Una nueva aberración

l salir del bosque me encaminé a nuestro pueblo. Incesantemente miraba hacia el Oriente para ver si salía el sol. Aún era noche. Yo necesitaba la oscuridad, tenía que hacer muchas cosas en las sombras.

Entré en nuestro pueblo. Todos dormían; a veces quebraba el silencio el torpe ladrido de algún perro impaciente. Mi corazón palpitaba de alegría y de tristeza. Estaba alegre porque iba a ver a mi madre, a mis hermanas y, finalmente, a Sara. Estaba triste cuando recordaba la dolorosa situación de mi maestro.

Yo había concebido un terrible plan: ir a ver al padrino Pedro para exigirle que fuera ante el juez y le confesara que fue él quien cometió el delito. Y si no llegara a tener la entereza de aceptar mi demanda, había jurado hundir mi cuchillo en su pérfido corazón, luego presentarme en la plaza donde se iba a ejecutar la sentencia y extender mi mano al verdugo, diciendo: “corten esta mano, con ella se ha hecho esa llave”. Excitado por estos pensamientos, ya me encontraba frente a la casa del padrino Pedro. Golpeé la aldaba de la puerta. Apareció la criada y dijo que el señor no estaba.


–¡Cómo que no está, necia! –grité y sin creer en sus palabras, entré.

–Te digo que no está –contestó ella refunfuñando– Ve y mira con tus propios ojos, si lo encuentras llámame entonces necia.

–¿Y la madrina?

–La madrina duerme.


Pero la madrina ya se había despertado por nuestras voces y a medio vestir, lámpara en mano, salió al patio en donde yo discutía con la sirvienta.

–¡Ay, Murat, hijo, ¡eres tú! –suspiró amargamente, se acercó y me abrazó.

Yo quedé asombrado.

–¡Gracias, Dios mío, gracias! –decía con lágrimas en los ojos– Te creía completamente perdido. Gracias a Nuestro Señor Jesucristo por volver a verte…

La compasión de la madrina me desarmó. Mi rabia se atenuó y con calma le dije que deseaba ver al padrino Pedro.

–Hace varias semanas que no está en casa, ni nosotros sabemos dónde está. Desde que le sucedió la desgracia a tu maestro (¡ay, que Dios se apiade del pobre!), Pedro no tenía paz ni calma. Decía: Santa Madre de Dios, ¿qué ha sucedido?; siempre pensaba en ti, siempre rezaba por ti. Después me dijo: mujer, voy a ir a buscar a Murat, es un chico inexperto, no vaya a suceder que corra algún peligro. Y fue en tu búsqueda. Ay, cuánto se alegrará ahora, cuando vea que has vuelto a casa sano y salvo.

Yo no dudaba de la preocupación del padrino Pedro, estaba plenamente convencido de que había ido a buscarme porque su vida dependía de un paso en falso, de una imprudente palabra mía. Por ese motivo corté pronto con la madrina, pues la noche pasaba y quería ver a mi madre.

–Quédate con nosotros, hijo –rogaba la madrina–, ¿adónde vas a estas horas?

Cuando le dije que iba a ver a mi madre, me alentó:

–Ve, hijo, también a ella debes alegrarla. ¡Pobre mujer, cuánto lloró por ti!; decía: mi Murat se perdió, ya no lo veré más... Ahora te verá y se alegrará.

Cuando me disponía a abandonar el patio, la madrina me aconsejó que me acompañara la sirvienta.

–Es de noche, hijo –dijo–, quién sabe qué puede sucederte.

–No hace falta –dije, y me marché.

Al salir a la lobreguez de la calle me asaltaron nuevos y más graves pensamientos. No había encontrado al padrino Pedro, entonces se desbarataron y fueron vanas todas mis previsiones. ¿Qué debía hacer? El día del castigo se acercaba, en dos noches la mano de mi maestro sería cortada ¿Qué iba a hacer si hasta entonces no daba con el padrino Pedro? Si no lo encuentro, pensaba, sólo me queda cumplir mi último propósito, esto es, presentarme ante el juez y confesar la verdad. Pero antes que nada era preciso verme con mi madre, se moriría de pena si de pronto le anunciaran la desgracia de su hijo.


Entré en la calle donde se encontraba nuestra casa.

Yo conocía bastante las arbitrariedades de los gobernantes persas, sabía que cuando un culpable huía las autoridades encarcelaban a sus familiares hasta que apareciera el prófugo. ¿Qué haré –pensaba– si entro en nuestra casa y la encuentro llena de policías? La madrina no me había dicho nada a ese respecto y yo estaba tan confundido que olvidé preguntarle sobre el particular. Decidí ir primero a la casa de Sara, enterarme allí de la situación de nuestra familia y luego ver a mi madre. La casa de Sara era contigua a la nuestra, sin duda ella estaría al tanto de todo.

Qué extraño es el corazón del hombre, más aún el corazón ardiente, inexperto de un muchacho: siempre que desea algo, diabólicamente la mente cumple ese deseo. Yo ansiaba ver a mi madre y a Sara por igual. ¿A quién debía dar la prioridad? Mi corazón decía que a Sara, y mi mente, en vez de contrariarlo, acudiendo a la cautela y a la prudencia, afirmaba el deseo de mi corazón diciéndome: no, no vayas antes de tu madre, allí pueden estar los policías, los ferrash, la gente del gobierno. Creo que imaginaba estas cosas porque eran propicias a los deseos de mi corazón. Sara estaba unida a mi alma, yo la amaba.

No puedo describir la emoción con que me acerqué a su casa. Hacía meses que no la veía. Ni un gato podía saltar con la rapidez con que subí a la azotea. En esa estación del año todos los aldeanos se acostaban en las azoteas. Sara dormía como una niña. Me acerqué y acaricié su rostro. Se despertó lanzando un extraño grito. Yo lamenté haberla asustado.

–Soy yo, Sara.

–¡Ay!, ¿por qué viniste aquí?, vete…, mi padre…

Retrocedí por temor a despertar a su padre que dormía un poco más allá. Sara no tenía madre. No había dado dos pasos cuando volví a escuchar su voz, apenas audible.

–Ve abajo, espérame allí.

Cuánta alegría me causó esa voz. Enseguida bajé de la azotea, me senté en la sala y aguardé con impaciencia. No pasó mucho tiempo y Sara, completamente vestida, llegó. Vino a mi encuentro con el asombro de quien ve resucitar a su amado. En esos momentos el amor enmudece, nos domina el gozo, la alegría se viste con lágrimas temiendo que el ser amado vuelva a esfumarse…

Sara encendió la lámpara y entramos en su habitación. Lo primero que le llamó la atención fue mi ropa.

–¡Ay! ¿qué es eso?, ¡cómo se ha destrozado tu ropa!, ¡cómo se ha ensuciado tu camisa! –dijo.

–En los bosques es así, Sara.

Se puso a preparar el hilo y la aguja para remendar los desgarrones de mi ropa. Pero estaba tan maltrecha que repararla era tarea de varios días por más que la buena muchacha se empeñara en ello. De pronto, como si se hubiera olvidado del estado de mis prendas, dejó a un lado el hilo y la aguja y dijo:

–¡Ay, cuánto he llorado, Murat, cuánto he sufrido…

–¿Por qué?

–Decían que…

–¿Qué decían?

–Ay, muchas cosas, decían que te habían apresado, que te habían encarcelado…

–Ya ves que nada de eso es cierto y que estoy a tu lado.

–Sí, estoy contenta. Pero…

–¿Crees que me prenderán?

–No…, creo que no volveré a verte.

–En vano piensas así, Sara. Dios me ayudará, así como no pudieron apresarme hasta ahora, también en lo sucesivo Dios me protegerá. Y me puse a consolarla.

–¿Dónde estuviste durante tanto tiempo?, ¿dónde te ocultaste? –preguntó. Noté que su voz comenzaba a temblar.

–No me preguntes eso, Sara.

–¿Por qué no debo saberlo?

–Te lo diré después.

Se quedó callada sollozando.

–¿Por qué lloras?

–Decían que vivías con ladrones.

¡Pobre muchacha!, lloraba porque yo vivía con ladrones. La hija del hurtacruz aborrecía a los ladrones, era insólito, era una perla caída en la inmundicia… Luego de unos instantes me preguntó:

–¿Has visto a tu madre?

–Todavía no, quiero ir a su lado.

–Ay, si supieras qué deshecha, qué consumida está por tu causa… ¡Pobre mujer!, las lágrimas no se secaban en sus ojos. Lloraba siempre. Yo iba a verla todos los días; me abrazaba, me besaba, me decía: “tú mitigas la añoranza de mi Murat, Sara, tú eres la novia de mi hijo”. Cuánto se alegrará ahora, cuando te vea, Murat.

Le pregunté a Sara qué cosas habían sucedido en nuestra casa durante mi ausencia. Me describió con horribles tonos las torturas que padeció mi madre en manos de los funcionarios locales, de los ferrash y de los sarvaz
[i]. Contó que venían todos los días y le preguntaban a mi madre dónde estaba yo, le decían que tenía que entregarme a ellos o pagarles determinadas sumas hasta que diesen conmigo. Y así continuamente cobraban “indemnizaciones”, “garantías” y se iban. Mi madre no tenía dinero para darles y liberarse. El padre de Sara venía, les pagaba y los despedía. Mis hermanas siempre se ocultaban en casa de Sara cuando ellos llegaban, mi madre no quería que las vieran los ferrash. Cuando Sara me contaba esto y otras cosas más se me partía el corazón. Si yo hubiera cometido un delito debían castigarme a mí. ¿Qué culpa tenía mi madre?, ¿qué culpa tenían mis hermanas, mis amigos? Pero así lo establecía la ley en nuestro país: los delitos del desaparecido, del muerto, debían pagarlos los que quedaban en casa.

Empezaba a amanecer, se oían los tañidos de la campana del templo. Ya era imposible seguir junto a Sara, su padre pronto bajaría de la azotea y se lavaría para ir a la iglesia. Sara no querría que su padre nos viera juntos. Es asombrosa la costumbre. Sara era mi novia, hacía varios años que mi madre me había comprometido en matrimonio con esa hermosa muchacha, pero nosotros no teníamos derecho a vernos, a hablarnos, hasta que el sacerdote nos dijera frente al altar que ella era mi mujer y yo su marido. Y en nuestro país se conservaba muy sagradamente esa regla.

Se oyó el segundo tañido de la campana. Todo Savra ya estaba de pie. Los ancianos y las ancianas iban a la iglesia a rezar y los jóvenes iban a trabajar a los campos de cultivo.

Nuestra casa estaba separada de la de Sara por una medianera baja. Muchas noches esa pared fue el testigo discreto de nuestros encuentros. Ella del lado de su patio y yo del lado del nuestro, pared de por medio, hablábamos durante horas enteras, hablábamos y no nos hartábamos. ¿Y ahora? Ahora huía de Sara como un delincuente indigno de su amor.

Sara no conocía aún los detalles del hecho ocurrido en el taller de mi maestro, aún no sabía por qué me buscaba la policía; sólo estaba enterada de que yo "vivía con ladrones". Hacía unos instantes me había preguntado acerca de eso y yo dejé su pregunta sin respuesta. La vergüenza me ahogaba, ¡qué cosa mala es el robo…! Sara dejará de amarme, pensaba, ella es una chica buena y no podría amar a un ladrón… Cuando me puse de pie y me disponía a despedirme, ella me preguntó:

–¿Vas a volver al lado de ellos?

–¿De quiénes?

–De aquellos ladrones.

–Si supieras, Sara, qué clase de personas son, jamás me reprocharías por haber pasado unos meses con ellos. Son unos muchachos tan entrañables que si los conocieras, también los querrías. No son malos chicos, Sara, y me duele que las circunstancias me hayan separado de ellos.

Ella pareció tranquilizarse.

–Creo en tus palabras –dijo–. ¿Pero adónde vas ahora?

–A ver a mi madre.

En ese momento se oyeron desde el patio los pasos del padre de Sara. Había bajado de la azotea y se preparaba para ir a la iglesia. Sara palideció, abandonó la habitación y saliéndole al paso, dijo:

–¿Sabes papá?, ha llegado Murat.

–¿Cuándo?, ¿dónde está?

–Llegó recién, está acá, en la habitación.

Yo oía la conversación de ellos. Sara había engañado al padre, la costumbre del país la obligó a mentir. No quiso que supiera que habíamos estado a solas unas horas. Tal impudicia era impropia de una muchacha pura como ella. El padre entró rápidamente, me abrazó, me besó y con palabras evangélicas expresó su alegría por encontrar al fin a la oveja descarriada. Sus palabras encerraban alegría y reproche a la vez. Yo era una oveja descarriada y el pastor me había encontrado. Pero quién me descarrió, sobre eso no dijo nada.

El padre de Sara era un hombre inteligente, me aconsejó que no fuera a nuestra casa porque podían llegar los ferrash y apresarme. Dijo que el alcalde de nuestro pueblo había recibido la orden de denunciarme si me veía, y que “ese canalla”, para congraciarse con sus superiores, con gusto cumpliría esa orden. Por otra parte, agregó que nuestra casa estaba vigilada por varios sarvaz para atraparme.

Por las palabras del padre de Sara entendí por qué las autoridades me buscaban con tanta tenacidad. Junto con mi maestro también habían sido detenidos todos sus aprendices y obreros. Sólo restaba yo, que estaba prófugo. En los asuntos penales la investigación de los jueces persas no se realiza con interrogatorios, con testigos y otras indagaciones, sino con torturas. Castigan antes de comprobarse el delito. Ponen los pies del detenido en el falajgá
[ii], lo azotan, lo someten a terribles torturas hasta que confiese. Mientras tanto, intensifican más y más las tomentos. Todo eso lo habían experimentado mi maestro y sus obreros, pero no pudieron arrancarles una confesión. Mi maestro había dicho solamente que el sello que llevaba la llave era, efectivamente, el de su taller, pero que ignoraba cómo y quién había hecho la llave. Lo mismo habían dicho los aprendices y los obreros. Quedaba yo, que estaba prófugo, y mi huída me había vuelto más sospechoso. Esa era la causa por la que me buscaban con tanto afán, pensando que conmigo se resolvía el problema.

Yo escuchaba y me tentaba a confesar la amarga verdad. Pero volví a contenerme y a callar hasta verme con el padrino Pedro. Faltaba un solo día, a la mañana siguiente iban a cortar la mano de mi maestro en la plaza. “No importa –pensaba–, si no llego a encontrar hoy al padrino Pedro, me presentaré ante el juez y le confesaré toda la historia”.

–Tú te quedarás aquí, en nuestra casa –dijo el padre de Sara–. Aquí hay lugares seguros para ocultarte, te esconderé hasta que pase el peligro.

–¿Entonces no veré a mi madre, a mis hermanas? –pregunté.

–No es necesario que para verlas vayas a su casa, puedes verlas aquí.

Y le dijo a Sara:

–Ve y llama aquí a la jenamí
[iii] Nazani. No digas que Murat ha venido, sólo dile que la llama tu padre. Quién sabe, es mujer, tiene el corazón sensible…; es posible que al oír el nombre del hijo levante la voz y llame la atención de los vecinos.

Sara corrió a nuestra casa.

Mi pluma es incapaz de describir la alegría con que mi madre vino a mi encuentro. La lengua humana no ha creado aún las palabras adecuadas que expresen los sentimientos, los dolores de una madre.

Mis hermanas, que recién se habían levantado, al enterarse de mi llegada también corrieron a verme. Sus caricias, sus regocijos eran angelicales como su corazón. “¿Ya no te irás más?, ¿te quedarás con nosotros?”, preguntaban sin cesar. Yo no sabía qué contestarles. Mi madre aprobó la idea de Sara de ocultarme en su casa, porque el kizir (ayudante del alcalde) del pueblo iba todos los días a la nuestra para buscarme.

Si bien todo eso me causaba una enorme alegría (ver de nuevo a mi madre, a mis hermanas, encontrarme con quienes desde niño me eran tan entrañables), al mismo tiempo me mortificaba una amarga, una desagradable sensación cuando me acordaba que era un delincuente, que me perseguían, que querían encarcelarme. Mi madre y mis amigos se esforzaban para que no me detuvieran, para que no me encarcelaran. ¿Pero acaso con ello se tranquilizaba mi conciencia?, ¿acaso podía olvidarme de lo que había hecho, de aquello por cuya causa castigaban a seres inocentes?

Mi madre le expresó su gratitud al padre de Sara, que se afanaba por proteger y defender a nuestra familia; si no fuera por él los sarvaz y los ferrash nos habrían sometido a vejámenes mayores. Y agregó que mi tío paterno se mantenía tan desapegado de nosotros que no quería saber en absoluto que la familia de su hermano sufría en manos de los bárbaros.

–¿Y el padrino Pedro? –pregunté.

–Que Dios lo gratifique –contestó mi madre con emoción–. Ese honorable hombre no tenía paz ni calma; venía varias veces al día a vernos, nos alentaba, nos consolaba diciendo: no teman, Dios es misericordioso, todo pasará. Decía que muchas veces Dios les depara el infortunio a sus criaturas para probarlas. Traía como ejemplo las vicisitudes padecidas por el bienaventurado Job y muchas otras cosas de la Biblia.

Repugnante”, dije por dentro y conteniendo mi exasperación, pregunté:


–¿Dónde está ahora?

–Hace varias semanas que no aparece –contestó mi madre–. Una vez vino a verme y dijo: Nazani, voy a ir a buscar a Murat; es un muchacho inexperto, temo que lo apresen. Tenemos que ocultarlo hasta que pase la ira de Dios. ¡Pobre hombre!, las lágrimas caían a raudales de sus ojos, parecía que lloraba por su propio hijo.

Esas mismas palabras me las había dicho mi madrina. Pero yo sabía muy bien con qué propósito me buscaba el padrino Pedro.

El padre de Sara fue a la iglesia, más que a rezar, a escuchar lo que la gente decía. Nuestros aldeanos, al salir del templo, solían reunirse en el atrio y hablar de diversos temas. Y me advirtió que permaneciera en la casa de ellos hasta su regreso. El amor maternal, la alegría de mis hermanas y la presencia de Sara aplacaron momentáneamente la ira con la que había entrado en esa casa. La calidez de sus gestos, sus mimos sinceros sosegaron mis sentimientos y me sumí en una inexplicable embriaguez, echando al olvido lo que había premeditado para la liberación de mi querido maestro.

Sara estaba alegre como una golondrina en primavera, incesantemente revoloteaba a mi alrededor afanándose por satisfacer hasta el más pequeño de mis deseos. Mis hermanas no se alejaban de mi lado, me hacían interminables preguntas y querían hablar, hablar conmigo continuamente. Mi madre, con mi diestra entre sus manos, me miraba admirada y a ratos suspiraba hondamente. ¡Pobre mujer!, cuántos dolores, cuántas penas se ocultaban en su corazón deshecho. Tras la pérdida de su amado esposo sólo en mí hallaba consuelo, yo era la columna de su casa, yo iba a mantener encendido el fuego del hogar paterno, todas sus esperanzas estaban cifradas en mí. ¿Y ahora? Ahora iban a desmoronarse esas esperanzas, se iban a hacer trizas todos los anhelos maternales. Su hijo era un delincuente a quien probablemente colgarían en la horca… Indudablemente a mi madre la abrumaban amargos presentimientos, por eso estaba tan triste. Pero ella ocultaba sus penas para no causarme dolor.

El padre de Sara volvió bastante tarde de la iglesia; nos contó muchas novedades y, entre otras cosas, dijo que algunos vieron en la ciudad vieja al padrino Pedro, quien regresaría a su casa al anochecer. Esta noticia me exaltó. “Al fin caerá en mis garras y entonces sabré qué hacer”, pensaba yo, y con impaciencia aguardaba a que anocheciera. Al caer la tarde mandamos varias veces gente a su casa y contestaban que aún no había vuelto. De nuevo empecé a inquietarme, de nuevo me dominaron amargos pensamientos, la desesperanza me oprimía, no sabía qué hacer.

El sol se puso y reinó la oscuridad. Era la última noche de la crisis. Si no salvaba esa noche a mi maestro, a la mañana siguiente ya no habría esperanzas. Esta idea me aterraba. Pasé la noche en un estado febril. No podía dormir ni estar despierto. Se había posesionado de mí esa especie de ira que a uno lo agita pero que, al mismo tiempo, no le permite moverse del sitio, como el mar que se encrespa y sin embargo está ahí. Yo tenía que volar, correr, acudir en el acto al lugar donde iban a castigar al inocente hombre. Pero parecía que una mano invisible me sujetaba, que la fuerza de mi voluntad, de mi carácter se había debilitado.

Caí enfermo. La cabeza me dolía terriblemente, todo mi cuerpo ardía como el fuego. Mi madre, mis hermanas y Sara no se alejaban de mi lecho. Yo oía sus palabras, las entendía, pero mis respuestas eran incoherentes, tan absurdas, tan confusas eran que mi madre creía, aterrada, que su querido hijo había enloquecido. Era la primera vez que soñaba despierto. Cuando cerraba mis ojos creía encontrarme en la ciudad vieja. Es de mañana. En las calles hay tensión y alboroto. La gente corre deprisa hacia la plaza de los condenados. Yo también corro con la multitud en la misma dirección. En la plaza no cabe ni un alfiler, está repleta de espectadores curiosos. Hasta las ramas de los árboles cercanos están cargadas de gentes que parecen menudos gorriones. “¿Qué pasa, qué espera esta multitud?” –pregunto yo. “Van a cortarle la mano a un delincuente”, es la respuesta.

Sobresaltado por esas palabras abría mis ojos y ya no veía nada, no aparecía nada. Sólo veía el afligido rostro de mi madre, sentada junto a mi lecho; veía los ojos llorosos de Sara, veía la lámpara de aceite que ardía con luz mortecina. Mis hermanas se habían dormido, toda la casa dormía, sólo dos almas se habían quedado despiertas: mi madre y la muchacha amada. Esto era realidad, y lo demás sueño.

Volví a cerrar los ojos pensando que la horrible visión ya había pasado. De nuevo el sueño: la misma plaza, la misma multitud, la misma gente colgada de los árboles. Pero la escena cambió en parte. En el centro de la plaza el verdugo, vestido de pies a cabeza de rojo, afila su cuchillo. Parado cerca de él está el infeliz condenado, pálido, consumido y semimuerto. La cárcel le ha despojado de todo signo de vida. Apenas pude reconocerlo. Era mi maestro, el bondadoso artesano que tanto me amaba, el hombre que se alegraba como un padre cuando notaba mi progreso en el oficio, el que prometía favorecerme con un taller propio. ¿Pero cómo retribuyó sus bondades el ingrato alumno? Con la traición. El castigo que iba a sufrir el inocente hombre era por mi causa. Yo lo había hundido en esa terrible desgracia… Me hallaba en ese desasosiego cuando el verdugo se acercó al condenado. La multitud profirió un sordo murmullo. De todas las bocas pareció escucharse la palabra “¡inocente”! Yo no pude soportar más. Gritando, clamando como un loco, desgarré la densa muchedumbre y en un vuelo aparecí junto al verdugo. “¡Corten mi mano –grité con voz tonante–, esta mano fue la que hizo la llave!”. Un profundo estupor reinó sobre el gentío.

Y con esa voz, desperté.

Ya había amanecido y los primeros rayos del sol penetraban en mi dormitorio. Mi madre estaba sentada junto a mi lecho y un poco más distante se hallaba parado un hombre. Mi madre se horrorizó al oír mis últimas palabras, pero el hombre la tranquilizó diciendo:

–El pobre muchacho tiene pesadillas.

Cuando miré el rostro del hombre vi que era nuestro padrino Pedro. Su presencia hizo que me recobrara de mis pesadillas. Ya me encontraba perfectamente despierto, pero volví a pronunciar las mismas palabras que había dicho en sueños:


–Sí, yo hice esa llave.

No sé qué dijo o qué le sugirió el padrino Pedro a mi madre, sólo vi que ella se retiró del dormitorio y el padrino Pedro y yo nos quedamos solos. Yo me sentía bastante bien, el dolor de cabeza había pasado y la fiebre había disminuido. Sólo experimentaba en mis miembros una especie de cansancio, de flojedad. Sin embargo me levanté del lecho y me vestí. El padrino Pedro me ayudó a lavarme. El agua helada refrescó mi cabeza y serenó mi mente enardecida.

A veces en el carácter humano se producen unos cambios psicológicos difíciles de explicar. Hay hombres a los que, por mucho que uno aborrezca, por mucho que uno esté predispuesto a recriminar, a ofender y hasta a matar, sin embargo al mirarles a la cara pareciera que por un efecto mágico la tensión se aflojara, el enojo se debilitara; y entonces uno cae en una absoluta insensibilidad. Ese efecto causó en mí el padrino Pedro.

Yo estaba irritado con él. Odiaba a ese abominable hombre hasta el punto querer de matarlo, pero no bien vi su venerable rostro, todo mi enojo, todas mis pasiones se hicieron trizas, se deshicieron ante la fuerza hechicera de ese misterioso hombre. No sé a qué atribuir ese cambio, si a la debilidad de mi carácter juvenil o a mi inestabilidad emocional. Pero tuve el suficiente valor como para exigirle que habláramos a solas.


–Yo también quiero hablar contigo, por eso alejé a tu madre –dijo con suavidad y se sentó a mi lado.

–Murat –continuó, sin dejar que yo hablara–. Quisiste conversar a solas conmigo y entendí tu pensamiento, por eso celebro tu inteligencia. Yo sé qué vas a decirme sin necesidad de escucharte. Dirás: padrino Pedro, la llave que hice para ti se empleó para perpetrar una mala acción; robaron valiosos efectos y, como culpables, detuvieron y castigaron a gente inocente. Dirás: padrino Pedro, la llave estaba en tu poder, entonces la sospecha y la responsabilidad caen sobre ti. Tú eres tan noble y de buen corazón que me exigirás que asuma sin falta la responsabilidad y libere a los inocentes de las crueldades del tribunal. Y si yo no te obedezco, serás tan implacable que no ocultarás el delito, te dirigirás a donde corresponde, me denunciarás y revelarás toda la historia de la llave. Creo que esto es lo que pensabas, ¿no es así?

–Es exactamente así.

–Aprecio tu sinceridad y me alegra tu honradez. Yo también, si estuviera en tu lugar, actuaría de la misma manera, yo tampoco permitiría que se ocultara el delito y se castigara a seres inocentes.

No pude contener mi exasperación.

–¿Entonces por qué permitió que se castigara al inocente? ¿Por qué esperó hasta hoy, por que ocultó el delito? ¿Acaso no fue por su culpa que vendieron en pública subasta el taller de mi desdichado maestro, sus bienes, sus propiedades y todo lo que tenía, dejando en el desamparo a su pobre familia? ¿Acaso no fue por su causa que vejaron y torturaron en la cárcel a mi maestro, y ahora, tal vez en este mismo momento, el verdugo le esté cortando la mano públicamente? Si usted tiene conciencia, si su corazón alberga el temor a Dios, si respeta la justicia ¿por qué dejó que se cometieran esas atrocidades? Y ahora, cuando ya es demasiado tarde y se consumó todo, viene a cantarme los salmos.

El padrino Pedro contestó, conservando su frialdad:

–Considero justo el enojo de tu corazón juvenil, ¡muy justo! Eso es un signo de que no te has corrompido. Pero escucha, Murat, escucha la dolorosa verdad.

Al pronunciar estas palabras su voz comenzó a temblar y en sus ojos aparecieron lágrimas.

–Aquella aciaga llave que hiciste para mí la conservaba conmigo como un recuerdo que el padre quiere tener de su hijo. Era el primer trabajo de tus manos y por ese motivo me era muy valioso. Pero, evidentemente, Dios quiso castigarme con algo muy caro a mi corazón. De pronto la llave desapareció ¿Quién la llevó? ¿Dónde se extravió? Hasta hoy pienso, pienso y no puedo explicármelo. A la semana de perderla se perpetró el delito que tú conoces. Desde ese día busqué por todas partes, hice toda clase de averiguaciones para desvelar el misterio. Pero todos mis esfuerzos fueron en vano. Ahora me encuentro en un mar de dudas, estoy terriblemente preocupado, no sé cómo expiar el delito que yo no cometí, sino que se cometió a causa de mi ingenuidad.

Sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas. Hablaba con un tono suave, persuasivo y sincero, parecía que de su boca sólo salía la verdad.

Y le creí.

A esa edad yo no era un muchacho necio, pero tampoco era tan perspicaz como para analizar cuidadosamente las palabras del padrino Pedro. No tenía la suficiente agudeza para preguntarle: bien, admitamos que perdiste la llave o que alguien la robó. ¿Pero cómo ese alguien pudo saber que poseías una llave semejante? Supongamos que no la robaron, sino que la perdiste. ¿Cómo pudo saber el que la encontró que esa llave correspondía a una desconocida caja de caudales que se hallaba en determinado castillo? No le formulé ninguna de esas preguntas y tampoco me interesé en saber qué llave era aquella que me entregó la primera vez, encargándome que hiciera una igual. Sin duda esa era la llave original de la caja de caudales. ¿Quién se la había dado, y con qué propósito me pidió que hiciera la segunda?, ¿por qué me había ordenado, con toda severidad, que no le hablara a nadie sobre la existencia de la llave que hice, que no se lo dijera ni aun a mi madre? Repito que no tuve la perspicacia de hacerle estas preguntas. Yo me había quedado petrificado, aturdido, sorprendido y en mi cerebro reinaba una especie de letargo.

Al advertir el efecto de sus palabras, el padrino Pedro no me dio tiempo para que yo pudiera ordenar mis ideas y decirle algo. Prosiguió:

–Ahora, querido hijo, sobre mi conciencia pesa una grave carga. No tengo paz ni duermo, día y noche cavilo y pienso que mi imprudencia provocó un hecho siniestro y que sumí a muchos en la desgracia. No sé cómo expiar ese pecado.

Yo reaccioné:

–Yendo ahora mismo donde el juez y diciéndole que no le corten la mano a un hombre inocente porque el culpable es usted.

–Haría eso de buen grado, pero ya no pueden cortar su mano.

–¿Por qué?

–Esta mañana, cuando fueron a sacarlo de la cárcel para llevarlo a la plaza de los condenados, encontraron las puertas forzadas y abiertas, algunos guardias muertos y el preso desaparecido.

Nunca en mi vida me alegré tanto. Enseguida recordé las palabras de Garó, que me había dicho: “a la primera noche tu maestro será liberado”. Mis compañeros cumplieron su promesa, no me habían engañado. Advirtiendo que el padrino Pedro no estaba enterado de quiénes o cómo habían liberado a mi maestro, yo no hice ningún comentario. Sólo dije:

–Bien. Aun cuando pudo salvar su mano huyendo de la cárcel, ¿usted no se considera culpable de las torturas, de los daños que sufrió al ser despojado de su casa, de sus bienes, de toda su fortuna? ¿Usted no tuvo nada que ver en todo eso?

–Sí, cómo no voy a considerarme culpable. Entiendo que fui el causante de esos perjuicios. Si no hubiera mandado hacer esa maldita llave… Pero sólo Dios sabe cuan inocente soy.

Con las últimas palabras extendió su mano y recogiendo la manga de la camisa dejó ver el brazo desnudo. Siempre que yo veía ese brazo me dominaba un estremecimiento sagrado y mi corazón latía con fuerza. En él estaba impreso el santo sello del monasterio de Jerusalen, que reproducía los lugares sagrados a los que están ligados los corazones de los cristianos. Y en la mano tenía tatuada una cruz, la insignia del amor y la fraternidad, el signo del voto de Jesucristo, quien ordenó llevarlo como un arma espiritual para luchar por la justicia y la verdad. ¿Acaso una mano semejante, que llevaba esa insignia del ejército cristiano, podía ser capaz de obrar mal? El padrino Pedro era mahdés
[iv]. Había visitado varias veces el monasterio de Jerusalen, tatuando sus brazos y sus manos con las sagradas imágenes.

Cuando le pregunté cómo iba a reparar el daño que le causó, si bien involuntariamente, al pobre hombre, respondió:

–Ya pensé y tomé una decisión acerca de eso. Escucha Murat, yo, como dicen en los cuentos, debo llevar en la mano un bastón de hierro, calzar sandalias de hierro y, por último, debo colgar de mi cuello una cadena de hierro y errar de país en país, de mundo en mundo, pordioseando y juntando dinero para resarcirle a tu maestro el daño que le he causado y tranquilizar así mi conciencia.

–¿Quiere decir que decidió irse al extranjero?

–Indefectiblemente.

–¿Y con ese propósito?

Quedé admirado de su virtud. Después de pensar un instante, él habló:

–Yo te he confesado mi culpa y dije cómo pienso expiarla. Ahora me dirijo a ti, Murat, tú eres un muchacho inteligente, me entiendes tanto como sólo puede entender un hombre noble y adulto. Confiesa, ¿tu conciencia, tu corazón no te dicen que en la desgracia de tu maestro eres tan culpable como yo? Quiero decir, al igual que yo tú también fuiste, sin quererlo, la causa de su desdicha. Al pedirte que me hicieras la malhadada llave, yo, por cierto, no sabía que abriría la puerta de tantos males, del mismo modo que tú cuando la hiciste. Entonces, ambos fuimos, inocentemente, los causantes de un mal. Ese mal es un delito y ahora recae sobre ambos. ¿No deberíamos expiarlo juntos?

–Sí, ¿pero qué puedo hacer yo?

–Lo que yo voy a hacer. Vendrás conmigo sin falta, deberás dejar este país. Escucha Murat, tu maestro, es cierto, se salvó de ser castigado, huyó de la cárcel, pero con eso no ha terminado todo; al contrario, su caso se agravó. Desde ahora las autoridades se pondrán a buscarle con mayor ahínco a él y a sus hombres, es decir, a ti. Si llegan a apresarte ya no tendrás salvación y te colgarán inevitablemente. Lo sé. Tu desdichada madre morirá de pena y el fuego del hogar de tu padre se extinguirá para siempre. Si quieres mantener tu vida a salvo, forzosamente tienes que marcharte de este país. Aquí no puedes ocultarte. Emigraremos los dos, pasaremos unos años en el extranjero, ganaremos dinero y luego regresaremos. Hasta entonces todo habrá cambiado, todo se habrá olvidado. Los fallos de los tribunales persas son temporarios, al cambiar los jueces también cambian las sentencias. No existen archivos judiciales ni otros registros. El juez actual no sabe las cosas que ocurrieron en días de su predecesor.

Al terminar sus palabras, el padrino Pedro me miró a los ojos, diciendo:

–Dime, ¿estás de acuerdo en venir conmigo?

–Estoy de acuerdo, pero no sé qué dirá mi madre.

–Tu madre también estará de acuerdo. Ella sabe que no puedes quedarte aquí, ocultándote siempre, viviendo siempre como un fugitivo. Ella no querrá esa vida para ti.

–Entonces hable usted con mi madre.

–Yo obtendré sin falta su conformidad.


[i] Soldado persa (N. del T.)
[ii] Instrumento de tortura. (N. del T.)
[iii] Jenamí: consuegro, pariente. (N. del T.)
[iv] Peregrino que visita los lugares santos de Jerusalén y se hace tatuar los brazos. (N. del T.)