Las primeras gotas de veneno

o no he conocido a mi padre. Mi madre decía que yo no había nacido cuando mi padre emigró del suelo patrio y desapareció en tierras extrañas.

Durante mucho tiempo no teníamos noticias de él, no recibíamos cartas ni información alguna. Un día apareció el compañero de peregrinaje de mi padre, trajo su anillo y entregándoselo a mi madre le dio la triste noticia de su muerte. Nuestras vecinas le aconsejaban a mi madre que enterrara ese anillo en el cementerio y ornara la tumba con una cruz y una lápida. Pero mi madre no quiso porque no creía que su marido hubiera muerto. Estaba decidida a esperar largos años, a esperar el regreso de mi padre. Por eso se negó a aceptar la mano del hombre que nos había traído la triste nueva y que quería casarse con ella.

A mi madre la llamaban Nazani; era una mujer muy hermosa y buena, ¿quién no iba a quererla? Pero ella decía que si la muerte de su esposo fuese cierta, así y todo no volvería a casarse porque pensaba en sus hijos. Nosotros, sus hijos, éramos cuatro almas: mis tres hermanas y yo.


El pueblo en el que vivíamos se llamaba Savra. Era uno de los pueblos más hermosos de Salmasd. Rodeado de extensas huertas y viñedos, parecía oculto en medio de tupidos bosques. Lo atravesaba el río Sola que irrigaba los cultivos.


Al estar privados de padre quedamos bajo la tutela del padrino Pedro. El padrino Pedro era famoso en nuestro pueblo como hombre experimentado, inteligente y bueno. Era tan amado por la gente que todos juraban en su nombre. Antes que sonara el primer tañido de la campana y antes que llegaran los sacerdotes, el padrino Pedro ya estaba en la puerta de la iglesia, esperando que se abriera para ofrendar su rezo matinal. Era una de esas personas de cuyas manos jamás se desprenden el salmo, el evangelio y el narek, y siempre piensan en el alma y en el reino de Dios. Mi madre estaba muy contenta de que sus hijos estuviesen confiados a la tutela de un hombre tan piadoso.

Fuera del padrino Pedro nosotros no teníamos otro amigo. Yo sólo tenía un tío paterno al que llamaban Minás. Era un hombre de unos cincuenta años. Nunca puedo recordar sin temor la cara siempre alegre, siempre despreocupada pero también salvaje de ese hombre. Se había entregado de corrido a la diversión y durante días se ausentaba de la casa. Nos asombrábamos de su excesivo derroche, aun cuando no tenía oficio ni ocupación alguna. A veces desaparecía, no se dejaba ver durante meses, otras durante años, y de pronto aparecía con los bolsillos llenos de dinero. Cómo lo ganaba, con qué medios lo obtenía, no podía entenderlo; sólo veía que en sus oros había cuños de todos los estados. Significaba que había recorrido muchos países.

Pero el proverbio armenio dice que “lo que el viento trae, el viento se lo lleva”, y así también los relucientes oros no duraban mucho en sus manos, pronto los dilapidaba y de nuevo se quedaba pobre, de nuevo vivía con deudas. Los acreedores confiaban en su buena estrella, sabían que no iban a perder su dinero, sólo bastaba que Minás levantara el vuelo, cogiera el bastón de peregrino y después le sería fácil ganar dinero.

Mi tío recibía visitas varias veces a la semana. De cuando en cuando yo iba a su casa. Las visitas bebían, comían, hablaban y yo escuchaba con particular interés sus conversaciones. Contaba las aventuras vividas en los más variados países. Eran aventuras espantosas, plenas de episodios terribles, y sin embargo me cautivaban. En aquel entonces yo era inexperto y con infantil ingenuidad veía en sus acciones actos de valentía. Por esa causa pensaba: “Ay, cuándo creceré y podré ir a tierras extrañas para ganar dinero como ellos”. Ese pensamiento torturaba muchas veces mi inocente corazoncito. Cuando le expresaba ese deseo a mi madre, sus ojos se llenaban de lágrimas y siempre me respondía con las mismas palabras: “Dios no permita que ganes dinero como ellos”.

¿Por qué se enojaba mi madre?, ¿por qué me reprendía así?, ¿acaso ellos eran malos?, ¿acaso era bueno vivir así, en la pobreza, como vivíamos nosotros? Yo me disgustaba y le decía groserías a mi madre. Ella sólo lloraba y no contestaba nada.

Una vez, sólo me dijo:

–Ellos son hurtacruces…

Esa palabra pareció quemarle la lengua.

¿Pero qué era el hurtacruz? Yo no tenía ninguna idea acerca del significado de esa palabra, mi madre tampoco me lo explicó; solamente me aconsejaba que me mantuviera lejos de ellos, que no me dejara atraer por sus actividades porque no era gente buena.

Mi madre no era de nuestro pueblo, era oriunda de la región de Van, de ahí que sintiera aversión hacia nuestros lugareños. En los últimos tiempos me prohibió que fuera a la casa de mi tío y que jugara con sus hijos. Y pensaba en un recurso para alejarme completamente de nuestro pueblo. Cierta vez me dijo:

–Murat, hijo, tú debes aprender un oficio.

Y se puso a explicarme cuán afortunado es el artesano noble y trabajador, cuán asegurada está su vida y cuán libre e independiente es su subsistencia.

–¿Qué oficio? –pregunté.

Me dijo que había conversado el tema con el padrino Pedro y decidieron enviarme a que aprender herrería.

–¡Herrería! –exclamé–, yo no quiero ponerme negro entre los polvos del hierro y del carbón.

–No te pondrás negro –contestó mi madre con su habitual calma–. De los negros polvos del carbón saldrán el pan blanco y el dinero limpio; y al contrario, siempre son y seguirán siendo negros los rostros de los hombres que con engaños les roban a otros, y finalmente vuelven a quedar pobres.

Entendí; mi madre aludía a los hurtacruces...

Yo amaba mucho a mi madre. Después de la desaparición de mi padre nos crió con toda la ternura maternal. Por ese motivo no pude contrariarla y sólo pregunté:

–¿Por qué necesariamente herrería? ¿Acaso los demás oficios son malos?

–Todos son buenos –contestó–. El trabajo y el esfuerzo son siempre buenos; sólo es mala la holgazanería y la ociosidad.

Luego añadió que consideraba bueno que aprendiera herrería porque era un oficio apropiado para mi físico. Para ser herrero se requerían músculos sanos, brazos fuertes y manos hábiles, y yo tenía todo eso.

La mayoría de las herrerías de nuestra región se encontraban en la ciudad vieja, que distaba una milla de nuestro pueblo. No habían pasado dos días de nuestra conversación, cuando mi madre me llevó a la ciudad vieja y me confió al usdá (maestro) Krikor. Y como a causa de la distancia era difícil ir todas los días allá y volver a nuestro pueblo, yo iba a trabajar todas las semanas a la herrería y a la noche me quedaría en la casa de mi tía materna. Solamente los domingos regresaría a nuestra casa para ver a mi madre y a mis hermanas.

La previsión del padrino Pedro y de mi madre sobre mi aptitud para el oficio de herrero no estaba errada. En unos meses aprendí lo que a otros aprendices les llevó años. Mi madre estaba contenta por mi progreso y no menos contento estaba el padrino Pedro. Un día éste me dio una llave, diciendo:

–Te doy esta llave para probarte, Murat. Si haces una igual me convenceré de que adelantaste bastante en tu oficio.

Yo terminé la llave y enseguida supe que no era un trabajo de los artesanos de nuestro país, sino que había sido hecha en Francia o en otro lugar, en donde el oficio estaba más desarrollado que en Persia.

–¿Y si hago una exactamente igual? –le pregunté, tras examinar bien la llave.

–Mandaré a coser un traje nuevo para ti –dijo el padrino Pedro–, hace mucho que no te regalo nada.

Al domingo siguiente, cuando regresé a mi pueblo, le llevé la llave nueva al padrino Pedro. La tomó, la comparó, le dio vueltas de un lado y del otro, y luego dijo:

–Es exactamente igual.

El padrino cumplió su promesa y el mismo día me puse el traje nuevo que encargó para mí.

–Murat –me dijo tras pensar un poco–, mientras hacías la llave ¿quién te vio? Seguramente tu maestro o alguno de los aprendices mayores te indicaron la manera de hacerla.

–Yo no se la mostré a nadie.

–¿Por qué?

–En nuestro taller les está prohibido a los aprendices hacer trabajos personales, por eso no la dejé ver a nadie, la hice a escondidas.

–Puesto que es así, yo tampoco se la mostraré a nadie, tú no digas que la hiciste. No quiero que tu maestro se enfade contigo.

Yo estaba tan absorto por la alegría de mi nuevo traje que no podía entender el designio que encerraban esas preocupaciones del padrino Pedro. Admitamos que en nuestro taller le estaba prohibido a los aprendices hacer trabajos personales, pero suponiendo que mi maestro se enterara de que hice una llave, ¿qué podría hacerme?; a lo sumo un tirón de orejas y con eso terminaría el asunto.

Debo decir que me asombré cuando el padrino Pedro me aconsejó que tampoco le revelara a mi madre que había hecho la llave. ¿Por qué no decírselo?, mi madre se alegraría. ¿Qué había que ocultar en ello? Pero yo adoraba como a un santo al padrino Pedro. Sin duda, pensaba, será mejor así. Él es más grande que yo en inteligencia y en edad, conoce mejor que yo el orden de las cosas.

Pasaron unos meses, pasó un año. Yo había olvidado por completo la existencia de la llave. El traje regalado por el padrino Pedro se gastó, pero seguí recibiendo de él nuevos trajes y regalos. Me quería como a un hijo y siempre que veía algún trabajo hecho por mí y sabía de mis progresos, me recompensaba. Mi madre se alegraba al ver que día a día me ganaba la simpatía de nuestro bienhechor y que aumentaba su cariño hacia mí.

Trabajé cuatro años enteros como aprendiz; mi maestro me daba dinero sólo para el pan, pero cuando vio mi trabajo y mi mérito me asignó un sueldo mensual de dos oros. Cuando recibí mis dos oros por primera vez, enseguida corrí al lado de mi madre y le entregué el primer fruto de mi sudor.

Mi madre me abrazó con lágrimas en los ojos y besándome dijo:

–¿Has visto, hijo, que de los polvos del carbón y el hierro salen relucientes oros?, ¿has visto cuán dulce es el fruto del trabajo honrado?

Enseguida recordé que esas mismas palabras me las había dicho cuatro años atrás, cuando trataba de convencerme de que aprendiera un oficio. Y sólo entonces comprendí que sus palabras eran ciertas; de veras era dulce, muy dulce el fruto del trabajo honrado.
Yo estaba aplicado con tanto amor a mi trabajo que ya no pensaba en otra cosa. Y desde entonces dejé de ir a la casa de mi tío paterno y desdeñé a su familia tanto como lo hacía mi madre. Ahora no necesitábamos la ayuda de mi tío. Poco a poco mi maestro me aumentaba el sueldo y lo que ganaba bastaba para la modesta subsistencia de mi madre y de mis hermanas.

Mi maestro tenía una asombrosa capacidad para estimular a sus aprendices, provocar su entusiasmo y mantenerlos siempre activos. Era un hombre bueno, me quería como a un hijo y siempre me daba sanos consejos. Me prometía que si seguía trabajando un año más en su taller y me perfeccionaba del todo, entonces me iba a ayudar, me iba a proporcionar los medios para que abriera un taller para mí. Yo confiaba plenamente en que iba a cumplir su promesa, por eso trabajaba con más y más entusiasmo. Era un hombre tan bondadoso y honesto que jamás engañaba. Yo conocía algunos ejemplos que daban fe de su generosidad hacia sus alumnos.

Pero un hecho terrible aniquiló todas mis bellas ilusiones…

Un día los ferrash
[i] entraron de golpe en nuestro lugar de trabajo. Arrastraron a mi maestro, rodearon el taller con soldados y se pusieron a investigar. Junto con mi maestro apresaron a muchos de nuestros aprendices y obreros. Yo me escapé y no pudieron prenderme. Anochecía, el sol se había puesto y poco a poco la oscuridad ganaba el cielo. Yo corría sin detenerme, pero no sabía adonde ir. Me impulsaba el terror. Sabía muy bien qué era el ferrash persa y las horribles consecuencias que podía tener el hecho que había ocurrido unas horas antes.

Al oscurecer completamente me detuve para descansar un poco. “¿Adónde ir?”, me preguntaba desorientado; pensaba, pensaba y no hallaba salida. Si iba a mi casa, allí también podían aparecer los ferrash. La desesperación me ahogaba, temblaba mi cuerpo. En medio de esa angustia de pronto escuché mi nombre, alguien me llamaba. Me sobrecogí por entero. La voz se acercó.

–Murat –dijo–, ¿por qué estás turbado, qué te sucedió?

Yo me tranquilicé, el que me hablaba era un antiguo amigo mío, un buen muchacho al que llamaban Aslán. Le conté la desgracia ocurrida unas horas antes. Pensó un poco y dijo:

–Ven conmigo, nosotros no dejaremos que caigas en manos de los ferrash .

Por ese nosotros comprendí que no estaba solo, que tenía otros amigos. Me llevó junto a ellos; el nombre de uno era Garó y el del otro Sakó. Eran jóvenes huérfanos, sin casa. Vivían como los pájaros del cielo y dormían donde caía el día. Los tres eran de mi misma edad. Yo los conocía de antes, y los conocía bien. Eran alumnos de la escuela de la ciudad vieja y estudiaban con un sacerdote de nombre Der Totig. Un día los tres huyeron de la escuela y desaparecieron. Desde entonces habían pasado varios meses y ahora volvía a encontrarme con ellos.

–Murat –me dijo el mayor de ellos, Garó–, si te quedas con nosotros estarás a salvo.

–Murat será nuestro compañero –intervino Sakó.

–Yo lo traje para eso –agregó Aslán.

Qué compañerismo era ese y de qué manera podía ingresar yo a ese grupo, nada dijeron al respecto. Pero yo sabía quiénes eran, qué clase de muchachos eran esos vagabundos. En el tiempo en que asistían a la escuela de Der Totig eran famosos por sus picardías, la gente hablaba de ellos como de pequeños granujas.

Prometí quedarme en su compañía hasta que supiéramos cómo terminaría el asunto de mi maestro.

Era verano. Se podía estar en cualquier parte a cielo abierto. ¡Ah, cuán ancho y extenso es el mundo de Dios!, ¡qué agradable es vivir libremente cuando la gente mala no te hostiga! Después de descansar y recobrarme del todo, advertí que no me encontraba muy lejos de nuestro pueblo. Estábamos en medio de uno de los tantos bosques que lo rodeaban. Era noche de luna, pero su luz plateada no atravesaba la frondosidad de los árboles. Estábamos sentados dentro de un cobertizo que mis nuevos compañeros habían construido con las ramas de los árboles. Me dieron pan, me dieron de beber y trataron de consolarme por todos los medios. A la noche dormí plácidamente.

Pasaron varios días. Yo me sentía completamente seguro y ya no temía que los ferrash pudieran hallarme. Pero me preocupaba la situación de mi maestro, pensaba en mi madre, en mis hermanas. Sabía de las iniquidades de los jueces persas. Sabía que cuando algún delincuente huía, en su lugar arrestaban a sus parientes y los mortificaban hasta que apareciera el culpable. ¿Pero culpable de qué era yo?, ¿qué había hecho o qué falta había cometido mi maestro? No daba con ninguna respuesta.

Mis compañeros me tranquilizaban, prometían traerme noticias ciertas sobre la situación de mi maestro y mi familia, pero no decían nada concreto todavía. Día a día intimaba más con mis compañeros y me familiarizaba con sus costumbres. Esos jóvenes, siempre alegres y contentos, ya no eran aquellos que había conocido cuando estudiaban en la escuela de Der Totig. Habían cambiado por completo. Conocía a muchos alumnos de esa escuela porque se encontraba cerca de nuestro taller, y a veces iba allí para ver cómo estudiaban los alumnos.

Yo no podía abrir juicio sobre la enseñanza que recibían, pero me asombraba al ver que casi todos los chicos tenían caras estúpidas y aletargadas, como si carecieran de espíritu. El permanente temor al maestro había convertido a esos desdichados en cadáveres vivientes. No veía en ellos rostros alegres y se me hacía que de sus ojos siempre corrían lágrimas. El temor a una probable delación del compañero los había vuelto desconfiados e hipócritas. Introducir conocimientos en la cabeza a fuerza de palizas y varazos los había reducido a una suerte de monos, incapaces de jugar hasta que el mandón no moviera el bastón de mando.

Pero si bien Garó, Aslán y Sakó estudiaban en la misma escuela, de ningún modo eran como sus condiscípulos. Eran chicos vivaces, decididos, siempre alegres, siempre despreocupados. Despreocupados como los pájaros del cielo, y como ellos vivían. En ellos había amor, nobleza hacia el compañero y una hermosa sinceridad. Yo los conocí muy pronto, porque a esta clase de gente es muy fácil conocerla, y enseguida me uní a ellos.

Ahora éramos cuatro almas; cada uno de nosotros tenía una cualidad: yo tenía buena voz y cantaba, Aslán tocaba el violín, Sakó la flauta y Garó tocaba muy bien el laúd. Por las noches formábamos un conjunto musical. Nuestra mesa se llenaba de comidas y el vino era tan abundante que podías beber hasta las cejas. Yo aprendí a beber allí. Muchas veces los sonidos de nuestros instrumentos llamaban a las muchachas campesinas, que salían furtivamente de las huertas y nos visitaban. ¡Y qué agradablemente pasaba las noches estivales con los jóvenes granujas!

Esas diversiones me habían cautivado tanto que casi olvidé a mi maestro. Si bien mis compañeros habían prometido informarme sobre él, según me confiaban todavía no tenían noticias ciertas. Sólo decían que el peligro aún no había pasado.

Dije que vivíamos como los pájaros del cielo; los pájaros no labran, no siembran, comen el fruto del cultivo ajeno. Y así hacíamos también nosotros. En la oscuridad de la noche ni el mismo diablo podía ser tan osado. Las mejores frutas de las huertas nos pertenecían. Muchas veces entrábamos ocultamente a los pueblos. A causa del intenso calor del verano la gente solía dormir en los techos, dejando completamente desiertos los patios y las habitaciones. Entrábamos, robábamos pan, queso, huevos y otros alimentos. A veces robábamos también en las casas de nuestros amigos y parientes. Pero jamás hurtábamos otra cosa que no fuera el alimento. Nuestros aldeanos solían enterrar en las huertas los toneles de vino y nosotros conocíamos los lugares, íbamos de noche, los desenterrábamos y nos llevábamos cuanto queríamos. Éramos ladrones pequeños pero cautelosos. El mayor de nosotros apenas tenía veinte años.

Antes yo era muy miedoso, temía a los demonios, a los espíritus y hasta a los murciélagos. ¿Y de dónde venía ahora ese valor, tal que nada me arredraba? Sin duda era la vida libre la que me había infundido ese corazón. Todos mis compañeros tenían armas, y si bien yo no poseía ninguna, cuando íbamos a merodear me daban alguna que sobraba.

Es asombroso el cambio que opera en el hombre la naturaleza salvaje. Cuando la noche es oscura, el cielo está nublado, el rayo relumbra o el trueno estalla, esos fenómenos son gratos al corazón, hinchan tanto tu pecho que, animado por una dulce furia, desearías quebrantar las reglas, espantar como el rayo y el trueno.

Pero me producía un efecto completamente contrario la naturaleza serena, el cielo alegre; cuando la luna se deslizaba suavemente en la bóveda estrellada y en todas partes reinaba un sordo y misterioso silencio, mi corazón parecía ennoblecerse, se enternecía, deseaba amar. Y enseguida venía a mi memoria la hermosa Sara. Sara era la hija de nuestro vecino, habíamos crecido juntos y juntos habíamos pasado los momentos más dulces de nuestra infancia. Desde que me convertí en fugitivo no volví a verla.

Ay, que triste estará ahora, cuántas lágrimas derramará por su amado perdido, descarriado… Me imaginaba el estado de Sara; era una muchacha tan buena, tan sensible que no podía dejar de angustiarla mi situación. Y yo me había embrutecido tanto, mi corazón se había endurecido tanto y tanto se había debilitado mi firmeza de ánimo que no me atrevía a ir a su lado para consolarla. Me había olvidado hasta de mi madre, de mis hermanas y de mi querido maestro.

Mis nuevos compañeros me habían hechizado, una fuerza invisible me sujetaba a ellos y no deseaba en absoluto separarme. La gente, la sociedad, me parecían extrañas. Yo amaba los campos libres, las montañas, los bosques y las grutas de los sombríos valles. Me había convertido en el búho que en la oscuridad caza su presa.

Ningún ser humano entraba en el bosque donde nos ocultábamos. Solamente, a veces, aparecía un cazador alto con el rifle al hombro y un par de perros; como un viejo dios de esos bosques sombríos, se detenía y miraba a su derredor. Garó, Aslán y Sakó nunca rehuían a ese enorme cazador. A veces se acercaba y se sentaba delante de nuestro cobertizo para descansar. Descubría su enorme cabeza calva, se secaba el sudor y se ponía a fumar. Su coronilla estaba cubierta de profundas cicatrices. Era evidente que ese imponente hombre había expuesto su vida en terribles luchas. Yo lo conocía, solía venir al taller de mi maestro para encargar diversos instrumentos. Lo llamaban Avó. Cuando me vio la primera vez le preguntó a Garó:

–¿Quién es este?

–Es de los hurtacruces –contestó Garó, riendo.

–Los hurtacruces serían gente muy útil –dijo con voz profunda– si su inteligencia, su ingenio, todas sus asombrosas habilidades, en lugar de emplearlas para el engaño y la mentira, las aplicaran a obras buenas. Son la gente más capaz y harían milagros si fuesen honrados…

–Yo no soy como ellos –contesté enrojeciendo.

–Quiera Dios que no lo seas, hijo –dijo mirándome fijamente–, pero tienes que saber que estás en el inicio de ese camino, si avanzas un poco serás como ellos.

Yo no hallé nada para contestarle. Sólo pensaba: “¿cómo es posible que un hombre que repudia a los hurtacruces, que desea que se corrijan y apliquen sus habilidades al servicio de la gente, un hombre semejante sea amigo de Garó y sus compañeros y les perdone sus pillerías? Tal vez –pensaba– con su amistad quería enderezar a esos jóvenes bribones y encaminarlos por una senda más segura y moral”. Esa suposición no era equivocada, porque muchas veces escuchaba los consejos que el viejo cazador nos daba y aún hoy recuerdo sus palabras sabias y juiciosas.

Mientras me hallaba sumido en estas cavilaciones, me acordé de mi maestro. Como el cazador era su amigo podía saber cómo había terminado su problema. Contó cosas terribles. Después de la detención de mi maestro, todo su taller fue vendido en pública subasta. Y eso no fue suficiente; le aplicaron una fuerte multa y como no disponía de dinero, para resarcimiento también vendieron su casa y sus bienes.

–Eso sería soportable –agregó el viejo cazador con voz dolida–. Todavía le aguarda lo más terrible…

–¿Qué cosa? –pregunté aterrado.

–Dentro de dos días el verdugo le cortará la mano derecha en la plaza pública…

Creí que me había herido un rayo.

–¿Por qué?, ¿de qué lo acusan? –grité como loco.

–Cálmate –dijo el cazador, y continuó–. El delito por el que lo acusan se sabe, pero hasta qué punto ese delito es cierto no se sabe, es un misterio. Yo sé que el maestro Krikor es un artesano limpio e inocente. No es embaucador ni falaz y no se involucraría en un hecho injusto. Pero hay una prueba que lo hace sospechoso y fortalece la acusación que cae sobre él.

–¿Qué prueba? –pregunté impacientemente.

–Una llave…

Me estremecí. El cazador no notó mi turbación y continuó.

–El caso es así: tú conoces bien a los ricos aghaes de ciudad vieja, sabes bien qué clase de fieras son. La noche anterior a la detención de tu maestro, desconocidos malhechores habían entrado en el castillo de los aghaes, abrieron la caja de caudales y robaron numerosos efectos valiosos. Los ladrones olvidaron sobre la caja de hierro la llave con la cual abrieron su cerradura. Al ser examinada la llave se comprobó que había sido hecha en el taller de tu maestro.

–¿Cómo se comprobó?

–Sobre ella estaba grabado el pequeño sello del taller, que llevaba un martillo y debajo dos letras: K y M. Esas letras son las iniciales del nombre y el apellido de tu maestro, creo que conoces ese sello.

–Lo conozco… –contesté con la voz estrangulada.

Recordé aquella llave que una vez había hecho para el padrino Pedro y de cuya existencia me había olvidado por completo. Como un malvado criminal sentí la desgracia que por mi inconsciencia le causé a mi querido maestro. Mis manos habían hecho esa llave, yo había grabado sobre ella el pequeño cuño del taller. Y ahora en mi lugar iba a ser castigado el noble y honrado artesano. El verdugo iba a cortarle la mano en la plaza. ¡Mi mano, mi mano debían cortar! ¡Yo merecía ese castigo! ¿Qué culpa tenía el inocente hombre…?

Recordé las palabras con las que el padrino Pedro me pidió que a nadie le dijera que había hecho una llave para él. Recordé el regalo con el que me engañó, el traje nuevo que mandó a coser para mí… Fui utilizado para una mala acción y en mi lugar iban a castigar al hombre honrado que tanto me quería, que tanto se alegraba de mi progreso, que prometía ayudarme más y más… Estaba sumido en esos amargos pensamientos cuando ante mí se abrió la terrible realidad y en mi desasosiego exclamé:

–¿Y el padrino Pedro?, ¿qué van a hacerle al padrino Pedro?

–¿Quién es el padrino Pedro? –preguntó extrañado el cazador.

–Nuestro padrino Pedro…

–Ah, lo conozco. ¿Y qué tiene que ver él en este asunto, es un hombre pacífico que va todas las mañanas y todas las tardes a la iglesia para rezar, en la calle saluda hasta a las piedras, tratando de no molestar ni a las moscas para que su alma no se prive del paraíso de Dios.

En las palabras del cazador había una amarga ironía hacia el padrino Pedro, lo cual exacerbó aún más mi rabia contra el execrable hombre, y estaba pronto a revelar la historia de la aciaga llave y decir de qué manera el padrino Pedro estaba implicado en el robo perpetrado en el castillo de los aghaes, cuando algo le llamó la atención al cazador y volvió la cara hacia otro lado.

Su perro, que hasta ese momento estaba acostado junto a su amo con la cabeza entre las patas delanteras, de pronto corrió y entró entre los arbustos, no muy lejos de nosotros. Tras olfatear brevemente, sacó la cabeza de entre la maleza y con una mirada sugerente invitaba a su amo.

–¿Qué pasa, Cheyrán? –preguntó el amo.

Cheyrán lanzó unos sordos gruñidos.

–Comprendo –dijo el cazador y tomó su fusil.

A bastante distancia de nosotros, en lo alto de una roca cubierta de musgo, una cabra salvaje miraba cautelosa a su alrededor. Desde lejos se la veía del tamaño de una gallina. La aguda vista del anciano cazador la vio, sonó el disparo y la cabra rodó al suelo.

–Muchachos, vayan a traerla, Dios les envió su alimento de hoy.

Los jóvenes corrieron tras la presa mientras yo seguía petrificado, igual que un criminal atenazado por el remordimiento. El cazador se volvió a mí, diciendo:

–Compañero, todavía no te irás de aquí, te andan buscando, quédate hasta que pase el peligro.

Y sin aguardar mi respuesta, diciendo adiós, se alejó.

Garó regresó con los otros trayendo la cabra.

–Nosotros ya sabíamos lo que te contó el cazador –dijo Aslán.

–¿Lo sabían y me lo ocultaron? –exclamé excitado.

–No queríamos entristecerte.

Cuando mis compañeros terminaron de desollar y descuartizar la cabra y encendieron el fuego, la noche ya había avanzado. La cabra les había provisto una cena opípara como pocas veces podían disfrutar en la soledad del bosque. El vino también era abundante. Si bien mis compañeros procuraban alegrarme, alejar mi tristeza, era inútil. Mi corazón estaba lleno de una infinita amargura, por mi cabeza rondaban millares de demonios. No pude comer nada, sólo bebía, trataba de adormecer con el vino el dolor que me atormentaba. Pero era en vano, el intenso vino de Salmasd me causaba el efecto del agua.

–No te preocupes, Murat –me dijo Garó–, nosotros no dejaremos que le corten la mano a tu maestro.

–¿Ustedes? –pregunté incrédulo–, ¿qué pueden hacer ustedes?

–Nosotros podemos hacer muchas cosas –contestó Garó con seguridad.

Yo no quise herir el orgullo de mis compañeros y callé.

–No bromeamos, Murat –continuó Garó–. En la primera noche tu maestro será liberado de la cárcel. Cuando al día siguiente abran su celda para llevarlo a la plaza, habrá desaparecido.

–Eso es imposible.

–Es muy posible –contestó Garó–. Todo está dispuesto, el viejo cazador nos conduce. Además, tenemos otros compañeros…

Las últimas palabras parecieron escaparse de su boca por error y enseguida cambió de conversación.

–Tú también vendrás con nosotros.

–Por la libertad de mi maestro voy hasta el infierno.

Después de la cena mis compañeros se acostaron enseguida a dormir, quizá con el propósito de estar bien descansados para la expedición de la noche siguiente. Pero yo no podía conciliar el sueño. Era una noche fresca, el suave viento mecía los follajes dormidos y el silencio del bosque cedía ante el misterioso susurro de los árboles. Estaba sentado junto al cobertizo y escuchaba. Confusos pensamientos me inquietaban. Las palabras de Garó se me antojaban increíbles. Pensaba que Garó, animado por el efecto del vino, sólo quería tranquilizarme momentáneamente. De haber existido semejante propósito, sin duda que el viejo cazador me lo habría explicado. Pero no dijo nada y se marchó.

Dentro de dos día el verdugo le cortará la mano derecha en la plaza pública”, recordé las palabras del cazador. Un hombre inocente iba a ser castigado a causa de un necio aprendiz como yo y de un pérfido malhechor. “¡No, no –pensaba– eso es imposible…!, iré a ver al padrino Pedro esta misma noche. Le diré: usted me ha engañado, por su mala acción se castigará a un hombre honrado. O se presenta ante el juez y le dice que el culpable es usted o voy yo donde corresponde y lo confieso todo…” Estos pensamientos me animaron y me levanté. En mi agitación me olvidé de las palabras que durante la cena me dijo Garó, y también me olvidé de mi promesa de ir con mis compañeros hasta el infierno para salvar a mi maestro.

Cerca del cobertizo aún ardía el fuego y su tenue luz dejaba ver a mis compañeros dormidos. Un inexplicable presentimiento me dio la sensación de que no iba a ver más a esos jóvenes llenos de vida, entusiastas y sinceros. Me acerqué, me incliné y con lágrimas en los ojos besé sus rostros. Luego salí y echando una última mirada sobre aquel rústico y solitario cobertizo, “adiós queridos compañeros” dije, y me alejé.

[i] Policía persa. (N. del T.)