Historia del Bandido (2)

a historia del Bandido me había cautivado tanto que no advertí que la noche había pasado. Cuando los primeros rayos del sol se deslizaron por las estrechas ventanas de nuestra prisión, se abrieron las puertas y la voz ruda de los guardias interrumpió el interesante relato. Luego nos trasladaron hacia las minas a trabajar.

El Bandido estuvo callado durante todo el día y una tristeza oculta ensombrecía su semblante. Yo esperaba con impaciencia la noche para escuchar la continuación de su historia. Pero lo que más me asombraba era su personalidad; ese nombre, Bandido, no le sentaba en absoluto; en él había muchas cualidades hermosas: era fuerte como un Hércules y magnánimo y bueno como un héroe. Sentía un cariño particular no sólo hacia mí, sino que miraba con profunda compasión a toda la comunidad de los desdichados. Por ese motivo todos lo respetaban.

El Bandido tampoco era ineducado; su lenguaje bastante culto y los sanos juicios revelaban que era alguien instruido. ¿Pero dónde pudo estudiar si en su época no había escuela en Gharatagh? A esta pregunta contestó que en su adolescencia el padre lo envió al monasterio de Datev, donde permaneció seis años enteros. En este monasterio estudió con un vartabed que había adquirido renombre como notable armenólogo y teólogo.

Ese día abandonamos el trabajo más temprano que de costumbre porque al día siguiente era fiesta. Marchábamos en grupos por la calle principal, a cuyos costados se alineaban pequeñas tiendas. En ellas se vendían mercancías que eran necesarias a los condenados, a los soldados, empleados locales, artesanos de las minas, maestros, etc. Entre las tiendas había herrerías, panaderías, tabernas, casas de comida y otros locales de expendio.

La calle estaba llena de gente. Cada cual compraba lo que necesitaba para la fiesta del día siguiente. Pero llamó mi atención un mendigo que iba de tienda en tienda pidiendo limosna. Vestía unos harapos viejos y de su hombro colgaba una bolsa igualmente vieja. Llevaba la cabeza doblada hasta el suelo y en la espalda se levantaba una enorme joroba. Apenas podía mantener en pie su tembloroso cuerpo. Cojeando, se arrastraba de puerta en puerta y con voz dolorida, murmuraba: “Una limosna, señores, a un pobre enfermo y con hambre”. Su amargo lamento podía conmover al corazón más duro.

Al ver al grupo de los desterrados se acercó y diciendo “ustedes son más desgraciados que yo”, se puso a repartirles las monedas que reunió. Y en mi palma puso dos kopec de cinco. En aquel tiempo los kopec de cinco eran tan grandes que podían competir con las herraduras de un burro. Miré la cara del mendigo y quedé perplejo… el Bandido se hallaba a mi lado. Cuando el mendigo se fue, dijo:

–Esa cara me es conocida.

Yo no contesté nada.

–¿Acaso se ha vuelto rengo ahora y tiene joroba en la espalda? –habló para sí.

Al ver que el Bandido había reconocido al mendigo, yo no le oculté nada y repuse:

–Sus piernas son más derechas y firmes que las tuyas y las mías, y también la espalda; sólo que finge ser así. Cuando es necesario esta gente sabe hacerse el ciego, el rengo, el giboso. ¿Te fijaste en sus cabellos revueltos, en la barba enmarañada, en la voz desdichada? Pues todo es ficticio.

–Esa cara me es conocida –repitió el Bandido.

–¿Dónde lo has visto?

–Luego te contaré.

El grupo siguió su marcha. Puse en mi bolsillo los dos kopec que me dio el mendigo, los palpé con los dedos y en medio de ellos noté que había un papel doblado. Sin leerlo me imaginaba su contenido. No obstante, buscaba el momento oportuno para leer el papel.


Cuando llegamos a nuestra prisión ya era noche y las lámparas estaban encendidas. Hallé la ocasión de ver el papel. En él estaban escritas las siguientes líneas:

Murat, está todo preparado para tu fuga. Espero que ahora seguirás mis consejos. Recibirás de mí una segunda carta y procederás de acuerdo a ella. Pedro.”

Leí la carta en un lugar donde a los presidiarios nos estar solos. En la pared había adherida una vela, puse sobre ella el papel y el misterioso aviso del padrino Pedro se esfumó al instante.

Yo estaba intrigado por las palabras del Bandido, cuando deslizó que la cara del mendigo le era conocida. Estaba seguro de que esa sospecha tendría su historia. El padrino Pedro no era una fruta cuya degustación no dejara secuela. A la noche, cuando nos metieron en nuestras celdas, le rogué al Bandido que me contara en qué ocasión había conocido al falso mendigo. Y accedió:

–¿Recuerdas que te conté que en mi adolescencia mi padre me envió a estudiar al monasterio de Datev? Por entonces se había difundido la noticia de que en el monasterio de Vorod había aparecido un ermitaño que obraba milagros. Acerca del ermitaño decían que no comía, no bebía, que se sustentaba con la gracia del Espíritu Santo y que su alimento eran las constantes oraciones. También contaban que hacía milagros, y por ese motivo de todos lados acudían al monasterio ciegos, cojos y enfermos de distinta índole, para que los sanara el ermitaño. Al enterarse de la fama del ermitaño, mi madre, que hacía cinco años estaba paralítica, me abrumaba con sus ruegos. Continuamente recibía cartas de casa para que la llevara a ver al ermitaño. Ella también deseaba sanarse y andar con las piernas firmes. También lo deseaba mi padre. Tuve que suspender momentáneamente mis estudios en el monasterio de Datev e ir a nuestra casa para traer a mi madre. Mi padre nos proporcionó todo lo conveniente para la ofrenda al monasterio. Al segundo día de nuestro arribo al monasterio de Vorod nos permitieron visitar el ermitaño. Lo encontramos en la gruta donde vivía, rezaba y se sometía a los rigores de la vida ascética. Nos había acompañado uno de los monjes. En ese momento el ermitaño oraba, estaba sentado en el piso de su celda y con los codos apoyados en la piedra que empleaba de almohada y las manos en la cabeza, en posición semiinclinada, había fijado sus ojos en el techo de la gruta. En ese estado parecía elevar su pensamiento al cielo, dominado por un profundo y sagrado éxtasis. De tal manera, no percibió la presencia de mi madre cuando se acercó y besó la falda de su vestimenta. El indumento era sumamente sencillo: el negro sayo hecho de pelo rústico bajaba hasta sus pies y ceñía su cintura con una cuerda de pelo igualmente negro. No llevaba calzado ni sandalias, andaba con los pies desnudos. Tenía la cabeza descubierta, pero los desgreñados y largos cabellos habían crecido tanto que lo preservaban tanto del frío como del calor. La enmarañada barba se había mezclado con los cabellos y le otorgaba a su semblante una imagen terrible. El rostro era pálido y enfermizo. Al ver que el ermitaño no se movía, no hablaba ni cambiaba de postura, creímos que estaba durmiendo. Pero él dijo:

–No duerme, ¿ven?, tiene los ojos abiertos, sólo se ha elevado al cielo con el alma.

Mi madre le rogó que el ermitaño la viera. El monje contestó:

–Nosotros, los pecadores hijos de Adán, vemos con los ojos, pero él ve con el alma.

Luego el monje le aconsejó a mi madre que se acercara al ermitaño, que le tomara la falda y él le diría lo que los espíritus le transmitieran. Ayudé a mi madre a acercarse e hizo lo que le indicó el monje. En el mismo momento el ermitaño efectuó un extraño movimiento y, sin cambiar de postura, pronunció unas palabras incoherentes:

–El árbol del incienso ha brotado…, ha tejido diademas en la cabeza…, ha lanzado doce ramas…, en cada una de las ramas se ha sentado un ángel…, encima de todos se halla la santa Madre de Dios…, en sus brazos sostiene un niño adornado con cabellos de luz…, lágrimas en los ojos de la Madre…, el corazón lleno de pena…, en la mano del niño una cruz…, el rostro se ha vuelto radiante…, las lágrimas en santidad…, y la cruz en nuestra salvación… la Madre y el Hijo prometen…

El ermitaño calló. El monje nos explicó el sentido de su profecía, dijo que la santa Madre de Dios y el Hijo prometían salvación. Mi madre se alegró, besó de nuevo las faldas del ermitaño y nos alejamos con devoción.

Desde entonces pasaron varios meses y se decía que el ermitaño tenía sus horas contadas, que no iba a permanecer mucho tiempo en la Tierra, que los ángeles lo llamaban a su lado, que estaba próximo a desaparecer, que su muerte iba a ser como la de Moisés y San Gregorio el Iluminador, que el pueblo no iba a hallar su cuerpo y que sería objeto de veneración. Y en efecto, el ermitaño desapareció. Y adónde fue, nadie lo sabía. Entre la gente corrían diversas versiones. Algunos decían que había ascendido al cielo como Yenovk y Elías; otros creían que se había recogido en una montaña para pasar con mortificación los últimos días de su vida y consagrarse plenamente a Dios; varios contaban que lo habían visto en tal lado rodeado de rayos de luz y que cuando se acercaron desapareció. En fin, se decían muchas cosas parecidas, pero cuál de ellas era cierta, sólo Dios lo sabe.


Si bien la historia del Bandido era muy interesante, a mí no me asombraba en absoluto. Yo conocía muy bien al padrino Pedro; para él cambiar de figura o de forma era habitual. Sólo me parecía increíble una cosa: ¿acaso el padrino Pedro era el mismo personaje que el Bandido había visto en la gruta del ermitaño?, ¿y qué prueba tenía para pensar así? La semejanza del rostro no era suficiente, principalmente porque desde entonces el padrino Pedro debió haber cambiado bastante. Cuando le observé al Bandido este punto, me contestó:

–Al ermitaño lo llamaban “Oreja Cortada”, decían que cierta vez cayó prisionero de los infieles, que lo torturaron para que abjurara de su fe y que al negarse le cortaron las orejas. Y por ese suplicio lo consideraban una especie de mártir. Y yo noté que los extremos de las dos orejas del mendigo que vimos estaban cortadas. Además, los brazos y las manos del ermitaño llevaban el tatuaje de los peregrinos de Jerusalén. Y vi lo mismo en los brazos y en las manos del mendigo.

Las marcas eran ciertas. En efecto, a causa de un pequeño robo en Persia al padrino Pedro le habían cortado las puntas de las orejas. Ese castigo lo recibió en su juventud. Y también era cierto que fue peregrino de Jerusalén.

–¿Pero con qué propósito ese hombre vaga por estos lejanos lugares? –inquirió el Bandido–. Y en qué lamentable estado...

Yo no sabía qué contestar. Me resultaba difícil confesarle al Bandido que lo conocía, que entre nosotros hubo relaciones de largos años y que guiado por el mismo ermitaño fui a caer en la senda del delito. Tampoco le dije que era por mí que simulaba mendigar y erraba cerca de los desterrados. Le oculté que el misterioso mendigo, al acercarse a nosotros, me había dado junto con los kopecs un papel. Todo eso se lo oculté a mi mejor amigo porque aún me hallaba en la incertidumbre, aún no sabía qué iba a responderle al padrino Pedro.

¿Qué tenía que contestar? ¿Debía aceptar o rechazar la oferta? No podía decidirme por ninguna de las dos cosas. El padrino Pedro había venido a liberarme, había atravesado cientos de millas, miles de verstas; aún no me había olvidado, aún pensaba en mí. ¿Pero con qué propósito? ¿Acaso le remordía la conciencia el haberme hundido en la desgracia o quería volver a tomarme como un instrumento para sus fechorías? En medio de esta incertidumbre, el Bandido dijo:

–Esta es la tercera vez que lo encuentro.

–La primera vez como ermitaño, la última vez como mendigo, ¿y la otra? –pregunté.


–Tiene que ver con Sanam, luego te contaré.