Mi conciencia despierta

la mañana siguiente el padrino Pedro me dijo las siguientes palabras:

–Murat, veo que Dios está con nosotros y nuestro trabajo va prosperando día a día. Yo buscaba a esos hombres desde hace tiempo. Finalmente la suerte quiso que diéramos con ellos. Es gente sumamente audaz y capaz, con ellos podremos acumular millones. Unámonos a ellos, estoy seguro que seremos muy bien recibidos en su organización.

Evidentemente, el tema de la conversación era muy sensible al corazón del padrino Pedro, por eso se explayó en su perorata. Y yo, convencido de que buscaba mi bien en todo, acepté su proposición.

–Pero hay una dificultad –me dijo.

–¿Qué dificultad?

–Esa muchacha…

Señaló a Nené, que aún dormía.

–¿Cómo puede ser ella un obstáculo para nosotros?

–En todo y por todo.

–No entiendo.

–Entonces escucha. Para salvar la vida de esa muchacha tú mataste a un hombre que era miembro de esa organización. Ahora nosotros queremos unirnos a ellos. Piensa, ¿pueden confiar en nuestra lealtad?

Yo no hallé nada para contestar. Él continuó:

–¿Cómo podremos unirnos a ellos hoy, cuando ayer asesinamos a uno de sus compañeros?

–Podemos ocultar el crimen.

–Sí, podemos ocultar el crimen. Pero mientras esté la muchacha con nosotros no podremos ocultarlo. Además, ellos sospechaban que la muchacha podía delatarlos y por ese motivo decidieron matarla. Ella está viva, entonces subsistirá la sospecha. Y cuando nos unamos a su organización y nos vean con esa muchacha, inevitablemente sospecharán de nosotros.

–Entonces podemos dejar a la muchacha en libertad para que vaya adonde quiera.

El padrino Pedro se calló y comenzó a reflexionar. Yo no sabía por qué daba vueltas y alargaba tan diabólicamente sus explicaciones, por qué no decía su verdadero propósito. ¿Qué podía temer de mí? Finalmente, poco a poco reveló su intención.

–Dices que podemos dejar libre a la muchacha y que se vaya adonde quiera, pero eso es imposible. La gitana jamás olvida la ofensa y a quien la deshonró. Esos hombres, como tú sabes, deshonraron a la muchacha y hasta quisieron matarla. Ella no olvidará eso y querrá vengarse, querrá delatarlos. Y al delatarlos a ellos, también nos delatará a nosotros porque estaremos en su organización, porque queremos asociarnos con ellos.

–Entonces, ¿qué hay que hacer?

–Lo que ellos querían hacer.

–¿Matarla...?

–Sí, matarla.

Era la primera vez que las palabras del padrino Pedro no sólo me disgustaron, sino que exacerbaron mi enojo hasta el punto de encolerizarme. Y grité:

–¡Matarla a ella, cuya vida salvé! Eso es contrario a la conciencia y a la dignidad.

Una amarga y despectiva sonrisa apareció en su rostro helado como un sarcófago.

–¡Conciencia… dignidad!... –exclamó–. Qué bellas palabras, pero también vacías como la misma necedad…

–¿Por qué?

Al responder a esta pregunta suavizó su voz.

–Todavía eres un niño, Murat, y no conoces el mundo. El hombre no puede tener conciencia y dignidad en los tiempos que corren. Y si fuese tan necio como para querer ser digno, sin duda que se condenaría a la desgracia. En estas circunstancias el hombre debe tener conciencia y dignidad tan solo hacia su persona y bienestar. Y cuando alguien se presenta como un obstáculo para su bienestar, debe aniquilarlo.


Yo le contesté con argumentos religiosos.

–Eso es en contra de Dios, es pecado, no es obra de cristiano.

–Míralo como quieras, pero desgraciadamente es así. Yo sólo conozco la vida y sus condiciones. Si no arrancas un árbol de raíz, no podrás plantar otro en su lugar. Todo el mundo sigue esa ley natural; unos a otros se aniquilan, se amenazan, se devoran para conservar su existencia. Es la lucha por la vida y no cesará mientras dure la vida.

Yo no contrarié esas extrañas doctrinas del padrino Pedro, las cuales me resultaban completamente incomprensibles; sólo me apenaba por Nené, y por eso pregunté:

–¿De qué es culpable esa pobre muchacha para que la hagamos víctima de nuestras diabólicas maquinaciones?

–De nada. Pero debe ser sacrificada por nuestra seguridad.

Convencido de que nunca podría cambiar su férrea voluntad, me vi obligado a fingir, a engañarle. Mi oposición podía acarrear consecuencias graves. Él estaba dispuesto a matarnos a mí y a Nené para disipar toda sospecha sobre él y tener la posibilidad de iniciar el trabajo del cual esperaba obtener millones. Le dije que estaba de acuerdo.

–Entonces llévate a la muchacha y liquídala esta misma mañana en algún lugar.

El sol recién lucía sus primeros rayos, los pájaros gorjeaban, en todos lados la vida se despertaba con su nueva y admirable alegría. Y a mí me habían ordenado acortar la vida de un ser inocente. Me acerqué a Nené. Aún dormía en el carro. ¡Cuán dulce y serenamente dormía! Me apenaba turbar el sosiego de la jovencita. Quién sabe qué sueños la cautivaban. Sonreía, sus labios rojos como el coral se movían. Tal vez estaba besando a alguien que amaba. A veces emitía palabras incomprensibles para mí. Hablaba con alguien, quizá era con sus padres, a los que había perdido. Extendió sus bracitos como si abrazara a alguien y su rostro resplandeció con la luz de la alegría… Largamente la miraba maravillado. Su pecho semidesnudo subía y bajaba suavemente. La respiración era plácida. De pronto se agitó y en su rostro aparecieron temblores de ira. “¡Vete, maldito…!” gritó, y saltó de su sitio.

–¡Ay, de nuevo aquel bandido! –exclamó angustiosamente y con ojos asustados miraba en derredor.

Al verme parado a su lado, se tranquilizó.

–¿Qué fue del bandido? –preguntó.

–¿Qué bandido?

–El que quería matarme.

–Lo viste en sueños, Nené.

De la imaginación de la pobre muchacha no se alejaba la figura del malhechor que unos días atrás trató de matarla. Pero ella no sabía que a su lado había otro malhechor al que le habían ordenado cumplir el mismo papel de verdugo.

–Ya no tendré miedo, tú estás conmigo –decía volviendo hacia mí sus ojos llenos de confianza.

¡Cuánto fuego había en esos ojos! ¡Cuán hondo penetraba su brillo en mi corazón!

Pensando que nuestra conversación podía despertar la sospecha del padrino Pedro, invité a Nené a dar un paseo por el bosque.

–No, al bosque no.

Temía encontrarse con los bandidos. La tranquilicé diciendo:

–No iremos lejos, no te llevaré hacia el lado de los malhechores.

Nené accedió.

Qué hermosa era aquella mañana, qué agradable el aire fresco, la fragancia de las flores. Qué contentos cantaban los despreocupados pájaros y cuán risueñamente brillaban los primeros rayos del sol sobre las hojas cubiertas de rocío. Todo era maravilloso, todo se regocijaba con profunda, con infinita alegría en el sagrado templo de la naturaleza. Sólo mi corazón estaba triste… Nené lo advirtió enseguida, y cuando nos alejamos un poco preguntó:

–¿Te gustan las flores?

–Me gustan.

–Prepararé un buen ramo para ti, yo sé hacer hermosos ramos. En un tiempo mi padre le compraba a un jardinero gran cantidad de flores y yo preparaba los ramos, los ponía en la canasta y los vendía por las calles.

Yo no tenía tiempo para responder esa clase de afectuosidades de Nené; pensaba sobre lo que debía hacer con la pobre muchacha.

–Nené –le pregunté–, ¿hay habitantes en este bosque?

–Aquellos bandidos…

–Aparte de ellos.

–Bastante lejos hay un pequeño pueblo.

–¿Y más cerca?

–Hay una casita, cerca de la costa del mar.

–¿Quiénes habitan en la casita?

–Solamente una pareja de ancianos.

–¿Qué clase de gente son?

–Son unos pescadores buenos.

–¿Te conocen?

–Sí. Siempre que los visitaba me daban de comer, me regalaban ropa.

–¿Puedes llevarme allí?

–Sí.

Mientras nos dirigíamos a la casita del pescador yo me hallaba sumido en confusas cavilaciones. Estaba lejos de matar a Nené. Ahora su vida me era tan valiosa como la mía. Pero había algo que no podía explicarme: ¿a qué se debía ese cambio que se había operado en mí? ¿Por qué esta vez mis manos temblaron ante la acción sangrienta? ¿Quién aplacó la ferocidad de mi carácter? ¿Acaso fue el influjo hechicero, el hálito de una mujer lo que despertó la conciencia dormida en mí? Todo eso permanecía para mí en una oscura indefinición. Sólo sentía una cosa; sentía que mi corazón estaba atado a esa infortunada muchacha. ¿Acaso la amaba? No. Mi sentimiento era de piedad, de compasión por su desgraciada. Nené era huérfana, Nené estaba abandonada, a Nené yo la había salvado de la muerte y una voz interior me decía que tenía que seguir siendo su protector.

Por otro lado, ahora sentía una especie de odio hacia el padrino Pedro. Era como si Nené hubiera arrancado de mis ojos el velo hechicero que hasta entonces me impidió ver la aberración moral de ese hombre monstruoso. Nada podía explicarme de un modo tan convincente su barbarie como las palabras con las que me ordenó matar a Nené. “No tendré una mejor ocasión que esta –pensaba–, tomaré a Nené, me alejaré y me libraré de ese malhechor…” Pero enseguida aparecían mi pobre madre, mis hermanas y, por último, mi dulce Sara. Ellas esperaban mi regreso con el bolso lleno. Y todo el dinero que yo había ganado se encontraba en poder del padrino Pedro. Si me separaba de él perdía toda mi fortuna.

¿Cómo dejarlo, cómo alejarme de él? También en este caso me cegó la codicia… y quedé indeciso. Confundido en medio de estas cavilaciones, algo quedó claro en mi mente y era mi firme determinación de separarme del padrino Pedro. Pero pensé que antes debía entregar a Nené al cuidado del pescador si comprobaba que era un hombre tan bueno. Y después, sin que lo advirtiera, trataría de sacarle de alguna manera mi dinero al padrino Pedro. Y por último me llevaría a Nené a algún país extranjero y pondría su vida a salvo. Pero yo no sabía si Nené accedería a quedarse en la casita del pescador y esperarme hasta que terminara mis cuentas con el padrino Pedro. Para probarlo, le dije:

–Nené, tengo que irme a otro lugar y tú no puedes acompañarme. Te dejaré en libertad y podrás irte adonde quieras.

–Yo no me separaré de ti.

–¿Por qué?

–Ahora tengo mucho miedo.

–¿Y antes no tenías miedo?

–No, porque no sabía que los hombres eran tan malos…

Aludía a los malhechores que la torturaron.

–Tal vez también yo sea malo.

–Tú eres un hombre bueno, no tengo miedo de ti.

–Yo tengo que marcharme lejos.

–Dondequiera que vayas, iré contigo.

–¿Y si me quedo acá?

–Yo también me quedaré contigo.

–Nosotros no tenemos casa.

–Construiremos una cabaña en el bosque y viviremos en ella.

Volvió a recordar a los bandidos y cambió de conversación.

–No, lejos, vayámonos muy lejos de aquí.

Pobre muchacha, ¿qué era lo que la había atado de esa manera a mí?, ¿acaso el amor?, ¿acaso el sentimiento de gratitud por haberle salvado la vida? Yo no tenía ocasión ni tiempo para analizar esas preguntas. Sólo pensaba en dejar, al menos momentáneamente, la vida de Nené a salvo hasta que terminara mi asunto con el padrino Pedro. Me habían ordenado matarla; si no lo hacía yo, sin duda lo haría quien me lo ordenó. La pobre muchacha no podía librarse de la ferocidad del padrino Pedro si se enterara que aún estaba viva.

Ahora, desde lo alto de la montaña, divisábamos una inmensa extensión plateada: el mar.

–Estamos cerca de la casita del pescador –dijo Nené.

–Te llevaré a su cabaña.

–No me quedaré allí sola.

–Vendré a verte muy pronto.

–Todos los días, ¿sí?

–Sí, todos los días.

Debíamos descender por la ladera de la montaña hasta la costa del mar. Aquí terminaba el bosque y empezaba un terreno de pequeños arbustos. Entre esos arbustos se ocultaba la cabaña del pescador, no muy lejos de la costa. En esa solitaria cabaña vivía el misterioso hombre sobre el cual, en los alrededores, no se sabía nada, nadie sabía de dónde había venido ni qué clase de persona era.

Lo hallé junto a la anciana, tan bondadoso como me había contado Nené. Ambos aceptaron gustosos mi proposición, principalmente cuando les narré el desgraciado episodio de la pobre muchacha.

–No teníamos hijos y Dios nos envió uno –dijo el anciano–. Cuidaremos de ella y la mantendremos, tal vez sea dichosa por algún tiempo.

Yo me daba prisa, pues sabía con qué impaciencia me estaría esperando el padrino Pedro. Le ofrecí al pescador mi bolso lleno de dinero, pero se negó a aceptarlo. Cuando me disponía a partir, Nené preguntó:

–¿Cuándo vendrás?

–Pronto. Pero tú no te alejarás de esta cabaña.

–Si no estás conmigo no me iré a ningún lado.

El momento de la despedida fue muy emocionante. Nené no pudo reprimir sus sentimientos. Se abrazó a mi cuello, las lágrimas caían a raudales de sus ojos y, sollozando, decía: “¡No te vayas, no me dejes sola…!” El pescador y la anciana apenas pudieron calmarla. Nuevamente le prometí que no la dejaría sola y que la visitaría todos los días. Y me alejé.

Al llegar donde el padrino Pedro, su primera pregunta fue:

–¿Qué hiciste?

–La maté.

–¿Y el cadáver?

–Lo arrojé al mar.