Al atardecer, cuando el sol declinaba, Nené, regadera en mano, rociaba con agua fresca las flores marchitas por el intenso calor diurno. Su diligente señora, de falda corta y con el delantal atado, cavaba los canteros con la pequeña azada o podaba con la tijera las ramas superfluas de las plantas. Su marido leía un libro sentado bajo el parasol, y levantando a veces los ojos miraba a su bella mujer.

Pero aquel día había cierto movimiento en la casita blanca, ciertos preparativos inusuales. Los pequeños traviesos ya no correteaban, como gatos escondidos en el armario se habían reunido alrededor del parasol y con ojos ávidos miraban hacia las ventanas de las habitaciones. La señora les había prometido repartirles ese día golosinas y dulces. El agradable aroma del café recién tostado perfumaba el aire. El criado vestía un negro smoking que muy raras veces se ponía y llevaba guantes y corbata blancos. Nené también lucía un vestido de fiesta y en el jardín armaba ramos de flores para la mesa. En las ventanas abiertas se veían los rostros alegres de los invitados que iban y venían. El doctor se había cortado el cabello y las uñas, algo que sucedía una vez al año por falta de tiempo. Y su joven mujer se había puesto un negro vestido de seda, exhibiendo en su profunda cabellera rubia una gran rosa blanca.
Entre los invitados se encontraban funcionarios locales de alta y de baja jerarquía con sus esposas. En la mesa habían servido la comida con diversas bebidas. Los invitados comían de pie, bebían, fumaban y charlaban. La señora atendía incesantemente a unos y a otros y para todos tenía una palabra agradable. El doctor, aislado en un rincón, sostenía una acalorada discusión con un ingeniero montañés. Insistía en que el método local de la fundición de minerales era anacrónico y muy improductivo, y trataba de demostrar que en el exterior se habían adoptado sistemas completamente distintos. La discusión cesó cuando entre los invitados se oyó decir: “viene el comandante”. El doctor salió de su rincón y se dirigió hacia las escaleras para recibir al importante invitado. La señora también se acercó a la puerta.
Después de hacer su ingreso el comandante, trajeron sobre bandejas las largas copas de champaña. Hacía tiempo que las botellas aguardaban en la heladera ese solemne momento.
El comandante, tras saludar a todos, pasó a la cabecera y permaneció de pie. A su lado se hallaba parado un joven que había traído él. Ese joven de rostro pálido y consumido causaba una impresión tan triste que parecía recién salido de un hospital o de una prisión tras largos años de encierro. Ese semblante marchito ahora se mostraba un poco contento y en sus ojos ensombrecidos aparecían destellos de alegría.
En la habitación reinó el silencio. Los invitados aguardaban de pie, todos los ojos estaban fijos en el comandante. Éste, luego de un breve prólogo, sacó de su pecho un papel y comenzó a leer. Al concluir la lectura toda la habitación retumbó con un “¡hurra!”, y en boca de todos se oyó un “¡viva el emperador!”. Después todos, con las copas de champaña en las manos, se acercaron al joven pálido y lo felicitaron. El joven era Murat y se había leído la cédula real que le otorgaba el indulto. Lo habían liberado de su destierro.
Las copas de champaña se vaciaron y todos bebieron a la salud del emperador. En ese momento se adelantó el doctor y, proponiendo un nuevo brindis, rogó que antes lo escucharan. Comenzó un breve discurso hablando serena, naturalmente, sin solemnidad. El orador, que conocía bastante el pasado del condenado, describió los rasgos más salientes de su vida y puso énfasis en las condiciones de vida bajo cuyo peso ese joven naturalmente bueno y talentoso se convirtió en un malhechor. Y luego agregó de qué manera, al encontrarse con un compañero ejemplar, bajo su influencia se corrigió, progresó y se convirtió en un hombre moral. Finalizó su discurso con estas palabras: “si deseamos que nuestras cárceles y nuestros lugares de confinamiento no se llenen con multitud de delincuentes, tenemos que trabajar para que desaparezcan las causas de los delitos en sus verdaderas raíces”.
Todos aplaudieron. Las copas se vaciaron y se bebió a la salud del indultado.