Historia del Bandido (5)

a debilidad de Sanam nos obligó a permanecer largo tiempo en la tienda del hospitalario anciano –continuó el Bandido su relato–. La muchacha poco a poco se fue debilitando y finalmente no pudo sobrellevar los sufrimientos que siguieron a su alejamiento de la casa paterna. Después del terrible episodio del río Yerasj ya no era la misma. Pero yo le ocultaba su estado, hasta que la enfermedad se agravó. Luego le destinaron una tienda especial para que nadie perturbara su reposo. Médico no había y la dejamos a merced de la naturaleza. Sólo de cuando en cuando entraban algunas ancianas que le daban pócimas que ni ella ni yo conocíamos. Yo no me alejaba de su lecho, sentado toda la noche oía sus sordos suspiros y escuchaba su respiración dificultosa, y de día observaba su rostro pálido. Una mañana estaba junto a ella y la contemplaba sumido en tristes cavilaciones. En ese momento estaba dormida o, para mejor decir, se hallaba en un estado tal de inconsciencia que no percibía mi presencia. Aquel alegre rostro, que en un tiempo exhibía junto con su encanto femenino un donaire vivaz, ahora estaba marchito, ya no tenía la vitalidad de antes. Aquellos misteriosos ojos en cuya noche había en un tiempo tanta vida, tanta ternura, tantos cálidos sentimientos, ahora no tenían el fuego de antes. Aquellos castos labios de los cuales oí tantas palabras dulces, amistosas, los cuales siempre me consolaban y me alentaban, ahora trepidaban con estremecimientos febriles y me causaban zozobra y angustia. Me atormentaban desesperantes y confusas sensaciones. Me preguntaba qué iba a ser de nosotros si la enfermedad persistía mucho. Si estuviera sana, ella tenía tanta fuerza que podía venir conmigo a cualquier parte y yo podía llevarla adonde quisiera. Nos iríamos lejos, a un mundo desconocido donde nadie nos encontrara. ¿Pero qué se podía hacer con una enferma?, ¿dónde llevarla?, ¿dónde ocultarla? Estos pensamientos me angustiaban. Aún no nos habíamos alejado bastante de la frontera persa, aún estábamos cerca del país que habitaba su padre, de cuya diabólica acechanza no era fácil huir. Era imposible que no hubiese averiguado hacia qué lado o adónde nos habíamos marchado. La muchacha interrumpió mis devaneos. En su delirio pronunciaba palabras incoherentes. Varias veces oí claramente mi nombre. Hablaba conmigo, en el mundo de los sueños y los desvaríos hablaba conmigo. En los sueños uno no puede guardar secretos porque no lo precaven las restricciones del mundo. Habla, juzga como piensa. Sus sentimientos son tan sinceros como su estado.

–Te amo –dijo con voz llena de dulzura–, no puedo pagar tu sacrificio con nada que no sea mi amor…

Al pronunciar estas palabras extendió sus débiles brazos como para abrazarme. Pero mis labios ya estaban junto su rostro ardiente e inconscientemente sus brazos rodeaban mi cuello. Ella estaba abrazando mi fantasma en el mundo de los sueños, pero en la realidad yo abrazaba su cuerpo enfermo. Mis lágrimas mojaban su rostro caliente. ¡Cuánta bondad, cuánta virtud había en su inocente confesión! ¿Acaso podía aceptar de ella semejante sacrificio? Yo no me atrevía a imaginar siquiera que ella fuera mi mujer ¿Acaso debía pagarme con su amor, con ese amor que guardaba para seres más dignos que yo?

Me alegré de que todo pasara mientras ella dormía. Pero mi proximidad la despertó, abrió los ojos transidos y me miró.

–¿Tú estabas aquí? –fue su reacción, luego se dio vuelta y se puso a suspirar amargamente.

¿Por qué sufría así? Sin duda no era por la enfermedad, sino porque su sangre noble se apesadumbraba al entregar su amor a un plebeyo como yo, aún cuando fuera en sueños. Al cabo de unos instantes se volvió de nuevo hacia mí. En ese momento el sol recién comenzaba a salir y sus primeros rayos iluminaban su abatido rostro. Me ordenó bajar la cortina de la tienda, para evitar la luz.

–Quiero estar a oscuras, siempre a oscuras para que nadie me vea…

No comprendía por qué rehuía la luz. ¿Acaso se avergonzaba de haber hecho en sueños una inocente confesión? Esta suposición me pareció más probable cuando nuevamente me preguntó:

–¿Hace mucho que estás aquí?

–No, apenas media hora. Oí que estaba intranquila y entré.

–Sí, estaba intranquila –dijo y ordenó que la dejara sola.

Yo salí y me senté cerca de la entrada de la tienda. Allí dormía siempre, allí cuidaba de ella todas las noches, desde allí escuchaba sus amargos suspiros que me quemaban el corazón. Pero qué feliz me sentía aquella mañana, qué contento estaba, mi alma sentía una infinita alegría. Aquellas pocas palabras que pronunció en su inconsciencia me regalaban todas las glorias del mundo. “Está visto que piensa en mí”, decía yo, y sólo con eso me consideraba dichoso. Pero quién iba a pensar que esa dicha no duraría mucho…

Me hallaba en ese estado bienaventurado, cuando se acercó el hijo mayor de nuestro huésped y dijo que su padre me llamaba. Fui; el anciano estaba solo y al parecer había ordenado que nadie lo molestara. Preguntó por la salud de la muchacha y luego me pidió que me sentara cerca de él. Parecía triste y al mismo tiempo inquieto, quería decir algo pero le era difícil. Finalmente habló:

–Desde el día en que ustedes pisaron el umbral de mi casa no les pregunté en absoluto quiénes eran, de dónde venían o adónde iban. Sólo era feliz por compartir mi pan con las visitas de Dios. Pero ahora sé quién es usted y la hija de quién es su joven compañera, cuya enfermedad me causa tanta pena. Nosotros, los habitantes de estas montañas, solemos ser no sólo hospitalarios con los forasteros que piden albergarse bajo nuestro techo, sino que, en caso de peligro, también consideramos nuestro deber defenderlos de cualquier desgracia. El que entra en nuestra casa, sea quien sea, cualquiera sea el delito que ha cometido, igualmente gozará de nuestra ayuda. Acerca de eso puede estar completamente seguro.

Con las últimas palabras, el anciano miró cautelosamente a su alrededor, por si acaso lo escuchaba alguien. Yo ya había presentido cómo iba a terminar su preámbulo, y no me equivoqué. Nos estaban buscando.

–Recién vengo de ver a nuestro alcalde –prosiguió–. Había reunido a los ancianos de nuestro poblado y les leyó la orden del gobernador de la provincia. En ella se anunciaba que la hija del melik de Gharatagh había huido con su sirviente y que pasaron a nuestra zona. Se ordenaba que en cuanto fuesen localizados sean entregados inmediatamente a las autoridades para enviarlos de regreso a Persia. En la orden se establecía un severo castigo y una multa a quien se atreviera a ocultarlos. Yo no dudo de que usted y su acompañante son las personas señaladas en la orden.

–Sí, somos nosotros –contesté sin vacilar y sin ocultar nada.

–Gracias por su confianza –dijo el anciano–, ahora cuénteme cómo sucedió ese hecho.


Yo no dudaba de la sinceridad del anciano. Con su bondad había ganado a tal grado mi confianza, que le conté todo. Él escuchaba con profunda tristeza. En su arrugado rostro se advertían estremecimientos de rabia y de odio.

–No me asombra la crueldad del padre de la muchacha –dijo cuando terminé–, yo lo conozco, es capaz de hacer cualquier cosa, de sacrificarlo todo por su ambición. Alabo la valentía de ella y su abnegado compromiso de salvarla. Pero dejemos eso y hablemos sobre la orden del gobernador.

De las palabras del anciano surgió que si el alcalde del lugar, a quien se le había ordenado buscarnos, llegara a enterarse de nuestro paradero, nos denunciaría enseguida a las autoridades.

Mi desesperación era enorme, me encontraba en un callejón sin salida, no sabía cómo escapar del peligro. Por eso, cuando el anciano me preguntó qué iba a hacer, no pude contestar nada.

–Si la muchacha no estuviera enferma, el asunto sería fácil –dijo después de pensar un poco–. Los enviaría a ambos a la región se Sisián, donde tengo un amigo que los ocultaría hasta que la orden caducara y se olvidara todo. Pero la enfermedad de ella es una complicación.

Volvió a reflexionar y luego prosiguió:

–Antes del dominio ruso, los armenios de estos lugares se encontraban en la misma situación en que se encuentran ahora los armenios de Persia. Sucedía que tal o cual khan, que tal o cual bey veía a una hermosa muchacha armenia, enseguida mandaba a sus hombres y la llevaba por la fuerza a su casa. Ningún padre se atrevía a oponerse. La muchacha que entraba una vez a la casa del mahometano ya no salía de ella. La convertían en su sirvienta, en su concubina o en su mujer. Los padres trataban de afear a sus hijas para que no fueran agradables a los ojos de los mahometanos. De ahí nacieron los grotescos rebujos que llevan nuestras mujeres. Pero había otro recurso que a veces salvaba a nuestras muchachas. Cuando los padres se enteraban que un mahometano ponía los ojos en una de ellas, enseguida la llevaban y la casaban con el primer joven armenio que encontraban. Y si bien la mujer casada podía ser atrapada y deshonrada, pronto la soltaban porque no podían convertirla en esposa. La ley mahometana prohíbe contraer matrimonio con una mujer casada, sea cual fuere su nacionalidad o religión, por cuanto no se ha separado de su marido y no se ha convertido al mahometismo. Pero con respecto a las muchachas solteras no se exigían esas condiciones. La joven soltera que caía en manos del mahometano, se volvía un plato roto y ya nadie la aceptaba como esposa. Y había padres tan fanáticos que se negaban a recibir en su casa a la joven “manchada”. Se daban casos en que querían llevarse a las muchachas comprometidas; a éstas las casaban enseguida con el novio, pero a veces sucedía que el joven se hallaba ausente, que se había marchado al extranjero. Entonces el casamiento se efectuaba con algún objeto, alguna pertenencia del muchacho. No me olvido de aquel muchacho que se encontraba en un país lejano y querían raptar a su novia. No había tiempo para llamar al prometido. Los padres llevaron a la novia ocultamente a la iglesia, la pusieron frente al altar y a su lado se colocó el padrino de la boda con una vieja gorra del novio en la mano. El sacerdote se dirigía a la gorra, preguntando: “¿La aceptas, la amas?”, y suministraba el sacramento del matrimonio.

Si bien yo escuchaba con interés las palabras del anciano, aún no sabía para qué era esa larga historia. Entendí su intención cuando me preguntó:

–¿Tiene novio la muchacha?

–Todavía no se comprometió con nadie –contesté.

–¿Ama a alguien?

–No sé…

–Si ama o no ama es igual –dijo–, debe casarse sin falta con alguien, no queda otro medio para salvarla.

–¿Con quién?

–Con usted –dijo el anciano con la cara sonriente–. Su sacrificio por la señorita es tan importante que es digno de ser su marido.

–Eso es imposible, está de más hablar acerca de eso. Usted no conoce a la muchacha, ella no es como otras, tiene carácter y es dueña de sus acciones. Es imposible llevarla por la fuerza a la iglesia. Pensemos en otros medios.

Al anciano le extrañaron mis palabras, y a duras penas coincidió conmigo en no forzar a la muchacha y pensar en otro recurso. Meditamos largamente y, por último, el anciano llegó a la conclusión de que la muchacha se ocultara en su casa y yo me alejara momentáneamente. “Es fácil ocultar a la enferma en mi casa, pero a usted lo pueden descubrir” –dijo.

¿Pero cómo podía separarme de ella?, ¿cómo entregarla al cuidado de otros?, ¿acaso podría yo estar tranquilo si dejara de verla un día, una hora, un instante?, ¿cómo le afectaría a su enfermedad al enterarla de todo eso?

–No queda otra salida –repitió el anciano–. Aunque la muchacha estuviera sana, igualmente sería necesario que ustedes se separen, porque al verlos juntos podrían reconocerlos más fácilmente.

Yo podía conciliar con mi corazón y mis sentimientos, pero toda mi angustia era por cómo decirle a la muchacha que la iba a dejar sola. Por eso mi asombro fue grande cuando, al comunicarle nuestra situación, me dijo con seguridad:

–Tú has hecho mucho por mí, no tengo derecho a exigirte más. Ve adonde quieras y salva tu pellejo, yo me quedaré aquí. Ahora me es igual, estoy asqueada de la vida… Si llegan a encontrarme y a llevarme incluso a casa de mi padre, tampoco tendré miedo, porque sé que cuando llegue allí no estaré viva. Después que hagan lo que quieran con mi cadáver.

Esas palabras desesperanzadas quemaban como un fuego mi corazón, mi lengua se trabó y no pude decirle siquiera una palabra de consuelo. Deseaba abrazarle los pies, besarlos y decirle que sería su sirviente, su esclavo hasta la muerte, que sería el polvo de sus zapatos y no me separaría de ella. Pero no me dejó hablar, diciendo:

–Yo dormiré en Dios, no viviré mucho, sálvate tú y no pienses en mí…

Mis ojos se llenaron de lágrimas. Ella se lamentaba por mí…, ¿acaso por los servicios que le ofrecí?, ¿o sus palabras eran dictadas por la pasión? Yo no pude entenderlo, sólo advertí que hasta parecía contenta por el cambio de circunstancias, parecía que deseaba recogerse, separarse provisoriamente de mí. ¿Cuál era la causa? Yo lo supe, pero lo supe muy tarde, cuando ella ya había renunciado a este mundo llevándose consigo sus penas… En su lecho de enferma pugnaban dos sentimientos: uno en su corazón, el amor que recién se encendía en ella; el otro era el orgullo de su noble linaje que le impedía imaginarse como la mujer de un plebeyo, del hijo del sirviente de la casa paterna. Temía a la afrenta del mundo y quería valerse de mi ausencia para ahogar el sentimiento que la atormentaba.

El Bandido hizo una pausa. Las memorias de antaño le reabrieron las heridas aún de su corazón. Y volteó la cara para que yo no viera sus lágrimas.

–No me separé del todo de ella –continuó el desdichado con voz dolorida–. Me alejé, pero no fui muy lejos. De día desaparecía en los bosques cercanos, vagaba por las umbrías, convivía con los árboles, las rocas y las fieras y disipaba mis penas con la caza. Y por la noche me acercaba a la tienda del anciano pastor y si podía entraba a ver a la enferma. Siempre que abría los ojos turbios y me veía sentado junto a su lecho, repetía las mismas palabras: “¿por qué viniste?, pueden apresarte”.

Pasaron días, pasó una semana, pasó un mes. Día a día su enfermedad se agravaba. Una noche, cuando me acerqué a la tienda, el anciano me salió al paso con lágrimas en los ojos, y con hondo pesar me dijo: “murió”. Me horroricé como un criminal. Creí que había sido yo la causa de su muerte. El remordimiento me fulminó…

El Bandido se detuvo otra vez, tomó el chibuquí apagado que estaba a su lado, lo encendió de y empezó a fumar. El humo salía como una densa niebla de su boca y de las ventanas de su nariz, como si su corazón se consumiera en un fuego intenso.

–No pudieron explicarme nada acerca de su muerte –continuó–, o cómo pasó los últimos instantes de su vida, qué habló. A su lado no estuvo nadie, nadie fue testigo de las últimas palabras de la desdichada. Hacía dos días que había muerto, dos días guardaron su cuerpo para que yo lo viera. A la mañana debía ser enterrada. Ya no fui al bosque, me quedé para cumplir con mi último deber. Ya no pensaba en mí ni en lo que podía sucederme. Después de perderla la vida no tenía sentido para mí. Tenía que sepultar con mis manos a aquella encantadora criatura a la que en mi vida amé, y quien también me amó. La sepulté en la montaña, lejos de las poblaciones, en un lugar al que solamente llegaban los pastores. Su ataúd apenas estaba cubierto de tierra y el sacerdote de los pastores leía la última oración. Yo estaba como muerto y lloraba. En ese momento se acercaron dos policías y me arrestaron. “Ella murió y se salvó, pero tú no te salvarás”, se oyeron las palabras del alcalde. Me llevaron y me encarcelaron en la tienda del alcalde, para enviarme al día siguiente ante el gobernador. Yo estaba tan aturdido y enloquecido que casi no sentía lo que pasaba. No obstante, la misma noche logré matar a uno de los guardias, herí seriamente al otro y huí. ¿Qué me quedaba ya por hacer? Mis delitos se multiplicaron, aquí me convertí en asesino y en mi patria había raptado a la hija de mi amo. Retornar a mi tierra no podía y en el país en que me encontraba me volví un fugitivo. Y me uní a la banda de los fugitivos Y desde entonces juré vengarme de todos aquellos que llevasen el título de khan, bey, melik y alcalde. En parte logré mi propósito, pero mi empresa era tan terrible y sangrienta que finalmente me trajo aquí…