El ángel de la salvación

abía pasado más de un mes desde que dejamos la ciudad del banquero judío. Sería muy largo describir todo nuestro viaje. He abreviado hasta la mitad este capítulo de mis memorias porque quiero hacerle saber al lector un nuevo hecho que es caro a mi corazón.

Seré breve. Luego de atravesar regiones y ciudades pequeñas, nos encontrábamos en una provincia del sur del imperio, cerca de las márgenes del Mar Negro. Aquí la naturaleza cambió, nos libramos de los desiertos, el territorio era montañoso.

Era una bella mañana estival. Nuestro camino discurría por un estrecho valle rodeado de espesos bosques. A un costado se abría un profundo abismo, en cuyo fondo apenas se veía el arroyo, y al otro costado se alzaban peñascos cubiertos de árboles. Yo no sabía adónde nos llevaba ese camino ni qué buscábamos entre esas salvajes, casi despobladas montañas. Sólo admiraba las bellezas de la naturaleza. A veces oía el murmullo de los arroyuelos que corrían ocultos entre los arbustos, otras veces veía su cascada, que a los primeros rayos del sol se ornaba con un arco iris sobre la montaña esmaltada de verde. De cuando en cuando hallábamos ruinas de fortalezas que quedaron de la dominación tártara.


Repito que ignoraba completamente con qué propósito viajaba, solamente el padrino Pedro buscaba algo entre aquellas montañas y se daba prisa por llegar cuanto antes a las orillas del mar. Anduvimos hasta el mediodía por ese camino angosto que los árboles ceñían de uno y otro lado. Pero aún no habíamos encontrado ninguna vivienda ni habíamos visto el rostro de ningún hombre. Avanzar era imposible porque los caballos estaban muy fatigados. Teníamos que descansar un poco. Detuvimos el carro en un lugar donde el agua del arroyo nos era accesible. Mi primer cuidado fue dar de beber a los animales y alimentarlos. Luego nos pusimos a saciar también nuestra hambre.

Después el padrino Pedro se sentó a la sombra de un árbol y se mantuvo en silencio. Sólo el diablo sabía lo que pensaba. Estos silencios siempre presagiaban alguna tormenta. Yo me aburrí y me interné en el bosque para pasear un poco entre los árboles.


–No vayas lejos –me previno el padrino Pedro.

–¿Por qué?

–Estos lugares son muy peligrosos.

–Llevo el cuchillo conmigo.

El cuchillo era un miembro inseparable de mi cuerpo.

Es extraño; hay momentos en que hasta el hombre adulto se vuelve niño. Vinieron a mi memoria las diversiones infantiles y me puse a arrancar y comer frutas silvestres. De manera imperceptible me atraían más y más las entrañas del bosque. Me había olvidado por completo de la advertencia del padrino Pedro. De pronto hirió mis oídos una voz, que más parecía un sordo quejido. Me acerqué. La voz se repitió. Distinguí claramente que era una voz de mujer y que venía de no tan lejos. Me oculté entre los arbustos y desde allí me puse a observar. ¿Qué veo? Una muchacha jovencita había abrazado las piernas de un hombre y le rogaba, le clamaba por su vida. El hombre la había tomado de los cabellos y con furia salvaje se disponía a matarla. No bien levantó su sable, con la rapidez del rayo llegué hasta él y a un tiempo le asesté mi cuchillo. El hombre cayó al suelo. La muchacha estaba a salvo. El malhechor se bañaba en sangre. Volvió hacia mí su cara feroz, profirió unas maldiciones y enmudeció…

Yo quedé azorado: lo que había oído eran palabras en armenio. Por consiguiente, mi mano se había manchado con la sangre de un armenio quien, en el crítico instante de la muerte, en su desvanecimiento, pronunció sus imprecaciones en la lengua materna.

Indefectiblemente aquí debe haber un secreto, pensé, y me volví a la muchacha que me miraba aterrada.

–¿Quién eres?

–Mi padre y mi madre murieron del cólera.

–¿Por qué ese hombre quería matarte?

–Los campesinos me daban pan y yo les adivinaba…

–No te pregunto eso. ¿Por qué quería matarte este hombre?

–No era un hombre bueno… Era un hombre malo…

–¿Cómo caíste en sus garras?

–Me apresó un día cuando volvía del pueblo.

–¿Después?

–Me llevó al bosque…, allí tenía compañeros, todos eran gente mala, todos bandidos…

–¿Qué te hicieron?

–Me torturaron…, me torturaron mucho…

–¿Y por qué querían matarte?

–Les dije que si no me dejaban libre los iba a denunciar.

–¿Qué cosa ibas a denunciar?

–Ellos falsifican billetes.

–¿Los denunciaste?

–No. Me entregaron a ese hombre para que me mate.

El misterio se aclaró en parte.

–¿Se encuentran lejos esos hombres?

–Están en este bosque.

–¿Conoces su morada?

–Sí.

–¿Puedes mostrármela?

–¡Ay, no voy allí, tengo miedo!

–¿Sabes de qué nacionalidad son?

–Yo hablo muchos idiomas, pero no entiendo el de ellos.

–¿Puedes llevarme al lugar donde están?

–No vaya, no son gente buena.

La pobre muchacha pronunció las últimas palabras de manera tan sentida, que enseguida desistí de ir a la morada de los bandidos y decidí informarle primero al padrino Pedro. Ella tendría unos dieciocho años. Era gitana, pero no de Rusia; procedía de tierras lejanas, pero no supo explicar de qué país. Se llamaba Nené, su padre tocaba el arpa, su madre cantaba y ella bailaba. Los padres, atacados por el cólera, murieron uno tras otro en una semana. Nené quedó huérfana y desamparada. Siguió errando de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, adivinando la suerte, hechizando y ganándose así la vida. Nené tenía un cuerpo grácil, cimbreante, propio de su raza. Sus ojos eran negros y ardientes, su piel era oscura como sus cabellos. ¡Cuánta vida había en su mirada, cuánta ingenuidad en sus palabras!

Mientras regresaba junto al padrino Pedro no sabía qué explicación darle acerca del hecho que perpetré en el bosque. Al verme desde lejos acompañado de Nené, se burló diciendo:

–Parece que tuviste éxito en la caza, fuiste solo y viniste acompañado.

Estaba sentado a la sombra del mismo árbol en que lo había dejado. Yo no contesté nada y llevé a Nené junto al carro. La pobre muchacha se familiarizó tan pronto conmigo, que enseguida preguntó:

–¿Tienes aguja?

–¿Qué vas a hacer?

–Tengo que coser.

Y mostró su vestido desgarrado. Dejé a Nené cerca del carro y volví pronto junto al padrino Pedro.

–¿Qué significa eso? –preguntó, esta vez con frialdad.

Sin ocultarle nada le conté el episodio del bosque y lo que me dijo Nené. Me escuchaba con interés. Creí que iba a reprenderme por el innecesario asesinato que cometí, en el cual no había nada lucrativo o beneficioso.

–Tenemos que aprovechar ese hecho.

–¿Cómo?

–Vamos a necesitar a esa gente.

–¿Para qué?

–¿No te dijo la muchacha que falsifican billetes?

–Sí.

–Es suficiente.

No habló más y ordenó enganchar los caballos. Cuando el carro estuvo listo, le pregunté:

–¿Qué hay que hacer con esa chica?

–Tráela con nosotros. Debemos retirarnos a un lugar seguro del bosque hasta que averigüemos quiénes son esos hombres. Dirígete hacia la izquierda.

El sol declinaba cuando entramos en un valle que, ahuecándose, formaba un estrecho seno entre las montañas boscosas. Paramos ahí.

Nené estaba callada y triste. Parecía pensar que al librarse de los bandidos su amargo destino la había arrojado otra vez en manos de gente mala. Pero pronto supe que no pensaba eso; estaba hambrienta, hacía varios días que no comía y se había debilitado. Enseguida le di algo para comer, recobró las fuerzas y con la sonrisa en el rostro dijo:


–Ustedes son gente buena, me quedaré con ustedes, sé que no me matarán.

Cuando oscureció, el padrino Pedro me dijo:

–Murat, esa muchacho conoce la vivienda de los bandidos, llévatela contigo y traigan noticias sobre esa gente.

Yo asentí en el acto. Desde que escuché hablar en armenio al hombre que había matado, tenía mucho interés en saber más del caso. ¿Qué tenía que hacer un armenio en medio de esas salvajes y despobladas montañas? Además de mi cuchillo cargué con un par de pistolas. Estaba todo listo, sólo faltaba convencer a Nené para que me guiara hasta la guarida de los bandidos.

–¡Ay, no me lleven allí!, son gente mala, tengo miedo… –repetía con voz lastimera.

–¿Por qué temes, yo iré contigo.

–Los matarás, ¿verdad?

–Los mataré si te tocan.

–Sí, mátalos, no tienen Dios…

Aquel día Nené había visto con sus propios ojos la fuerza de mi brazo y por eso se convenció enseguida que cumpliría mi promesa. Era evidente que en la desdichada muchacha ardía un intenso deseo de venganza hacia los malhechores, y por ese motivo, al oír mi última promesa, accedió a acompañarme.

La luna iluminaba el apenas perceptible sendero que llevaba a la morada de los bandidos. De cuando en cuando la senda se perdía entre las espesas hierbas y volvía a aparecer. Nené caminaba pegada a mí. Había tomado con firmeza mi diestra en su pequeña mano y la retenía como si temiera que la dejara sola en medio de la oscuridad. De pronto se detuvo e interrumpiendo el silencio que reinaba entre ambos, me dijo:

–Tú eres un hombre bueno.

–¿Cómo lo sabes?

–Si no fuera por ti aquel bandido me habría matado.

–Fue Dios quien te salvó.

–Él te envió para que me salvaras.

De pronto alzó mi mano y la estrechó sobre sus labios ardientes. Era la muda expresión de su gratitud. ¿Pero quién iba a presagiar que esa inocente muchacha que me agradecía con toda la calidez de su corazón como al salvador de su vida, un día sería el ángel de mi salvación…?

–Ay, qué loca soy –dijo de pronto–, hasta ahora no te pregunté cuál es tu nombre.

–Murat.

–¡Murat!, qué nombre hermoso, qué fácil de pronunciar.

El temor a la muerte se apoderó tanto tiempo del corazón de la muchacha, que siempre que se acordaba de lo que le había sucedido, preguntaba:

–Murat, tú no me matarás, ¿verdad?

–Te cuidaré como a mi alma.

Me miró y sus ojos se encendieron con la llama de la alegría. Estaba contenta, estaba segura. La huerfanita desamparada, abandonada a la ventura, errante, ahora tenía un protector.

En el fondo del bosque se distinguió una luz borrosa.

–Mira, están allí… –señaló Nené.

La senda que conducía hacia ese lado desapareció entre las malezas y conseguíamos avanzar con dificultad.

–Aguárdame aquí hasta que vuelva.

–¿Adónde vas? –preguntó Nené con voz temblorosa.

–Allí, donde se ve la luz.

–¡Ay, no vayas, no te acerques a ellos!

Le prometí que sólo iba a mirar de lejos la morada y de manera tan oculta que no podrían verme. Se tranquilizó. Se echaba de ver que Nené no era tan miedosa como yo creía. Ella pensaba en mí, temía por mi suerte. Pobre muchacha, ¿qué sentimiento era aquél que despertó en ella semejante cariño hacia mí?

Se quedó entre los arbustos diciendo que me observaría de lejos. Yo continué hacia el lado del que venía la luz. Un cuarto de hora después apareció una cabaña que se ocultaba en medio de árboles y bejucos. Con sumo cuidado y sin el más leve susurro, me acerqué. La luz que se percibía salía de la única ventana que se hallaba no muy alto del suelo. Desde esa abertura se podía examinar fácilmente el interior de la cabaña. ¿Qué veo? Unos rostros alegres reunidos en torno de la mesa comían y bebían. La gritería y el alboroto de esa gente ebria y exaltada no me permitían distinguir ni una palabra de su conversación. Durante unos instantes apliqué el oído y no podía creerlo. ¡Dios santo! A mis oídos llegaron nombres tales como Jachadur. Hampartsum, Menatsagán. Eran nombres armenios. Yo estaba escuchando voces armenias, palabras armenias, era el idioma que se hablaba en mi patria…

Para mí ya estaba claro qué clase de gente eran. Dejé enseguida la cabaña y me alejé porque no quería que Nené se inquietara. Su alegría fue inmensa cuando me vio llegar sano y salvo. E ingenuamente se puso a elogiar mi valentía.

–Eres un muchacho bravo, Murat –dijo–. Fuiste hasta la morada de ellos y no pudieron hacerte nada.

Nos dimos prisa para volver junto al padrino Pedro, que nos esperaba con impaciencia. Le conté todo lo que vi y lo que oí en la cabaña. En su rostro adusto aparecieron expresiones de alegría.

–Esa es una famosa guarida de hurtacruces –dijo con particular satisfacción–. Yo andaba en busca de esa gente…