Historia del Bandido (3)

n la tercera noche el Bandido comenzó así la historia interrumpida de Sanam.

–Tú recuerdas que fue de noche cuando Sanam y yo nos alejamos del castillo del melik, una noche lóbrega y sorda en la que la naturaleza favorecía nuestra fuga. Anduvimos varias millas y poco a poco la oscuridad de la noche comenzó a disiparse. Durante el viaje la muchacha no habló conmigo ni una palabra. Estaba callada, al parecer la torturaban graves desasosiegos. Tenía la sumisión y los prejuicios de la doncella armenia. Contra lo primero se rebeló, se resistió a la violencia de los padres y no quiso ser la mujer de un mahometano. Y lo segundo, el prejuicio, persistió. Se había liberado de una afrenta pero se sometió a otra. Había huido de la casa paterna con un joven que no era su pariente ni su amigo. Era evidente que la torturaban estos pensamientos.

Mi caballo iba adelante y ella me seguía. Yo tampoco le hablaba, no quería aumentar su angustia . Sólo admiraba la galanura de su figura, lo bella que era en su vestimenta de varón y el donaire con que montaba su lindo corcel. Parecía un gallardo jinete que sólo era dable ver en los hijos de la alta nobleza persa.

Pero su padre, con su vida, con su conducta y sus costumbres, era igualmente un representante de la nobleza persa. Rodeado de numerosos sirvientes, de perros de caza y halcones, disipaba la mayor parte de su tiempo en recreos y diversiones que se realizaban principalmente a caballo. Muy raras veces su familia dejaba de participar en esas recreaciones y por ese motivo Sanam estaba habituada a cabalgar desde niña.

El melik, como todos los khanes de Gharatagh, tenía numerosos animales a los que en verano llevaba a pastar en los frescos lugares montañosos. Muchas veces la familia del melik pasaba meses en su residencia veraniega, cerca de sus rebaños.

Sanam se solazaba mucho con la vida montuna en las tiendas de los pastores. Gharatagh es un país montañoso cubierto de bosques. A veces cabalgaba durante horas entre valles, bosques y montañas. Aquí respiraba más libremente que en la casa del padre, en donde todo la oprimía. Muchas veces le oí decir: “No me gusta el invierno”. Cuando le preguntaba el motivo, respondía: “Porque en invierno estoy siempre en casa”.

Cuando salió el sol, cediendo no sé a qué sentimiento, detuvo su caballo y durante unos instantes se quedó mirando hacia el lado en que, poco a poco, desaparecían de nuestra vista las extensas tierras de su padre. Enseguida dio vuelta la cara para que yo no notara sus lágrimas. Es que se marchaba, se alejaba del país en el que nació, se crió y creció. Pero adónde iba, ella no lo sabía. ¡Pero por qué me ocultaba sus lágrimas? Era tan orgullosa que no me consideraba digno de que viera su alegría o su tristeza.

Me acerqué al ver que quería hablarme.

–No hicimos bien –dijo– en tomar estos caballos de la caballeriza de mi padre.

–¿Por qué?

–Tú conoces el carácter de mi padre, hoy mismo mandará matar al pobre Tuni por habernos entregado los caballos.

–No quedaba otro remedio.

–Podíamos huir a pie.

–Eso la fatigaría a usted. Y nosotros tenemos que alejarnos cuanto antes de estos lugares.

–¿Por qué?

–¿Acaso no sabe que nos perseguirán? ¿No entiende que esta misma mañana, cuando se enteren que usted no está en casa, se descubrirá todo y su padre enviará gente de todos lados para buscarla?

–Que envíe. Esos valles sombríos, esos bosques, esas montañas pueden cobijarnos durante años sin que nadie nos encuentre. ¿No es así?

–Así es, pero también es necesario ser precavidos.

Aun cuando nuestra empresa era riesgosa, yo no quise desalentar a la muchacha. Además, podíamos encontrarnos con los hombres del khan, quien al enterarse de la huida también nos perseguiría. Por ese motivo me daba prisa para no perder ni un instante y acortar lo más posible el camino.

Pasamos la noche en el bosque y al atardecer del segundo día llegamos a las márgenes del río Yerasj. Por esos lugares el Yerasj demarcaba la frontera ruso-persa. Y el único paso que había era el puente de Jutá Aferin. Pero era imposible cruzarlo, porque allí podían haber apostado gente para apresarnos, y también porque nos exigirían pasaportes. Y nosotros, fugitivos, no los teníamos.

La dificultad era grande. ¿Cómo cruzar el río? No quedaba otro remedio que explorar los vados menos profundos y pasar por el agua como los contrabandistas. Pero no sabía si Sanam se atrevería a tanto. Estaba indeciso, no sabía qué hacer. Cuando ella notó mi vacilación, preguntó:

–¿Por qué nos detuvimos?

Le expliqué que para estar más seguros debíamos pasar a territorio ruso.

–Pasemos, ¿qué esperamos? –contestó.

Le señalé el terrible río.

–Crucemos el río –dijo con singular confianza.

–¿No tiene miedo?

Le expliqué que si bien aquel era un lugar vadeable, allí el río tenía cierta profundidad.

–Es cierto, yo no sé nadar –dijo–, pero el caballo sí y me llevará hasta la otra orilla.

–Pero para eso hay que tener bastante valor y mantenerse firme sobre el caballo.

–Puedo hacerlo –dijo. Luego agregó– ¿No es lo mismo, puesto que quería suicidarme? Si Dios quiso que estuviera viva, Él me ayudará ahora. Y si ha llegado la hora de mi muerte, es mejor que ese limpio río sea mi tumba.

La fe, una fe tan intensa en la providencia, era la única y la más firme garantía de que no se arredraría y afrontaría el riesgo con temple. Y eso bastaba para confiar en el éxito del intento. Era suficiente, decía, porque si ella lograba mantenerse sobre el caballo, éste era tan fuerte y diestro que podía llevarla nadando hasta la otra orilla.

Con todo, el peligro que nos aguardaba era grande. Yo tomé la brida del caballo de la muchacha y le indiqué que no se preocupara en absoluto por conducir el animal, que sólo se aferrara a la silla con ambas manos y tratara de que sus pies no se resbalaran de los estribos. Y me largué con mi caballo, tirando tras de mí el suyo. Cuando su caballo entró al agua noté que se santiguó y que rezaba en silencio. Comenzamos a avanzar. El agua apenas llegaba hasta el pecho de los animales. La muchacha se rió de mí por haber exagerado el peligro. Pero yo la prevenía de que podíamos dar con lugares más hondos.

Los vados del Yerasj no son tan peligrosos, principalmente en verano, cuando el agua decrece. Los campesinos lo cruzan con los rebaños de ovejas. Sólo hay que conocer los sitios apropiados. El lugar elegido por mí era el más común y por el que pasaban quienes no deseaban encontrarse con los guardias fronterizos. ¿Pero quién puede adivinar los torronteros que cada día, que a cada hora se acumulan en el lecho del río? Allí donde ayer era vadeable, hoy se abre un enorme pozo. Y la engañosa superficie del agua permanece llana y uniforme.

Pasamos hasta la mitad del río sin ninguna dificultad. De cuando en cuando le aconsejaba a la muchacha que cerrara los ojos, que no mirara el agua. Los caballos, luchando contra la impetuosidad del agua, avanzaban relinchando. Sus pies aún pisaban el fondo, lo cual los mantenía firmes y no se dejaban arrastrar por la corriente. Pero cuando llegamos a los pozos comenzaron a nadar. Ese era el momento más peligroso. Continuamente le gritaba a la muchacha que no temiera y se mantuviera firme en la silla. Pero el agua ya había llegado a la montura. Sólo se veían las cabezas levantadas de los caballos. En ese momento la corriente empezó a arrastrar el caballo de ella. Yo procuraba detenerlo tirando de la brida que llevaba sujeta en mi mano. Pero fue inútil, la brida se rompió y su caballo se alejó bastante de mí. El peligro aumentaba. Sin embargo la muchacha no perdió su entereza y se mantuvo valerosamente sobre su caballo. Yo apremiaba al mío para avanzar y sujetarlo. Pero de pronto la muchacha se hundió en el agua con su animal y el terror se apoderó de mí. No quedaba otro remedio que dejar mi caballo y buscarla entre las olas, nadando. La cabeza de su caballo volvió a aparecer en la superficie y ella aún se encontraba sobre él, aferrada a su crin. Yo me acercaba nadando. Ya nos habíamos desviado de los vados, cayendo en los terribles pozos. No puedo describir el pavor que todavía siento al recordar mi imprudencia, lo necio que fui al proceder con tanta negligencia. Tanto entonces como ahora no alcanzo a comprender qué sucedió y cómo fue que al abrir mis ojos me encontré en el fondo del río. Seguramente algún fuerte remolino o una corriente me habían hundido. Cuando volví a la superficie, miré y ya no vi a la muchacha. Nadé largamente de un lado a otro, largamente la busqué pero no aparecía y no aparecía…

Hacía tiempo que una voz me llamaba desde la orilla opuesta. Pero en mi desesperación no la oía. La voz me gritaba: “¡Salga, salga hacia este lado!”

Yo estaba completamente agotado y desolado por la pérdida de la muchacha. Desgarrando las olas comencé a nadar hacia el lado del que venía la voz. Al salir a la orilla mi alegría era infinita. La muchacha estaba allí sentada, y a su lado el hombre que me llamaba. “Ya estás a salvo”, le decía a ella con la satisfacción de quien ha rescatado una vida. Luego se volvió hacia mí, diciendo:

–Luchaste valientemente con las aguas y estaba convencido de que saldrías, por eso no me ocupé de ti.

El sol recién se había puesto y aún había alguna claridad. El persistente viento que sopla en el valle por donde corre el Yerasj suele ser muy frío, sobre todo al anochecer. La muchacha temblaba con todo el cuerpo con sus ropas mojadas. El desconocido bienhechor me aconsejó llevarla al pueblo próximo para reanimarla y secar sus ropas. Sanam no hablaba nada, se hallaba en una especie de estado febril. Pero la sugerencia del desconocido me pareció inaceptable. Nosotros éramos fugitivos, sería una imprudencia entrar en una población. Si bien no le dije nada al desconocido acerca de eso, creo que él barruntaba algo. Aun cuando estaba vestida de varón, al perder su gorra en el agua la muchacha había quedado con la cabeza descubierta y las largas trenzas de sus cabellos caían sobre la espalda y el pecho. Eso generó la sospecha del desconocido. Yo procuré disiparla diciéndole que aquello era un voto que había hecho la madre a no sé qué santo, quedando en no cortarle los cabellos hasta la edad de veinte años.

–Eso no me interesa mucho –contestó–; ahora es necesario llevarlo pronto a un lugar donde pueda calentarse, si no se enfermará.

–¿De qué nacionalidad son esos campesinos? –pregunté.

–Son armenios –contestó.

Cuando nos dispusimos a marchar hacia el pueblo, recién advertí que habíamos perdido nuestros caballos. El desconocido dijo que habían salido por la otra orilla del río. La pérdida era importante. ¿Adónde puede ir un fugitivo sin caballos? Cruzar de nuevo el río y buscarlos era muy difícil; primero porque no podía dejar sola a la muchacha, y segundo, no había ninguna probabilidad de encontrarlos. Los caballos conocían tan bien el camino de regreso que si no los detenía algún extraño, se dirigirían directamente al lugar de su amo.

Cuando el desconocido advirtió mi desconcierto, dijo:

–Vámonos, luego pensaremos en los caballos.

–¿Qué podemos pensar? –pregunté.

–Enviaremos gente del pueblo para que los busquen.

El pueblo no estaba lejos y recién cuando llegamos oscureció del todo. El desconocido no se separó de nosotros, al parecer quería llevar hasta el final su generosidad. Sabiendo que éramos forasteros, se ocupó también de buscarnos un albergue para pernoctar.

–Yo también soy forastero aquí –dijo–. Los llevaré a la misma casa donde pasé unos días. Son gente buena y hospitalaria.

La muchacha apenas podía moverse, el terrible episodio la había debilitado. Apoyada en mis brazos, caminaba con pasos temblorosos.

La casa a la que nos llevó el desconocido pertenecía a una de los importantes habitantes del pueblo. La noticia de nuestra desgracia fue suficiente para que moviéramos la compasión de todos. Por ese motivo no hablamos nada acerca de nuestra huida.

La muchacha debía descansar para recuperarse del enfriamiento. Enseguida prepararon un lecho caliente en una habitación especial. Ella me pidió que la ayudara a quitarse la ropa mojada. Yo alejé a los demás para que no supieran que era mujer. La pena, el dolor, su debilitamiento la habían despojado de todo el recato femenino por el que la mujer jamás permitiría que un hombre extraño toque su cuerpo. Pero en aquel estado ella me miraba como a uno de sus sirvientes. Y mis sentimientos eran tan limpios que ella no se equivocaba en su confianza.

Luego de acostarla en el lecho no me separé de su lado hasta que entró en calor y el sudor cubrió su frente. Pronto concilió el sueño, pero un sueño febril, agitado. Su imaginación excitada estaba aún despierta. Largamente se atormentaba con terribles sueños y a veces hablaba en medio de sus desvaríos. “Aunque me maten, aunque me despedacen no seré la mujer de un persa”, le oí decir varias veces.

Pasé la noche en la misma habitación en la que ella dormía. Sólo una vez el desconocido entró a verme y preguntó por su estado. Nadie más perturbó su reposo.

A la mañana la muchacha se sentía bien, se levantó y se vistió sin mi ayuda. Sólo le di agua para lavarse. Estuve tan preocupado por su estado que aún no me había detenido en saber dónde nos encontrábamos o quién era el dueño de casa. Incluso no le había expresado aún mi agradecimiento al desconocido que salvó de ahogarse a la muchacha e ignoraba cómo apareció cerca del río cuando nos ocurrió el accidente.

Ya había amanecido cuando el desconocido volvió para vernos. Grande fue mi asombro cuando advertí que ese hombre me era conocido. Era el ermitaño a quien había visto en mi adolescencia en el monasterio de Vorod. Sí, el ermitaño con la punta de las orejas cortadas, los brazos y las manos tatuados con los símbolos del peregrino de Jerusalén, y que ahora llevaba ropa seglar, conservando, no obstante, su magnánimo porte.

Al ver restablecida a la señorita se alegró enormemente y se sentó cerca de nosotros con afecto. Al parecer, tenía que hablarnos privadamente y por eso me mandó cerrar la puerta y no dejar entrar a nadie.

–Yo no soy de aquí –dijo–, yo también soy forastero en este pueblo. Hoy debo marcharme. Por eso vine a preguntarles si puedo serles útil en algo.

–Lo que usted ha hecho por nosotros es tan grande que no tenemos derecho a incomodarlo más –contesté. Sólo nos resta agradecerle por su abnegación.

–Eso no es necesario –dijo con modestia–. Hice lo que cualquier otro hombre debe hacer ante la desgracia. Sólo quiero que me digan si no me necesitan para algo más. Me gusta hablar claro, sería bueno que ustedes también sean sinceros conmigo…

Las últimas palabras despertaron mi recelo; era evidente que algo sabía acerca de nosotros. Y contesté:

–No podríamos dejar de ser sinceros con quien se arriesgó por salvar una vida.

–La vida de una mujer –corrigió enigmáticamente.

Quedé perplejo. Y él añadió:

–Al sacar del agua a la muchacha enseguida supe que no era un hombre. Todo este tapujo me dio motivo para pensar que en la conducta de ustedes había un secreto. No se equivocarán si me revelan ese secreto. Tal vez pueda volver a ayudarlos.

La muchacha, que durante toda nuestra conversación permaneció callada, dijo:

–Yo no guardo secretos para un hombre que salvó mi vida–. Y acto seguido contó de quién era hija, la crueldad de su padre que quería desposarla por la fuerza con un khan mahometano y que para liberarse de esa atrocidad se vio obligada a huir.

El desconocido escuchaba apenado. Cuando la muchacha concluyó, le dijo:

–Su historia es tan dolorosa como loable la valentía con que luchó contra la fuerza bruta, convirtiéndose en un buen ejemplo para muchos. Actualmente, la entrega de muchachas a los khanes mahometanos constituye uno de los habituales sobornos con que los malvados quieren alcanzar sus objetivos. Eso es malo, muy malo. Su historia me conmovió mucho. Me alegro de que todavía pueda hacerles otro pequeño servicio.

–Es suficiente con lo que hizo –contestó ella.

–No, no es suficiente. Ahora usted se encuentra en territorio ruso, es prófuga del suelo persa y ha venido hasta aquí sin pasaporte. Todo lo cual la pone en una situación sumamente complicada. Su padre es un hombre de tanta influencia que le basta con escribirle a las autoridades de aquí para que enseguida la prendan y la manden de vuelta. Ha hecho bien en disfrazarse de varón, pero no es suficiente para su seguridad. Usted se encuentra aún cerca de la frontera persa, debe alejarse pronto de aquí. Pero le será difícil porque perdió los caballos. Anoche estuve pensando en ello y envié a dos buenos nadadores que cruzaron el río a buscar a sus caballos, pero no los hallaron. Usted tiene que trasladarse rápidamente de un lado a otro y eso es imposible sin caballos.

Las observaciones del desconocido eran ciertas. Nuestra situación era difícil. Carecíamos de medios para afrontar nuestras urgencias. Nuestra huida fue improvisada, no pudimos pensar en las necesidades ulteriores. Incluso no teníamos dinero para comprar pan.

–Yo ya he provisto todo –continuó el desconocido–. Alquilé para ustedes dos caballos, cuyo dueño los llevará donde deseen. Sólo les recomiendo que pasen por los lugares de Ghapán, allí la gente es buena, los acogerán y cuidarán de ustedes. No deben perder tiempo, tienen que partir hoy mismo, esta misma mañana. La señorita está sana y puede continuar el viaje. Sólo les falta algo que les exigirán en todas partes. Los pasaportes. Les daré dos pasaportes. Que la señorita siga disfrazada de varón, sólo tiene que adoptar un nombre masculino. Y usted –se volvió hacia mí– también debe cambiar de nombre.

Al terminar sus instrucciones extrajo del pecho dos pasaportes persas, indicando que en adelante llevásemos los nombres anotados en ellos.

Durante todo el tiempo habló con un tono tal, que parecía un viejo amigo nuestro o un íntimo consejero. Con la cabeza gacha y los ojos semiabiertos, muy raras veces nos miraba a la cara. Pero en su venerable rostro se advertía una nobleza misteriosa, una expresión virtuosa muy impresionante. Yo consideraba como una singular misericordia de Dios la presencia de semejante bienhechor en nuestra grave situación. Pero la muchacha era tan orgullosa que fue difícil convencerla para que aceptara esa clase de ayuda de un desconocido. Pero tuvo que avenirse a las circunstancias por la necesidad.

Cuando estuvo todo dispuesto salimos de la habitación. El hospitalario dueño de casa nos despidió con buenos augurios y el desconocido nos acompañó un largo trecho. La muchacha iba montando el caballo y yo marchaba a pie con el desconocido. Detrás de nosotros el alquilador traía mi caballo.

A mí no me asombraba que ese hombre se condoliera de nuestro estado. Me alcanzaba con saber que en un tiempo había sido ermitaño, que los hombres consagrados a Dios están siempre dispuestos a ayudar, a hacer el bien ante el infortunio y la penuria. Pero yo abrigaba aún una duda, mi sospecha no se había disipado y dudaba si se trataba del ermitaño del monasterio de Vorod, o si me equivocaba y era otra persona parecida. Después de acompañarnos un buen trecho, y cuando se disponía a despedirse de nosotros, le pregunté:

–¿No sabremos a quién debemos agradecer tanta generosidad?

Contestó con frialdad:

–Creo que no hay necesidad de saberlo.

–Sin embargo, desearía mucho saber quién es usted.

–Si eso le sirviera para algo se lo diría.

Lo miré fijamente:

–Si mi memoria no me engaña, creo que en un tiempo lo he visto en un monasterio, en una gruta, usted era ermitaño.

Se desconcertó por un momento, pero enseguida disimuló su turbación y contestó:

–Usted no se equivoca, entonces yo hacía una vida ascética en la montaña, lejos de la gente; y ahora lo hago en la vida.

Luego me entregó su bolso y dijo –Tome, lo necesitará en el viaje. Y enseguida se despidió de nosotros.

Yo quedé estupefacto, no hallé ni una palabra para decirle, sólo miraba tras él como petrificado. Él también era viajero, él también iba a algún lugar, pero ¿adónde? Sólo Dios lo sabe. Me había entregado su bolsa; yo estaba seguro de que era su último dinero. Y marchaba solo, a pie, con el largo báculo en la mano y el saco del pobre caminante al hombro.

Cuando el Bandido concluyó, le pregunté:

–¿Desde entonces volviste a verlo?

–No. Pasaron muchos años desde aquel día, y solamente aquí, contigo, lo encontré de nuevo, con aspecto de mendigo. Y me asombra mucho. Ese hombre es un enigma para mí. Desearía verlo una vez más y hablar con él. Como mendigo, me pareció el mismo bondadoso y abnegado hombre que conocí. Tú mismo viste con qué compasión se acercó a nosotros y cómo nos repartió las monedas que reunió, diciendo: “Ustedes son más desdichados que yo”.

Nuevamente oculté el secreto del misterioso mendigo y sólo le dije a mi buen amigo:

–Tal vez lo vuelvas a ver, ese hombre no se irá de aquí pronto…

Yo lo creía, creía todo lo que el Bandido me contaba. El padrino Pedro era de aquellos fabulosos seres capaces de transformarse de ángel a diablo y de diablo a ángel. El bien y el mal obraban en él con la misma fuerza. Sólo dependía de las circunstancias, de cuándo o en qué caso debía obrar uno u otro. Era un hombre de mundo y sabía cómo debía comportarse con el mundo. Yo he sido testigo de muchos de sus actos, en los que evidenció el más alto grado de virtud y el más alto grado de crueldad. Lo he visto bueno como una paloma y pérfido como una víbora. Ese hombre, con quien conviví y actué durante años, para mí también quedó como un oscuro enigma. Yo no podía entender cómo el bien y el mal, sin contraponerse, se conciliaban en él. Pero estaba convencido de que había venido a liberarme de mi desgraciada situación con sinceridad y corriendo toda clase de peligros. ¿Pero podía entregarme de nuevo a un hombre que era tan bueno y tan malo? Esta pregunta quedó flotando otra vez entre dos aguas.