Indulto

a casita blanca había adquirido ahora un aspecto completamente distinto. La balaustrada rota estaba renovada y brillaba blanca como la nieve. También habían sido reparadas las escaleras podridas, a cuyos costados se alineaban macetas con flores. El parasol semejaba un pabellón guarnecido de verde y los rayos del sol eran impotentes para penetrar a través de los frondosos tejidos de los bejucos. El vallado del jardín, cercado de plantas vivaces, parecía una muralla florecida. Los árboles se habían rejuvenecido, expandiendo a su derredor una sombra fresca. Las flores perfumaban las mañanas estivales con su agradable fragancia. La casita en ruinas se había convertido ahora en un pequeño paraíso, presentando un ostensible contraste en medio de su triste y monótono entorno. Todas esas renovaciones se debían a los esfuerzos de Nené y de su laboriosa señora.

Al atardecer, cuando el sol declinaba, Nené, regadera en mano, rociaba con agua fresca las flores marchitas por el intenso calor diurno. Su diligente señora, de falda corta y con el delantal atado, cavaba los canteros con la pequeña azada o podaba con la tijera las ramas superfluas de las plantas. Su marido leía un libro sentado bajo el parasol, y levantando a veces los ojos miraba a su bella mujer.

En ese jardín solía reunirse por las mañanas y por las tardes un grupo de niños y niñas de diversas edades. Con su alegre vocinglería esos pequeños traviesos avivaban el pequeño paraíso más que las aves canoras . Transpirados, con las mejillas brotadas, enrojecidas, correteaban por los senderos, se caían, se levantaban y los incansables vivarachos volvían a corretear. La señora los abrazaba, los besaba, les sacudía el polvo de las ropas y les aconsejaba prudencia. Ella había mandado construir en el jardín aparatos gimnásticos para los niños, les enseñaba juegos y muchas veces participaba ella también en sus diversiones. Eran los hijos de los desdichados condenados, a los que habían enviado junto con su familia para que se instalaran allí. En los meses templados la señora se dedicaba a los niños en el jardín, y cuando comenzaban los fríos les destinaba una habitación especial en su casa. Su escuela era pequeña, el número de alumnos alcanzaba a ocho, quienes estudiaban gratis y también recibían gratis libros y otros útiles escolares. La señora había formado con sus conocidos un círculo de benefactores que sufragaban los gastos.

Pero aquel día había cierto movimiento en la casita blanca, ciertos preparativos inusuales. Los pequeños traviesos ya no correteaban, como gatos escondidos en el armario se habían reunido alrededor del parasol y con ojos ávidos miraban hacia las ventanas de las habitaciones. La señora les había prometido repartirles ese día golosinas y dulces. El agradable aroma del café recién tostado perfumaba el aire. El criado vestía un negro smoking que muy raras veces se ponía y llevaba guantes y corbata blancos. Nené también lucía un vestido de fiesta y en el jardín armaba ramos de flores para la mesa. En las ventanas abiertas se veían los rostros alegres de los invitados que iban y venían. El doctor se había cortado el cabello y las uñas, algo que sucedía una vez al año por falta de tiempo. Y su joven mujer se había puesto un negro vestido de seda, exhibiendo en su profunda cabellera rubia una gran rosa blanca.

Entre los invitados se encontraban funcionarios locales de alta y de baja jerarquía con sus esposas. En la mesa habían servido la comida con diversas bebidas. Los invitados comían de pie, bebían, fumaban y charlaban. La señora atendía incesantemente a unos y a otros y para todos tenía una palabra agradable. El doctor, aislado en un rincón, sostenía una acalorada discusión con un ingeniero montañés. Insistía en que el método local de la fundición de minerales era anacrónico y muy improductivo, y trataba de demostrar que en el exterior se habían adoptado sistemas completamente distintos. La discusión cesó cuando entre los invitados se oyó decir: “viene el comandante”. El doctor salió de su rincón y se dirigió hacia las escaleras para recibir al importante invitado. La señora también se acercó a la puerta.

Después de hacer su ingreso el comandante, trajeron sobre bandejas las largas copas de champaña. Hacía tiempo que las botellas aguardaban en la heladera ese solemne momento.

El comandante, tras saludar a todos, pasó a la cabecera y permaneció de pie. A su lado se hallaba parado un joven que había traído él. Ese joven de rostro pálido y consumido causaba una impresión tan triste que parecía recién salido de un hospital o de una prisión tras largos años de encierro. Ese semblante marchito ahora se mostraba un poco contento y en sus ojos ensombrecidos aparecían destellos de alegría.

En la habitación reinó el silencio. Los invitados aguardaban de pie, todos los ojos estaban fijos en el comandante. Éste, luego de un breve prólogo, sacó de su pecho un papel y comenzó a leer. Al concluir la lectura toda la habitación retumbó con un “¡hurra!”, y en boca de todos se oyó un “¡viva el emperador!”. Después todos, con las copas de champaña en las manos, se acercaron al joven pálido y lo felicitaron. El joven era Murat y se había leído la cédula real que le otorgaba el indulto. Lo habían liberado de su destierro.

Las copas de champaña se vaciaron y todos bebieron a la salud del emperador. En ese momento se adelantó el doctor y, proponiendo un nuevo brindis, rogó que antes lo escucharan. Comenzó un breve discurso hablando serena, naturalmente, sin solemnidad. El orador, que conocía bastante el pasado del condenado, describió los rasgos más salientes de su vida y puso énfasis en las condiciones de vida bajo cuyo peso ese joven naturalmente bueno y talentoso se convirtió en un malhechor. Y luego agregó de qué manera, al encontrarse con un compañero ejemplar, bajo su influencia se corrigió, progresó y se convirtió en un hombre moral. Finalizó su discurso con estas palabras: “si deseamos que nuestras cárceles y nuestros lugares de confinamiento no se llenen con multitud de delincuentes, tenemos que trabajar para que desaparezcan las causas de los delitos en sus verdaderas raíces”.


Todos aplaudieron. Las copas se vaciaron y se bebió a la salud del indultado.