Lo pusieron en la lista de los muertos

l grupo de desterrados se componía de trece almas; entre ellos se encontraban también mis compañeros. Hasta llegar a nuestro último parador yo estaba tan excitado que no advertí que faltaba uno de éstos, el principal, el padrino Pedro.

Arribamos al parador con la caída del sol. Era un edificio real, cerca de la posta, lejos de las poblaciones y aislado en el desierto. De allí salió un funcionario menor y nos recibió. Ahora, de personas pasamos a ser objetos señalados con números. Se fijaron en nuestros números, los verificaron y luego nos arrojaron en un lugar oscuro. A la noche nos dieron un trozo de pan negro a cada uno y agua para beber. Mis compañeros se pusieron a comer, pero yo no pude hacerlo. Era una triste y pesada noche en la que se había perdido toda esperanza, en la que todo había terminado y cada uno de nosotros percibía su aciaga situación.

Pronto comenzaron a dormir algunos condenados, varios se tendieron en el piso húmedo y otros, sentados aún, estaban ensimismados. En la cueva reinaba un silencio sepulcral. Solamente la lámpara de aceite emitía un chirrido siniestro, proyectando en su derredor una luz mortecina. El aire, impregnado de una humedad mohosa, era irrespirable. Hasta la lámpara ardía con dificultad. Afuera, iba y venía el centinela, cuyos pasos oíamos.

Mis compañeros ya se habían reconciliado conmigo. La sospecha que tenían respecto de mí y de Nené se había disipado porque de las indagatorias surgió que ni yo ni Nené los habíamos delatado, como creían, sino que fue un judío el delator, el grabador de la organización. Él también fue condenado. Pero yo me quebraba la cabeza pensando qué había sido del padrino Pedro, dónde se había perdido ese diablo. En ese momento se acercó uno de mis compañeros, que era de mi misma edad. Era un joven afable y alegre. Se sentó a mi lado.

–¿Qué fue del padrino Pedro? –le pregunté.

–Lo pusieron en la lista de los muertos.

–¿Cómo?

–Así.

–No entiendo nada.

El joven se rió de mi ingenuidad.

–Después del azotamiento –contó–, el padrino Pedro, como cada uno de nosotros, fue llevado al hospital de la cárcel. Aquí empezó a prolongar adrede su dolencia, lo que le permitió conocer al carcelero. Pronto pudo conocer los lados débiles del hombre y, sobre todo, un hecho le permitió sacarle provecho. El carcelero había gastado dinero del reino y por ese motivo no sólo iba a ser juzgado, sino que también iba a perder su empleo si no reponía el faltante. El padrino Pedro comprende su situación sin salida y un día le dice:

–Señor carcelero, deseo hacerle un pequeño servicio.

–¿Qué servicio?

–Creo que usted anda en dificultades de dinero, yo puedo ayudarlo.

Esta clase de sutilezas entre los presos y los carceleros son tan comunes, que este último no sólo no se ofende, sino que se interesa por saber con cuánto puede ayudarlo.

–¿Cuánto necesita? –pregunta el padrino Pedro.

–Dos mil rublos.

El padrino Pedro promete darle esa suma.

–¿Cómo puedo agradecerle por esta ayuda? –pregunta el carcelero.

–Liberándome de la cárcel –contesta el padrino Pedro.

–Usted está condenado a destierro perpetuo.

–Lo sé.

–Me exigirán su presencia.

–También lo sé.

–¿Qué puedo contestar?

–Ya he pensado en su respuesta, es algo muy simple.

–¿Cómo?

–Me pone en la lista de los muertos, dirá que morí en el hospital, que me llevaron y me enterraron.

–Para eso exigen diversos requisitos oficiales.

–Es fácil registrar esas formalidades en los libros. ¿Acaso desaparecen pocos hombres en los hospitales? Y nadie pregunta por ellos. Se pone: “Murió”… y con eso termina todo.

–No obstante, hay que poner un cadáver en su lugar.

–En el depósito del hospital hay muchos cadáveres sin dueño, elija uno.

El relato del joven me interesaba. Y efectivamente, en ese establecimiento desaparecían muchos. Los cadáveres ni siquiera eran enterrados, los despedazaban y los abandonaban en un gran río que corría cerca del hospital. La cárcel y el hospital se encontraban en un mismo edificio.

Antes de las reformas judiciales se cometían terribles abusos en las cárceles y no era de extrañar que un hombre como el padrino Pedro pudiera escaparse. Mi joven compañero me contó otro caso más, que no era menos interesante.

–¿Ves ese hombre –me dijo– que duerme acurrucado, hecho un ovillo en aquel rincón? Ese infeliz también es una víctima de los abusos.

Miré hacia aquel lado y vi un hombre flaco y pálido que estaba sentado profundamente amodorrado en un rincón. Para disipar la tristeza de la noche, me dispuse a escuchar los pormenores sobre ese desdichado desterrado. Mi joven compañero sabía describir con bastante fidelidad a las personas.

–Ese pobre hombre –dijo–, a quien llamaban Sidor Sidovich y con quien tuve un trato muy estrecho, es de aquellos que carecen, no sólo de las aptitudes humanas, sino que las tristes condiciones de la vida también los despojaron de la poca capacidad que les dio la naturaleza. Fue un subalterno en un juzgado, en donde oficiaba de copista. La vida junto al escritorio lo había embotado y el uso desmedido del alcohol completó el resto. Lo despidieron del empleo y para no aburrirse se entregó aún más a la bebida. Pero Sidor Sidovich fue un borracho pacífico y tranquilo. A la salida de la taberna no acostumbraba deambular, nunca molestaba a la gente. En su casa se sentaba junto a la estufa, bostezaba y dormía. La mujer lo reprendía, le recriminaba, pero Sidor Sidovich no contestaba nada. Sólo sonreía como un tonto, agachaba la cabeza y mascullaba sordamente algunas palabras imprecisas. Entonces la mujer podía echarlo afuera para limpiar la habitación y ordenarla un poco. Y Sidor Sidovich se sentaba cerca de la puerta y se calentaba bajo el sol. Y cuando terminaban de limpiar la habitación volvía junto a la estufa. Pero había momentos en que Sidor Sidovich se volvía entusiasta. Eso sucedía cuando su mujer recibía a una importante visita. Era la visita de su anterior jefe. Cuando aparecía ese hombre para Sidor Sidovich era un día de fiesta. Le daban dinero y lo mandaban a la calle para que comprara bebidas y comestibles. Entonces sí, abandonaba su rincón sagrado y salía contento. En el camino, cuando aún no había vuelto a la casa con las bebidas, inevitablemente Sidor Sidovich alzaba el codo para ablandar el garguero. Luego, ya con la mesa puesta, la señora comía, bebía y se divertía con la visita importante, mientras Sidor Sidovich se afanaba y servía, solícito. Con enorme satisfacción bebía a la salud de la visita importante cada vez que alzaba la copa. El banquete duraba horas, pero Sidor Sidovich no tenía la paciencia de esperar hasta el fin. Se balanceaba, la cabeza le andaba mal, la mujer lo tomaba de la mano y lo sentaba cerca de la estufa, en donde empezaba a dormitar. Y la mujer seguía pasando el tiempo con la el visitante. Si bien Sidor Sidovich vivía de su mujer, debajo de sus pies y desposeído de toda dignidad, empero siempre se ufanaba de algo: él era varón y ella mujer. Y en ese entendimiento reaccionaba mal cuando su mujer provocaba su enojo. Eso ocurría con mucha frecuencia cuando Sidor Sidovich robaba algo de la casa y lo llevaba a la taberna. La mujer comenzaba a recriminarlo e insultarlo y Sidor Sidovich, acordándose de que él era varón, tomaba el primer objeto que encontraba y le golpeaba la cabeza a la mujer. A veces el episodio terminaba con sangre. Uno de estos hechos terminó con Sidor Sidovich en la cárcel. La mujer se alegró por haberse liberado de la desagradable carga y Sidor Sidovich no se entristeció mucho por haber mudado de casa. Hasta se olvidó de los años a que fue condenado. Lo enviaron al destierro sin saber por qué, y lo más asombroso es que ningún interés mostró en saberlo. Hoy le ordenan y obedece; la capacidad de obedecer está muy desarrollada en él. Es atrevido sólo respecto de su mujer, pero dócil con los extraños.

La descripción de mi joven compañero sobre Sidor Sidovich a tal punto dio lugar a mi compasión, que le pregunté:

–¿Entonces tú adviertes un abuso en la condena de este hombre?

–Sí, un abuso similar perpetrado por el mismo hombre que registró al padrino Pedro en la lista de los muertos. Sidor Sidovich es desterrado en sustitución de otro delincuente, a quien dejaron libre hace tiempo.

–¿Y si algún día su mujer piensa buscar a su marido?

–Entonces lo pondrán a él también en la lista de los muertos en la cárcel.

Esta clase de abusos sucedía a menudo antes de las reformas judiciales, y a mí me extrañaba por qué el padrino Pedro había pensado solamente en su libertad y no se preocupó de sus compañeros.

–Se escapó solo para encargarse de nosotros con mayor facilidad –contestó el joven–. El vendrá tras nosotros y no descansará hasta que nos libere.

El joven no me ocultó nada y me reveló todo el plan que los hurtacruces habían preparado para huir a mitad del camino. Y luego preguntó:

–¿Te unirás a nosotros?

–No –contesté.

Me miró asombrado.

–¿Entonces quieres tu perdición?

–Prefiero pudrirme en las minas antes que unirme de nuevo a ustedes.

–Te arrepentirás mucho –dijo, y se alejó apenado.

Nosotros hablábamos todo el tiempo en armenio y también en el lenguaje de los hurtacruces, sabíamos que así no nos entenderían.

La noche había avanzado. Los condenados dormían profundamente, pero el sueño, ese consuelo de los corazones tristes, no me ganaba. De nuevo aparecía Nené y su la dolorida imagen no se alejaba de mí.