Mi nuevo maestro

e acercaron las fiestas de Pascua y no nos hacían trabajar, nos permitían pequeñas diversiones y también pensar en nuestras almas, orar, confesarnos, comulgar. Desde luego, todo eso bajo la vigilancia de los soldados.

En esos días me familiaricé más con el Mudo, sobre todo cuando el Bandido le susurró al oído algunas cosas acerca de mí. Sabía que no le decía nada malo. Desde entonces, ese joven que antes me rehuía intimó conmigo bastante.

Un día estábamos sentados juntos tomando sol en el patio de nuestra prisión. Ante nosotros los condenados jugaban, reían, gritaban, carcajeaban y se daban empellones desaforadamente. En su infortunio, el penado se convierte en un perfecto contumaz. Pierde la vergüenza, el respeto y todas las virtudes humanas. La ley lo priva de todos los derechos, pero él se priva a sí mismo de todas las cualidades morales y espirituales. Pareciera que poco a poco se hiciera a la idea de que “si decidieron que soy malo, que soy un canalla, seguiré siendo un canalla, porque mi enmienda, mi corrección, jamás cambiará mi condena”.

Yo contemplaba a esos hombres violentos. El Mudo se hallaba sumido en sus pensamientos, estaba triste como siempre, las fiestas no lo alegraban. No sabía sobre qué tema hablarle. En presencia de ese hombre enmudecía yo también. No encontrando otra cosa de qué hablarle, le recordé la hazaña que había realizado unos días antes en la mina.

–Lo que usted hizo fue un verdadero milagro –le dije.

–¿Usted cree en los milagros? –me preguntó sonriendo.

–Creo. Pero su acto fue superior a la fuerza humana.

–La fuerza humana es mucho, mucho más mayor de lo que ha visto.

Su modestia había sido herida. Noté que mis observaciones no le eran gratas, por eso cambié la conversación y, señalándole a los infelices que se divertían ante nosotros, le dije:

–Fíjese cómo se divierten, parecen enloquecidos, se han olvidado completamente de su situación.

–¿Por qué no divertirse cuando les permiten disfrutar de ese pequeño consuelo?

–¡Una gota dulce en el inmenso océano de la desgracia! ¿Qué significa esa única gota?

Me miró fijamente, como asombrado de que yo también supiera juzgar, que yo también tuviera mis propias convicciones.

El patio era extenso. Nosotros estábamos sentados bastante lejos de los hurtacruces. Nadie interrumpía nuestra conversación.

–¿Acaso ellos son culpables de ser desgraciados? –preguntó.

–Claro que son culpables –contesté.

–Uno de esos desgraciados es usted; dígame, ¿es usted culpable de que lo hayan traído aquí?

–¿Y quién si no? Yo cometí delitos y por eso me enviaron aquí como castigo.

No contestó nada, sólo se interesó por mi pasado y me pidió que le contara detalladamente la historia de mi vida. Yo sabía por el Bandido que acostumbraba estudiar la vida de todos sus conocidos, por eso le conté todo. Cuando concluí, el Mudo dijo:

–Toda esa historia es muy interesante. ¿Ve ahora que al comienzo usted era inocente y honrado, pero que le hicieron caer en el delito las circunstancias y las condiciones de vida que le rodearon desde su infancia? Si las circunstancias y las acondiciones hubieran sido otras, o simplemente no hubiesen existido, sin duda usted se habría mantenido inocente y tal vez se habría convertido en un hombre ejemplar. En la familia no aprendió nada, la familia no lo educó bien. Podía haber aprendido un oficio en el taller de su maestro, lo cual hubiera sido la base de su honrado sustento, pero allí también lo persiguieron causas inicuas. Los compañeros granujas de su infancia lo iniciaron en el robo y la comunidad de los hurtacruces perfeccionó ese oficio en usted y se convirtió en el único medio de subsistencia. Todo eso, la familia, los compañeros granujas, los hurtacruces, en una palabra, el ambiente en el que germinaron, crecieron y maduraron sus aptitudes, se llama sociedad. Si esa sociedad o, como le dije, ese ambiente hubiese sido limpio, saludable y hubiese obrado en usted provechosamente, no hay duda de que sus aptitudes se habrían desarrollado hacia el bien, hacia lo bueno y hacia lo útil. Pero si en cambio se convirtió en un malhechor, usted es el resultado del mismo ambiente, de la misma sociedad que lo engendró.

Yo no podía entender sus explicaciones. El continuó, extendiendo la mano hacia la multitud que se divertía, que jugaba.

–¿Ve a esos infelices? Ellos también son las heridas y las pústulas generadas por la contextura enferma de la sociedad, que los ha cercenado y arrojado aquí para que no se contamine todo el cuerpo. ¿Pero de dónde surgieron esas heridas y esas pústulas? Simplemente del mismo estado enfermizo del contexto. Si el cuerpo fuese sano, ellas no existirían. Examine usted la historia de la vida de cada uno de ellos y verá que la raíz de sus delitos está afirmada en el mismo suelo donde ellos nacieron, crecieron y se desarrollaron. La forma, la clase y la índole de cada delito tiene un carácter local. Y desde ese punto de vista la historia de cada uno de esos infelices es la historia de la misma sociedad intelectual, moral y espiritualmente enferma de la que provienen. Aquí, en esta prisión, se pueden estudiar todas las condiciones educativas, económicas y sociales que generaron esa clase de monstruos.

Al terminar sus palabras volvió a preguntarme:

–¿Comprende ahora quién es el culpable de que usted y todos los demás infelices estemos aquí?

–A decir verdad, entendí muy poco –contesté, avergonzándome de mi ignorancia–. Usted dice cosas completamente nuevas.

En su rostro frío apareció una leve sonrisa.

–Le parece que es así –dijo–, pero mis palabras no son nuevas, la gente inteligente piensa de esta manera. Ahora le hablaré de un modo más sencillo, con su mismo lenguaje para que entienda. Tomaré como ejemplo su propia persona, porque es lo que usted tiene más cerca y conoce mejor. Dígame, ¿por qué empezó a robar al unirse en su adolescencia a aquellos pilletes?

–Porque teníamos hambre, por eso robábamos, para no morirnos de hambre.

–Muy bien. ¿Pero no podían usted y sus compañeros ganar el pan con su trabajo?

–Nosotros no habíamos aprendido nada.

–¿Ve usted?, he ahí las causas que convierten al hombre en inmoral, esto es, el estar incapacitado y desacostumbrado para el trabajo.

Y se puso a explicar largamente cuál era el problema del pan en la sociedad y por qué la gente se volvía inmoral por el pan. Dijo que no sólo un individuo, al estar incapacitado de obrar bien y deshabituado al trabajo, se vuelve ladrón, bandido, falaz, sino que también todo un pueblo. Y trajo como ejemplo varias razas que se dedicaban al bandolerismo y saqueaban a sus vecinos.

Yo pregunté:

–Hay hombres que saben trabajar y son aptos para obrar pero igualmente roban, engañan y proceden con medios innobles en sus actividades, por ejemplo, los hurtacruces y algunos más de Persia.

El Mudo contestó:

–Dígame, ¿por qué ningún otro país civilizado y solamente Persia produjo hurtacruces? Estos embaucadores no son otra cosa que una consecuencia natural de la tiranía persa. Ante la ley no gozan de iguales derechos, sus vidas y sus bienes no están seguros, los productos de sus cultivos son considerados profanos, no se venden y de esta manera se privan de uno de los medios de subsistencia más seguros que les provee su tierra. Agregue a todo ello la opresión, la persecución, la arbitrariedad y la vejación de los persas, y entonces comprenderá las verdaderas causas de la existencia de los hurtacruces. La esclavitud desarrolló en los hurtacruces la perfidia, y el estado de opresión, de vejación y de hostigamiento a que se vieron sometidos los convirtieron en inmorales. La persecución desarrolló en ellos un espíritu igualmente persecutorio, y el vejamen desarrolló sus instintos inmorales. Al ser vejados por los de arriba, es decir, por los más fuertes, aprendieron a vejar a los más débiles que ellos. Semejante opresión es la que produjo hurtacruces. Los persas los vejaban con la fuerza bruta y ellos aprendieron a vejar a los persas o a los más ignorantes que ellos con astucias y artimañas diabólicas. En una libre competencia y en igualdad de derechos, ellos podían luchar honradamente. Pero como los derechos eran desiguales, estando de un lado el poder arbitrario, la fuerza bruta, y del otro la obediencia muda, en semejante confrontación era natural que ellos eligieron medios innobles. Los hurtacruces siempre estuvieron y están en esa situación. ¿Por qué seguir, entonces, culpando a los hurtacruces de inmorales, cuando el medio en el que viven los corrompió? ¿Comprende ahora que la arbitrariedad y el trato inhumano son los que generan en la sociedad a la canalla? Y que sólo un país como Persia podía producir hurtacruces? Así como no se puede esperar plantas sanas y fructíferas en una tierra mala, estéril, tampoco se puede esperar hombres buenos en un país desordenado.

Y hablaba extensamente acerca de los medios que debían aplicarse para suprimir la pobreza y la maldad de la gente. Explicaba todo esto con un lenguaje tan sencillo, que ahora podía entender. Desde entonces, casi todas las noches hablaba con él y aprendía mucho. Su visión de las cosas, sus juicios, eran completamente diferentes de lo que hasta entonces había escuchado y aprendido. Por ejemplo, muchas veces oí de nuestro sacerdote que el robo era pecado, que si llegabas a robar, después de morir te llevarían el alma al infierno para que arda en el fuego. Pero yo no temía mucho al fuego del infierno porque todavía era un jovenzuelo, faltaba mucho tiempo para morirme; podía robar mil veces y, confesándole al sacerdote mis pecados, otras tantas veces podía recibir su perdón, y así resolvía mi problema. El sacerdote no decía nada acerca del daño que causaba el robo en este mundo, en la vida actual, él sólo amenazaba con el fuego del infierno. Pero el Mudo, además del ultramundo, también decía que este mundo era igualmente un infierno; y que si yo lo hubiera sabido antes, jamás habría robado. Yo había robado mucho, engañado mucho, había conseguido enormes sumas de dinero, pero no era feliz.

-Tu bien personal debes buscarlo en el bien ajeno –decía–. ¿Desearías que otro te hiciera lo que no te agrada, por ejemplo, que te robe, que te engañe, que te veje, que te deshonre? Entonces tú tampoco debes hacérselo a otros. ¿Desearías que otros te ayuden, te amen, respeten tus derechos personales? Entonces tú también debes proceder así con los demás. Nuestro beneficio está en el beneficio del otro, al perjudicar al otro nos perjudicamos nosotros.

Pero el padrino Pedro, mi anterior maestro, hablaba de diferente manera; decía: “nosotros vivimos para nosotros, el hombre debe preocuparse por su persona y su bienestar solamente, y si alguien resulta un obstáculo para su bienestar, debe eliminarlo”. Ahora comprendía el grado de inmoralidad que encerraban estas palabras y cuan dañinas eran.

En sus conversaciones el Mudo siempre ponía de ejemplo a mi persona, como si yo fuera el representante de toda la humanidad. Tenía la impresión de que se interesaba mucho por mí, pues empezó a ocuparse de mi progreso con un entusiasmo inusual. Cierta vez me dijo:

–Murat, tú ya sabes (ahora me tuteaba) por qué la gente se vuelve inmoral y al mismo tiempo desdichada; sabes también que para comprender las causas de la desdicha de un hombre tienes que conocer la historia de su vida. Y de igual modo, para comprender las causas de la infelicidad de toda una nación hay que conocer también su historia. Porque una nación, dentro de la humanidad, ocupa el mismo lugar que el individuo en la sociedad.

Y me explicaba muchas cosas instructivas sobre la historia de las naciones. Se explayaba sobre la religión, la lengua y la literatura. Explicaba de qué manera la literatura de una nación podía orientar su vida y su actividad. “La ciencia y el estudio –decía– son solamente medios para que un pueblo alcance el bienestar, pero no para ser objeto del bienestar”. Su conversación era tan agradable que lo escuchaba durante horas y no me hartaba. De su boca no salía ni una palabra insensata. Sabía referirse a cada problema de una manera seria y profunda. Era la primera vez en mi vida que conocía un joven que, al par de una bondad infinita, tenía un caudal tan grande de conocimientos. Sabía varias lenguas europeas y asiáticas y era por demás inteligente.

Acerca de él no hablaba nada. Una que otra vez me interesé en su pasado, pero siempre recibía respuestas vagas.

–Usted es un hombre bueno y noble –le dije un día–, usted no puede ser un criminal como yo, cuénteme, por favor, ¿por qué delito lo desterraron?

–No me preguntes eso –contestó con no poca emoción.

–Al menos dígame quién es, de dónde es.

–Tampoco me lo preguntes.

¿Qué triste secreto se ocultaba en aquel desdichado joven? Sea lo que fuere, yo estaba convencido de que era un hombre noble y su amistad era un gran consuelo para mí. Ese era el motivo por el cual, después de recibir la segunda carta del padrino Pedro, no pensé en valerme de su ayuda para alcanzar la libertad. Llegó Pascua, pasaron las fiestas, pero no fui al bosque de los abetos. Aquél que me había enseñado los infames caminos de la delincuencia, ahora trataba de salvarme, pero yo no necesitaba salvarme merced a él. Ya me consideraba moralmente salvo desde el día en que, gracias a mi nuevo maestro, fui bautizado en la pila de la educación. A pesar de mis cadenas, me consideraba afortunado porque podía verlo siempre, podía disfrutar siempre de su amistad y escuchar sus sabios consejos.

La historia del Bandido me había causado una impresión muy triste. Había amado a alguien, entregándole su ser, todos los dulces sentimientos de su alma. Su amada ya no estaba; habitaba muy lejos, en el mundo de las almas. Pero ese desdichado hombre aún seguía amándola; al recordarla aún se ensombrecía su rostro viril. Yo también amaba a alguien, pero mi ser amado tal vez vivía, tal vez pensaba en mí todavía. ¿Dónde estará ahora la huerfanita abandonada, sin padre, sin madre y sin casa? Siempre que la recordaba mi corazón se llenaba de desconsuelo. El condenado olvida a sus padres, a sus parientes, a sus amigos, olvida incluso a su patria; pero el recuerdo de la mujer amada no se separa de él. La pérdida de la mujer amada hace más pesadas sus cadenas, le hace sentir más aún su desdichada situación…

La amistad del Mudo obró para que momentáneamente me olvidara de Nené y la memoria de la muchacha amada compartía muy pocas veces mis momentos de tribulación. Pero eso no duró mucho y volví a entregarme a la habitual pesadumbre que, después de separarme de Nené, me torturaba. Cierta vez el Mudo me encontró en ese estado.

–¿Qué te sucede? –me preguntó con afecto.

Si bien no tenía ningún secreto con él, al contarle mi vida no le había dicho nada sobre Nené. Y le conté todo. Al parecer, el amor no le impresionaba mucho al Mudo. O no amó nunca en su vida, o, si amó, hacía tiempo que la pasión se había extinguido en su corazón. De ahí que escuchó con frialdad mi relato, observándome después:

–En toda esa historia es loable tu abnegación, has salvado la vida de una desdichada.

–Pero al perderla, mi vida se ha vuelto insufrible.

–Lo comprendo; en tales circunstancias sólo una cosa salva al hombre: el trabajo. El trabajo hace olvidar las penas causadas por los dardos del amor.

Su fría filosofía ya no me atraía. Y le di una repuesta desesperada:

–Ahora la muerte, sólo la muerte puede tranquilizarme; me cansé del trabajo, principalmente de semejante trabajo inútil.

–Ningún trabajo es inútil cuando le aporta algún beneficio a la gente.

–¿Qué beneficio puede aportar nuestro trabajo?

–Parece que te has olvidado lo que una vez te dije, que nuestro beneficio está en el beneficio de otro y recíprocamente. Y si no nos favorecemos directamente de nuestro trabajo, se favorecen sin duda nuestros semejantes, es decir, otra gente. Nosotros cavamos las entrañas de las montañas y de ahí extraemos cobre, hierro, oro y plata. Con esos metales se abren escuelas, se construyen talleres y otros establecimientos de beneficencia. En ellos se educa, se instruye y se forma a ciudadanos.

Yo me entretuve tanto con esa discusión que me olvidé de Nené y de su amor, por cuyo motivo había empezado la controversia. El Mudo, contrariamente a su frialdad, se acaloró más y mirándome directamente a los ojos, dijo:

–Usted (cuando se enojaba me hablaba de usted) siempre se olvida de nuestras conversaciones pasadas, en donde siempre estuvimos de acuerdo. Vuelvo a su persona y a ejemplificar con ella mis pensamientos. Dígame, si en este momento olvido mi bolso cerca de usted, ¿cómo procedería?

–Lo tomaría y se lo entregaría.

–¿Y si eso hubiera sucedido unos años atrás?

–Lo mataba y le arrebataba el bolso.

–¿De dónde surgió ese cambio en usted?

–Usted me enseñó que el robo es una cosa mala.

–¿Lo ve ahora? Yo le enseñé que el robo es malo. ¿Con ello no fui yo el beneficiado al recobrar mi bolso? ¿Acaso no son como usted todos los hombres? Ellos también tienen el mismo cerebro, el mismo sistema nervioso que usted. Si les enseñamos a ser hombres buenos nos beneficiamos nosotros mismos, porque cesarán de obrar mal. ¿Comprende ahora de qué manera nos reditúa el oro y la plata que extraemos?

–Comprendo, con ello la gente recibe educación y deja de robar a sus semejantes.

–No sólo educación; con el fruto de nuestro trabajo se realizan otras obras buenas –y se puso a hablar largamente sobre ese tema y concluyó sus juicios con el siguiente dicho: “uno para todos, todos para uno”.

–Entendí –le contesté–, ¿pero por qué no les enseña a nuestros otros compañeros a ser buenos como yo?

El Mudo se vio en una situación embarazosa y tras la momentánea confusión, dijo:

–Dejemos eso. Murat, no sólo siendo bueno el hombre puede serle útil a los demás y ser él mismo feliz. Los hombres no son ángeles que hacen siempre el bien. Los hombres deben actuar y para actuar tienen que haber aprendido algo. Esos hombres (señaló a los condenados), si se depravaron y se malograron, la principal causa fue el haber aprendido nada fundamental. Que al menos les enseñen ahora…