eso se notó cuando despuntó la aurora y el Oriente comenzó a rojear.

–Sólo el diablo sabe adónde nos lleva este camino –dijo el padrino Pedro al despertar, y empezó a mirar a su alrededor–. Nos hemos extraviado.

Aunque pronunció con calma estas palabras, había enojo y reprensión en ellas.

–Volvamos atrás –contesté–, tal vez encontremos el camino correcto.

–No es necesario, continúa. Dios sabe a dónde nos lleva.

El padrino Pedro veía en nuestro extravío la voluntad de Dios. Pensaba que tal vez nos sucediera algún percance en el camino trazado, que allí podrían apresarnos y que desviándonos nos salvábamos. Es asombrosa la presencia de Dios en los actos de los hombres; tanto el ladrón como su víctima depositan su esperanza en Él. El homicida le pide fuerza para su brazo y la víctima le pide su salvación. Todos acuden a Él.

El sol se había elevado bastante y todavía nos encontrábamos en el mismo desierto. Dondequiera que mirara no había fin. Ese dilatado y sombrío desierto causaba una impresión grave, opresiva. Parecía que el horizonte, estrechándose poco a poco, quisiera estrangularlo a uno. De cuando en cuando aparecían pequeños pueblos, con chozas igualmente pequeñas, pobres, pero no nos deteníamos y seguíamos adelante. Sólo en un lugar el padrino Pedro descendió del carro para comprar víveres y, principalmente, para enterarse dónde nos encontrábamos o hacia qué lugar nos llevaba ese camino.

Detuve el carro en la calle principal del pueblo y aguardé el regreso del padrino Pedro. Este mandó llamar al alcalde del pueblo, habló con él y un cuarto de hora después volvió y me dijo:

–Es imposible quedarnos aquí.

–¿Por qué?

–No podremos conseguir pan para nosotros ni cebada para los caballos.

–¿Qué sucedió?

–Hay una espantosa hambruna por aquí. La gente consumió todo lo que tenía y luego se comió sus animales, y ahora se están manteniendo con lo que iban a comer las bestias. Yo me horroricé. El padrino Pedro se sentó en el carro y me ordenó arrancar.

–¿Hacia qué lado? –pregunté.

–Hacia la derecha.

–¿Sabe a dónde nos lleva este camino?

–Sí.

Del relato del padrino Pedro surgió que por esos lugares, a causa de la sequía del año anterior, la cosecha había fracasado y las nuevas siembras no prometían un buen rendimiento. Los campesinos, que aun sin estas desgracias ya eran pobres, ahora carecían de todos los medios de subsistencia.

–¿Y para nosotros quedó algo de comer? –preguntó el padrino Pedro.

–Sólo falta el pan. ¡Viva Liza!, gracias a su generosidad tenemos una pierna entera de jamón, algunos salchichones y queso.

–Guarda el queso para mí y lo demás cómelo tú.

El padrino Pedro no acostumbraba comer carne de cerdo porque lo consideraba pecado.

El próximo pueblo estaba tan lejos que llegamos a él cuando se encendían los candiles de la noche. Si bien le habían dicho al padrino Pedro que aquí encontraríamos alguna comodidad para albergarnos, descubrimos que la hambruna y la indigencia eran más espantosas aún. Detuvimos nuestro carro ante la primera choza. No encontramos siquiera una vela para alumbrar, porque las utilizaban para comer. Las luces que habíamos visto desde lejos no eran otra cosa que virutas de madera que oficiaban de velas.

Nosotros teníamos mombad, es decir, una enorme bola de alambre revestida de cera que se utiliza durante los viajes. Pero esa bola nos servía también para otras cosas. Encendimos el mombad. Entramos en la choza. Era un perfecto hospital; casi toda la familia acostada, gemía entre andrajos. Sólo había quedado en pie el anciano dueño de casa y una pequeña niña, su nieta.

–Es imposible quedarnos aquí –le dije al padrino Pedro.

–En todos los lugares es así, señor –intervino el anciano–, en todas las chozas encontrará enfermos.

La noche estival y la luna contribuyeron para que nos alojáramos en el patio, frente al establo vacío.

–¿Podremos conseguir samovar? –le pregunté al anciano.

–¿Samovar? –preguntó, rascándose la nuca.

–Sí, samovar.

Para hacerle entender algo al mujik ruso hay que repetírselo diez veces.

–De haber samovar, señor, debe de tenerlo el sacerdote en su casa. Nosotros también teníamos en un tiempo, pero no quedó nada por nuestros pecados, se vendió todo…

–¿Por qué se vendió?

–Vendimos y comimos, señor. Por nuestros pecados Dios mandó de castigo la hambruna. No había nada para comer.

–¿Y ahora?

–Ahora es peor, sobre la hambruna vino la enfermedad.

Interrumpí la triste conversación y le recordé de nuevo el samovar.

–Olya –llamó a su pequeña nieta–, corre a casa del padre, dile que han venido unos señores y que nos preste el samovar.

Y en verdad, en esa choza no había quedado nada. Una mesa ordinaria sobre cuya superficie se habían formado pequeños hoyuelos por las brasas caídas del samovar, algunos taburetes rotos, una olla de lata en la que hacía tiempo que no se cocía nada, unas cucharas de madera, algunos cuchillos sin mango, ausencia de tenedores, y si a ello añadimos el hurgón de hierro, tendremos el inventario completo de los enseres. El único objeto que había permanecido en su lugar y que el rigor de la hambruna no pudo obligar a vender, era el retrato de la Madre de Dios con el Niño Jesús en brazos, que estaba en un rincón de la choza. El mujik no se separa de ella, lo espera todo de ella y se sacrifica por ella.

Esa noche el padrino Pedro estaba callado, no hablaba. Se había sentado en uno de los cajones y fumaba. Raras veces fumaba y cuando lo hacía era signo de gran alegría o de gran tristeza. Esa noche lo más probable era lo último. El infortunio que le rodeaba afectaba a su corazón sensible.

Olya regresó trayendo el samovar, pero con el samovar vino también el padre, probablemente porque oyó que las visitas eran “señores” y no gente común. El padrino Pedro lo recibió cortésmente. El sacerdote resultó ser un ser hombre bien educado, lo cual era infrecuente en los pueblos. Creyó que nosotros éramos funcionarios oficiales y había venido para comunicarnos un hecho espantoso: una mujer hambrienta, en su desesperación, había matado a su hijo e intentaba comerlo… El padrino Pedro se horrorizó. La noticia también a mí me impresionó terriblemente.

-¿Acaso llegó a tal extremo el hambre? –preguntó el padrino Pedro.

–La gente ahora casi no encuentra nada para comer –contestó el sacerdote–, se alimentan de verdeos, pastos, raíces y espigas de trigo sin madurar. Y eso los mata más pronto, se enferman y mueren.

–¿Son muchos los muertos?

–Sí, muchos. Sólo ha quedado la mitad de los habitantes del pueblo. El tifus ha causado más víctimas que la hambruna. Muchos de los que quedaron están postrados.

–¿La comunidad rural no piensa en algún remedio?

–¿Qué puede hacer la comunidad rural? Espera recibir pan y médicos del gobierno. Nos lo prometieron.

–¿Lo recibirán pronto?

–Dios sabe cuándo. Todavía deben estudiar, deben establecer cuáles y cuántos recursos necesitamos para luego ayudarnos.

–¿No les informaron sobre la situación de ustedes?

–Cómo no, varias veces hemos presentado peticiones, pero todavía no fueron estudiadas.

–¿Carecen completamente de pan?

–Usted sabe que hoy es fiesta del Señor. Yo debía celebrar misa, pero en todo el pueblo no se encontró la harina suficiente para preparar las hostias.

–¿Y en el pueblo vecino hay pan?

–Sí, pero los campesinos no tienen los medios para traerlos.

La tristeza ensombreció el rostro del padrino Pedro, se quedó pensativo unos instantes y luego se volvió al sacerdote con estas palabras:

–Le ruego que se moleste, padre, quiero ver personalmente algunas chozas, condúzcame.

–Con mucho gusto –dijo el sacerdote, y se levantó.

Se marcharon. Nuestro huésped corrió a comunicarle al alcalde del pueblo que había venido un dignatario. Le daban una significación oficial a la visita del padrino Pedro. La pequeña Olya y yo quedamos solos y dábamos vueltas en torno del samovar. Hubiéramos dado la vida por un poco de té.

–¿Qué has comido hoy, Olya?

–Desde que murió mi madre no comí pan.

–¿Hace mucho que murió tu madre?

–Hace dos semanas. Después murió Sasha, después murió Midja… Ayer enterramos a la pequeña Vera…

La pobre niña no pudo concluir y se puso a llorar.

Le di a Olya un pedazo de salchichón y le pedí que comiera. Era la primera vez que la niña veía algo semejante.

–¿Qué es esto? –preguntó.

–Carne cocida.

No comió. Aunque no había visto el pan desde la muerte de su madre, corrió dentro de la choza, al parecer para dárselo a uno de los enfermos.

Las visitas del padrino Pedro no duraron mucho, porque sólo había entrado en unas pocas chozas y al ver en ellas las mismas escenas espantosas, las mismas desgracias, no pudo soportarlo y se volvió. Era un hombre muy sensible, en sus ojos aún guardaba algunas gotas de llanto para el infortunio. Con él estaban también el sacerdote y el alcalde. Y un grupo de campesinos, al enterarse de esa inesperada visita, se había reunido en la puerta de la choza donde nos encontrábamos. Luego que nos sentamos, el padrino Pedro se dirigió al sacerdote con estas palabras:

–Yo le daré una suma de dinero, padre, y con ella usted mandará traer de la ciudad pan, médico y remedios. Estoy seguro de que usted es sensible al infortunio de su feligresía y que le duele tanto como me duele a mí el sufrimiento de la desdichada gente.

–¿Ese dinero es del tesoro oficial? –preguntó el alcalde del pueblo.

–No, ese dinero lo doy yo –contestó el padrino Pedro.

Todos se quedaron asombrados. Una especie de recelo, de duda se apoderó de la gente ante la actitud de aquel desconocido que sólo había estado unas horas en el pueblo y ya regalaba tanto dinero.

–Lo doy en nombre de Dios y de mi alma –añadió el padrino Pedro.

Al nombrar a Dios y al alma se disipó la duda de la gente y de todos lados llovieron bendiciones y agradecimientos. Por lo visto el sacerdote era un hombre probo; le pidió al padrino Pedro que lo autorizara a llamar a los campesinos que estaban agolpados afuera y hacerlos entrar para recibir en su presencia el dinero, aventando así eventuales suspicacias y disensos.

–Yo –dijo– gastaré este dinero en colaboración con varias personas y luego le presentaré a usted la cuenta detallada de su empleo.

Luego le pidió al padrino Pedro su dirección.

–No es necesario, padre, confío plenamente en usted.

El padrino Pedro se negó a dar su nombre, aunque le rogaron mucho, y tranquilizó al sacerdote con palabras del Evangelio; dijo que la beneficencia debe hacerse en secreto y que sólo Dios ha de saberlo. Luego se volvió a mí y en un lenguaje incomprensible para los presentes, dijo:

–Prepárate para partir, este pueblo no es lugar para quedarse.

El padrino Pedro también compensó con generosidad al campesino que nos había acogido en su casa. Y un cuarto de hora después nuestro carro se había puesto en camino.

Después de aquella donación al sacerdote de Ispahán para la construcción de la iglesia, esta acción magnánima del padrino Pedro me asombraba más. Me asombraba principalmente porque en el primer caso se lo dictaba la fe, el sentimiento religioso y, por último, el celo nacional. ¿Pero qué había aquí que pudiera despertar su compasión? ¿Acaso el infortunio de toda una multitud de hambrientos podía conmover su corazón de piedra?

Me hallaba sumido en estas cavilaciones mientras nuestro carro avanzaba lentamente. Como los caballos habían trajinado todo el día, no queríamos cansarlos más. Eso me daba ocasión para pedirle explicaciones al padrino Pedro.

–¿Es buena la beneficencia? –le pregunté.

–No entiendo por qué, de golpe, me haces semejante pregunta.

–Por su comportamiento de hoy.

–Sí, es
buena.

–¿Entonces por qué engañamos, robamos, matamos y no vacilamos ante ningún crimen?

En el silencio de la noche, en el desierto y en medio del camino, a solas con un hombre impiadoso, esta clase de discusión podía tener graves consecuencias. Saqué mi cuchillo, que siempre guardaba debajo del asiento del carro, y lo metí en mi cinto. A la luz de la luna el padrino Pedro lo advirtió y en su rostro noté una sonrisa despectiva.

–Usted dice que hay que ayudar a los pobres y a los infelices. Es una idea muy bella –continué–. ¿Y Asguer no era pobre e infeliz?, ¿por qué me mandó matarlo?

–Yo no discrimino los medios. Si no hubiese mandado matar a Asguer no habría podido robarle al rico comerciante de Bukhara. Y al robarle a éste, hoy salvé de morirse de hambre a todo un pueblo.

Aún cuando las palabras del padrino Pedro me parecían exorbitantes, sin embargo parecían justificarse en su acción de ese día. Sus ideas se correspondían con su acción. Habiendo servido tanto tiempo junto a él, yo fui testigo de muchos hechos y siempre advertí su particular y furioso odio hacia los ricos avaros, contrariamente a lo cual nunca perjudicaba a los pobres y siempre aparecía beneficiándolos. Pero recordé un hecho acerca del cual no había tenido ocasión de hablar con él. Y pregunté:

–Usted siempre fue bondadoso con los pobres, con los explotados y los desdichados. ¿Por qué hasta hoy no cumplió su promesa respecto de una persona que por su causa cayó en desgracia?

–¿Qué persona?

–Mi maestro. ¿No recuerda que cuando decidimos abandonar nuestra patria y emigrar al extranjero, juramos ganar dinero y resarcir a ese pobre hombre por los daños que padeció? ¿Se olvidó?

–No me olvidé. Cuando lleguemos a la posada recuérdamelo y te mostraré una carta, por la cual te enterarás que hace tiempo que me ocupé de ese asunto. Yo había mandado un dinero al sacerdote de nuestro pueblo rogándole que se lo hiciera llegar a tu maestro, pero me contestó que desde que lo liberaron de la cárcel no tenía ninguna noticia de él, que había desaparecido junto con toda su familia. Pero me asombra una cosa, Murat, ¿por qué motivo dudas tanto de mis actividades?

No contesté nada.