El nuncio de Jerusalen

ra el año 1840. Habían pasado cinco años desde que dejáramos Persia.

En una de las apartadas regiones del norte de Rusia, atravesando los pueblos dispersos del desierto, pasaba un carro cubierto, tirado por cinco caballos apelados.

Ese carro, así cubierto, había recorrido muchas provincias, muchas regiones, y dondequiera que aparecía el pueblo lo recibía con profunda devoción y con sus besos le limpiaba el polvo. Ahora el carro se dirigía a un pueblo importante que estaba a cuatro leguas. A lo largo del camino se había apiñado la gente. Ancianos, niños, hombres y mujeres se pisoteaban, se empujaban para ver al viajero. Pero éste no aparecía, hasta las cortinas de las ventanillas estaban bajas.

Guiaba los caballos un negro abisinio de rostro esmirriado color café. En la parte posterior del carro iba sentado un joven moreno de cara oriental y largos y ensortijados cabellos que brillaban como ámbar negro. Su vestimenta era negra como sus cabellos y estaba hecha de lana ordinaria. Esa clase de ropa la llevan en Oriente únicamente los monjes cenobitas, los cuales viven retirados del mundo, aislados en sus celdas, rezando o leyendo libros sagrados.

En el interior del carro sólo iba un personaje, al cual no podía ver nadie.

Cuando el carro se acercó al pueblo, comenzaron a tañer las campanas. Sólo en ese momento se levantaron las cortinas de las ventanillas y la de la derecha se abrió. De ella se extendió una mano y empezó a santiguar y bendecir a la multitud. La mano y el brazo, completamente desnudos, estaban tatuados con dibujos violáceos que representaban serafines, querubines y un monasterio con cruces. Los mujics se acercaban y besaban con devoción esa misteriosa mano. Por su piel castaña, era evidente que el personaje procedía de una región calurosa donde la tez está oscurecida por el sol.

El carro entró en el pueblo.

En cada pueblo, en cada pequeña ciudad, dondequiera que ese carro llegaba se detenía en la puerta de la iglesia si en ella había un albergue apropiado, en la puerta del obispo o en la del presbítero. Se mantenía alejado de las casas seglares. Pero ese día se aprestaban para recibirlo en la casa del más rico hacendado del pueblo.

El carro marchaba lentamente. Los fuertes caballos, en contra de su voluntad, iban a pasos sincrónicos porque debían adecuar su andar al desplazamiento de la muchedumbre que había rodeado el carro. Se echaba de ver que esos inteligentes animales estaban tan acostumbrados a las multitudes que nunca se espantaban, iban despacio y con una complacencia tal que el gentío podía mirar cuanto quisiera y satisfacer su curiosidad. Las calles, las ventanas de las casas estaban llenas de gente. Las mujeres, con sus criaturas en brazos, pasaban por debajo de las riendas de los caballos. Muchas trataban de hacerlo debajo de las ruedas
[i].

El carro se detuvo en la casa del hacendado. El joven de cabellos crespos saltó a tierra y, abriendo enseguida su portezuela, ayudó a salir al personaje. Los dos sacerdotes del pueblo y el señor de la casa se acercaron y, tomando con reverencia al santo visitante, lo llevaron al interior casi en sus manos.

Anochecía y la multitud no pudo ver el rostro del visitante, porque lo cubría un velo extraño sobre el cual estaba estampada la terrible escena del Juicio Final.

Cuando lo trasladaron a la habitación dispuesta especialmente para él, levantó el velo. Apareció un venerable rostro con una espléndida barba blanca y largos cabellos entrecanos. Los rasgos del dignatario irradiaban la justicia, la paz espiritual y la devoción.

La casa estaba bellamente decorada. Sus dueños eran de aquellos nobles que en sus años lozanos se pervierten, se consumen en la lujuria, en la disipación y en la lascivia de las capitales; y cuando están a las puertas de la muerte, ya cansados, hastiados, retornan a su lejana provincia y se entregan a la piedad religiosa. Al retirarse a un olvidado rincón de un apartado pueblo, esta clase de gente, para conservar viejas dignidades, se rodea de aquellos boatos y abigarrados objetos que los acompañaron otrora. Y así estaba engalanada la casa del hacendado.

Un hermoso diván revestido en raso violáceo aguardaba que el huésped descansara en él. Cuando el dueño de casa lo invitó a sentarse, el venerable huésped se detuvo ante el diván y, posando en él una mirada de asombro, pronunció las siguientes palabras:

–Nuestro Señor Jesucristo nació en el pesebre de Belén y los primeros que lo visitaron fueron los pobres y humildes pastores. Desde entonces pasó muchas noches a la intemperie, durmiendo en el suelo desnudo. ¿Y por qué ahora quieren complacer a su indigno discípulo con semejante trono?–. Estas palabras las pronunció en griego y el joven crespo las tradujo al ruso.

Despechado en su cristiana oligarquía, el dueño de casa no sabía si ofenderse o avergonzarse por su fausto modo de vivir. El joven crespo le hizo saber al dueño de casa las costumbres del doliente padre, agregando que lo honrarían si le permitían no desviarse de ellas. Dicho esto, el joven extendió sobre el raso violáceo del diván un pedazo de paño desgastado que era el tapete usual del doliente padre. Unicamente se sentaba y dormía sobre él.

El personaje se sacó sus pesados zapatos delante del diván y se sentó en él con las piernas cruzadas, a la manera asiática. Esos zapatos, cuyas suelas tenían un espesor de dos pulgadas, semejaban a los que calzaban nuestros sacerdotes frente al altar durante la misa. Llamaba particularmente la atención su vestimenta ordinaria y sencilla. Era un indumento gris oscuro, hecho de pelo rústico, al que en los cenobios denominan jaraz. Sólo se visten así los monjes cenobitas que guardan un riguroso ascetismo. En la cabeza llevaba un fez de color azul intenso, envuelto con negros turbantes cuyos extremos caían hasta los hombros. El abrigo era semejante a los farachá
[ii] de los religiosos orientales, con amplias faldas que llegaban hasta los talones y mangas anchas. Una larga correa de cuero ceñía su cintura y de su cuello pendía una enorme cruz de hierro con una cadena del mismo metal. Los cabellos y la barba estaban tan crecidos que parecían desconocer la tijera y la navaja. Tenía el aspecto de un derviche.

Ese monje era el nuncio del monasterio de Jerusalén, y el joven crespo, cuya vestimenta no se diferenciaba mucho de la del maestro, era su diácono.

Antes del arribo, entre el campesinado se habían difundido muchas historias enigmáticas, muchas fábulas acerca del monje. Decían que no comía nada, que no bebía nada y que sólo se alimentaba con oraciones. Decían que curaba a los ciegos, a los rengos, a los enfermos y que hacía otros prodigios parecidos. Pero lo cierto es que era un hombre sencillo y sobrio que evitaba los placeres que debilitan el alma.

Cuando el monje se sentó en el diván con las piernas cruzadas, los dos sacerdotes del pueblo y el dueño de casa permanecían aún de pie delante de él y no se atrevían a sentarse, hasta que él les pidió que lo hicieran, diciendo:

–Ustedes siéntense como acostumbran.

El dueño de casa se acomodó en el sillón y los dos sacerdotes se sentaron en sendas sillas alejadas. En la sala de recibo reinaba una suerte de incómodo silencio. El dueño de casa, no obstante ser un hombre bromista y charlatán, como lo son generalmente los viejos que han viajado, visto y oído mucho, no sabía de qué hablar con su insólito visitante. Lo embargaba una especie de temor, de ese que domina al hombre cuando siente la presencia de seres sobrenaturales. Y los sacerdotes temían hablar para no poner en evidencia su ignorancia, más que por otra cosa. Finalmente, de la habitación contigua entró la dueña de casa con su enorme grupo de hijos, el silencio se disipó y la sala se animó un poco.

El marido se levantó y empezó a presentar, primero a su mujer, luego a sus hijas e hijos. Todos se acercaron de a uno por vez, besaron la diestra del monje y recibieron su bendición. La señora se sentó cerca del diván del monje, las hijas y los hijos grandes se ubicaron en el otro lado y los pequeños permanecieron unos instantes de pie; luego se aburrieron y se fueron.

El venerable huésped, tal se veía, no sabía entretener a las mujeres y daba la impresión de incomodarse en su presencia. Ello se evidenciaba en la expresión de su rostro, que procuraba disimular. Era la habitual turbación del religioso célibe ante una mujer. ¿Pero cómo explicarlo?

–Parece que Su Santidad viene de muy lejos –inició la conversación la dueña de casa.

El monje se volvió al diácono crespo que estaba a su lado. El traductor contestó:

–Sí, de lejos, de muy lejos. Hemos viajado tres meses enteros hasta llegar acá.

En ese momento entraron dos sirvientes de frac y guantes blancos y ofrecieron té en bandejas de plata. El monje se negó a aceptarlo diciendo que los servidores del sagrado templo se mantienen alejados de las bebidas dulces. La dueña de casa le explicó que aquello era un simple té y no otra bebida, que en su país lo tomaban hasta los niños. El monje, para no apenar a la bondadosa señora, aceptó una taza y se puso a beber el té sin azúcar. Los dos sacerdotes siguieron su ejemplo y, contrariamente a su costumbre, ellos también lo tomaron amargo.

La señora se interesó por conocer el motivo del viaje de "Su Santidad" (la señora lo llamaba así , aunque la venerable visita no era obispo, sino un monje de la congregación griega del monasterio de Jerusalen).

El monje dijo brevemente quién era él, a qué congregación representaba como nuncio de Jerusalen, y explicó el motivo de su viaje. Luego presentó la desgraciada situación del sagrado templo, la persecución de que era objeto el Santo Sepulcro del Salvador, las penurias de los miembros de la congregación a causa de los turcos, su pobreza y su desdichado estado. El relato era tan impresionante y lastimoso que la dueña de casa se santiguaba continuamente; luego no pudo aguantar más, llevó el pañuelo a los ojos y empezó a sollozar amargamente. Al notar esto, el monje la consoló diciendo:

–Todas las desgracias del sagrado templo se remediarán con las donaciones de los piadosos fieles. Yo hice votos de no comer, no beber, no dormir y llevar en mi cuello esta cadena de hierro (llevó la diestra a la gruesa cadena de la cual colgaba la enorme cruz) hasta reunir los suficientes donativos para liberar de su cautiverio al Santo Sepulcro del Salvador. Sé que los fieles piadosos me asistirán en este empeño.

–¿Acaso el Santo Sepulcro está cautivo? –exclamó la señora.

–Sí, en poder de los infieles. El monasterio está endeudado, los objetos sagrados han sido empeñados…

–¡Dios mío, Dios mío! –exclamó la señora, llevando de nuevo el pañuelo a los ojos.

El dueño de casa imitó a su mujer y los dos sacerdotes aparentaron conmoverse.

La segunda taza de té interrumpió la triste conversación y de nuevo entraron los sirvientes con las bandejas de plata. El monje hablaba todo el tiempo en griego y el joven crespo traducía sus dichos. Este último sabía poco el ruso, lo cual hacía más interesantes sus palabras al quedar muchas cosas incomprensibles. Después del té la conversación tomó otro giro.


El dueño de casa preguntó:

–¿Qué objetos sagrados quedaron ahora en Jerusalen?

–Muchos –contestó el monje–, entre ellos la cuna de Jesucristo. Y hace tiempo que esa sagrada cuna nos la han arrebatado los turcos y la guardan en la mezquita de Omar. Cuando un cristiano entra allí, la sagrada cuna empieza a moverse sola. Por esa causa no permiten que los cristianos entren.

–¡Malditos...! –exclamaron los dos sacerdotes, que estuvieron todo el tiempo callados.

–¿Y qué más hay? –preguntó el dueño de casa.

–El pozo de Judas –contestó el monje, como si eso también formara parte de los objetos sagrados.

–¿El pozo de Judas? –repitió la dueña de casa, persignándose.

–Sí, el pozo de Judas. El maldito Judas está aún vivo en ese profundo pozo.

–¿Cómo no sale fuera? –preguntó asombrado el dueño de casa.

–La boca del pozo está sellada eternamente con una enorme roca, por orden de Dios. Cuando llega el Viernes Santo, es decir, la noche en que el maldito delató a Nuestro Señor Jesucristo, desde el fondo se oyen espantosas voces; son sus quejidos.

–Seguramente son los demonios que atormentan al maldito –intervino uno de los sacerdotes.

–Sí, lo atormentan… Será siempre atormentado y seguirá así hasta el día del terrible juicio de Jesucristo.

–¡Maldito Judas...! –volvieron a repetir de todos lados.

–¿Qué más hay?

–Un manantial sagrado que nació de las lágrimas de María Magdalena Los ciegos sanan cuando se lavan en él.

–Enviemos allí a nuestro Fetga –dijo la señora, volviéndose a su marido. Fetga era su hijo pequeño, uno de cuyos ojos estaba dañado por la viruela.

–Para curarse es preciso tener una firme esperanza y fe –interrumpió el monje.

Los relatos del monje sobre los lugares sagrados de Jerusalen eran más y más interesantes. Habló del judío errante, del monte Olivito, del valle de Getsemaní, del lago denominado ¡Ay, ay, koli!, etcétera.

–¿Qué lago es ese? –preguntó la señora.

–El lago en el cual Jesucristo, cuando era niño, se bañaba con otros chicos. Los chicos malos lo molestaban y lo hacían sufrir. El pequeño Jesús tomó un puñado de arena y lo arrojó sobre los niños, convirtiéndolos a todos en ranas, y aún hoy claman incesantemente: “¡Ay, ay, koli!”, que significa el lago del ay, ay.

La señora, asombrada, se volvió a sus hijos diciendo:

–¿Oyeron, hijos míos? ¿Vieron cómo se castiga la maldad?

Los niños enrojecieron.

En el comedor se había dispuesto una cena opípara. El dueño de casa entró allí para asegurarse que nada faltaba y luego llamó al joven crespo para consultarle.

–Le ruego que me perdone, ¿qué vinos y qué entradas gusta más su santo padre?

El joven crespo lanzó una mirada sobre los ricos platos y con gran pesar contestó:

–Mi santo padre no puede comer ni beber nada de esta mesa.

–Imagínese, reverendo –dijo el dueño de casa disculpándose–, nosotros vivimos casi en el desierto; como nos encontramos a miles de verstas de las grandes ciudades, carecemos de todo. Lo que usted ve aquí apenas se puede conseguir, lo mandamos traer de Moscú.

–Perdóneme señor –contestó el joven–. Yo no pude explicarme bien. Todo esto es muy hermoso, es digno de un rey, pero no es para mi santo padre.

–¿Por qué?

–Él pasa todo el año en ayunas, casi a pan y agua. Sólo come en la Pascua de Resurrección y en la natividad de Jesucristo y, además, nada de carne y poca grosura. Y no bebe vino en absoluto, sólo toma agua.

–Es asombroso, muy asombroso.

El dueño de casa quedó en situación embarazosa. Al advertirlo, el joven crespo dijo:

–Todos los funcionarios del sagrado templo son así. Usted habrá respetado más a su huésped si le permite seguir sus hábitos. Un plato de garbanzos hervidos será para él una cena opípara. Y de no haber tampoco eso, estará muy contento con un pan seco.

A pesar de estas austeridades, el dueño de casa ordenó varias comidas sin carne, las cuales causaron bastante desagrado en el monje, aunque se calló por cortesía. La cena fue más amena de lo que se esperaba. El padre narró muchas e interesantes cosas acerca del templo de Jerusalen, de la vida austera y ascética de los monjes, de los festejos de los peregrinos y de aquel milagro que sucedió en la Pascua de Resurrección, cuando del cielo descendió una luz sobre la tumba del Salvador y a un tiempo se encendieron todas las luces y todas las velas del templo sagrado. Los relatos del monje llenaban de fervor los corazones de los oyentes, les encendían la fe y los transportaban extasiados al lejano mundo bíblico en el que habían nacido los profetas de Dios, y en donde el Redentor del mundo cumplió los divinos mensajes del Nuevo Testamento.

Después de la cena, enseguida pensaron en el descanso del santo padre. La devota dueña de casa se encargó personalmente y con especial esmero de ordenar su lecho. Aquella cama con diversas colgaduras, con numerosas almohadillas grandes y pequeñas, con variadas mantas y cojines y blando colchón de plumas, parecía preparada por las manos de Morfeo. Y para evitar las mismas contrariedades surgidas con la cena, la señora llamó al dormitorio al joven diácono para que la enterara acerca de cómo solía dormir su santo padre.

–¿Qué es esto, estimada señora? –exclamó el joven crespo, asombrándose–. Usted, por lo visto, pensó hacer pecar a mi santo padre. Sepa usted que él preferiría dormir en brazos de Satanás antes que en este magnífico lecho.

La mujer se sintió herida por la perpleja observación del joven. Éste corrigió enseguida su error, añadiendo:

–Los austeros monjes de Jerusalen consideran un pecado dormir en esta clase de lechos. Mi santo padre tiene su propio lecho, que siempre lleva consigo, y sólo duerme en él.
Con estas palabras el joven entró en el cuarto donde estaban sus pertenencias y volvió con un mísero colchón hecho de pelo rústico y una almohada rellena de pasto y forrada con fieltro negro. Y entre ellos estaba también el trozo de paño gastado que antes había tendido sobre el diván de raso y el cual el santo padre utilizaba indistintamente como tapete o como celchónir.

–Esto es todo su lecho –dijo el joven poniendo en el suelo los guiñapos–. Esta clase de lecho es bueno porque es difícil dormir mucho tiempo en él, lo cual es muy necesario para mi santo padre. En cambio, el magnífico lecho que usted preparó proporciona un sueño tranquilo, y eso es muy malo, es dañino.

La señora no sabía si asombrarse o reírse de la ingenuidad del muchacho. Y con algún desenfado preguntó:

–¿Acaso no se duerme para descansar?

–Es verdad, estimada señora, pero no es igual para todos los hombres. Mi santo padre apenas duerme una hora en la noche, luego enciende la lámpara y lee. Todas las noches tiene que leer íntegramente los salmos de David, después los proverbios del sabio Salomón, las profecías, las epístolas del apóstol Pablo y de otros, en ese orden. Y para que no lo venza el sueño es indispensable un lecho tosco como éste. Pero así y todo, a veces el diablo se opone y lo vence el sueño. Por eso mi santo padre viste una camisa completamente distinta a la que usa la gente común.

–¿Qué clase de camisa?

–Si a la estimada señora le interesa, puedo mostrársela ahora mismo.

El joven entró de nuevo en el cuarto contiguo, abrió uno de los numerosos baúles y extrajo algo así como una bolsa, como un camisón con mangas angostas. La señora temió palpar la extraña camisa y la miró de lejos. Unicamente la Inquisición podía crear una vestimenta tan satánica para torturar a sus condenados. La camisa estaba hecha también de pelo rústico, como la manta, pero en su textura brillaban millares de menudas agujitas, cuyas filosas puntas estaban vueltas hacia adentro.

–A esto se le llama camisa de la templanza –explicó el joven–, ella mantiene al hombre despierto. Atormenta el cuerpo y fortifica el espíritu. Todos los monjes de nuestro monasterio visten esta clase de camisas.

–Es terrible –exclamó la señora–. ¿Quiere decir que ahora lleva una?

–Sí. Yo también visto una igual.

El joven, abriendo su cuello, mostró su camisa de la templanza. La señora se horrorizó.

A la mañana siguiente, en la casa se efectuó una solemne plegaria. El padre bendijo agua con una cruz que, según aseguraba, estaba hecha con madera del árbol de la cruz. Durante la bendición del agua se leyó el Evangelio y se entonaron varios cánticos.Toda la familia, los sirvientes, las criadas y muchos de los vecinos se habían reunido en el extenso salón donde se efectuaba esa ceremonia litúrgica. El padre esparció sobre los asistentes el agua bendita y, al concluir, la dueña de casa y su marido se acercaron y besaron la cruz y el Evangelio, luego hicieron lo mismo sus hijos y, finalmente, el resto de la concurrencia. Y todos recibieron la bendición.

Cuando concluyó la ceremonia, los extraños se marcharon y en el salón sólo quedaron los de la casa. En la puerta aguardaba el carro del padre, que se daba prisa para partir. Pero la dueña de casa le rogó que antes tomaran un pequeño desayuno. El padre aceptó.

Después del desayuno, cuando bebían las últimas tazas y le deseaban éxito y buen viaje al padre, se acercó el dueño de casa y, besando nuevamente la diestra de la venerable visita, le entregó un grueso paquete, diciendo:

–Considere este pequeño donativo como un óbolo de mujer viuda. Yo estimo que es deber de todo cristiano contribuir, en la medida de sus posibilidades, en las obras que tiene por objeto aliviar las necesidades del sagrado templo de Jerusalen. En el paquete había cinco mil rublos de plata.

El padre bendijo su generosidad y prometió celebrar cinco misas en el altar del templo sagrado de Jerusalen para la expiación de su alma y la de su mujer. Además, le obsequió un rosario que estaba hecho con carozos de aceitunas. Dijo que esas aceitunas no eran de las comunes, sino que habían sido recogidas de los sagrados árboles del Monte de los Olivos, a cuya sombra descansó muchas veces Jesucristo y donde pronunció sus más célebres sermones.

–Desde entonces han pasado muchos siglos –agregó el monje–, y esos árboles sagrados que acogieron bajo su sombra al Redentor de la humanidad, aún permanecen de pie. Luego regaló pequeñas cruces de nácar a cada uno de los hijos del dueño de casa.

–Este nácar –dijo– fue extraído del mar que cruzó Moisés junto con los hijos de Israel cuando los liberó del cautiverio de los faraones. Por eso quienes las lleven estarán libres de toda maldad y desgracia.

Los dueños de casa quedaron muy contentos por los obsequios y despidieron a la venerable visita con grandes demostraciones de gratitud.

El monje volvió a cubrir su rostro con el extraño velo sobre el cual estaba estampada la escena del Juicio Final, salió y se sentó en el carro cubierto, que partió raudamente.

La multitud no volvió a ver el rostro del misterioso monje. Pero esos buenos y piadosos campesinos, durante mucho tiempo no olvidaron los interesantes relatos del padre Adonios y de su diácono Ambrosio sobre los lugares sagrados de Jerusalen…


[i] Actitud que se consideraba como una bendición (N. del T.).
[ii] Especie de túnica que usaban los sacerdotes orientales (N. del T.).