Prólogo

Las palabras liminares de un libro clásico siempre son difíciles de escribir. Hay cierta reverencia que suscita el autor, hay una sensación de minusvalía que la obra le provoca al prologuista, que como un intruso dice lo que huelga, lo que el ilustre dueño de esa pluma ya ha dicho antes.

Así y con todo, creo que conviene darle al lector alguna noticia sobre la obra. Sobre todo al lector que no está familiarizado con la cultura y las costumbres del lugar donde ocurren los acontecimientos narrados. Me refiero al lector que no es armenio y también al que, siéndolo, ya está distante del medio y de las condiciones de vida de las comunidades que habitaron la antigua Persia. Porque el tiempo y el extrañamiento han ido erosionando la memoria de quienes alguna vez abandonaron aquellas tierras, para escapar de unas condiciones de vida que se hacían intolerables y que amenazaban deformar las conciencias hasta poner a los hombres en las fronteras mismas de la inmoralidad, del delito y de la desdicha.

Raffí describe con claridad este fenómeno. Pero no lo hace como un simple cronista de su tiempo, sino como un hombre que cree en la potencia salvífica del arte. Levanta su pluma como un arma y acomete contra las misérrimas e injustas condiciones de vida de su pueblo. Raffí es a los armenios lo que Víctor Hugo a los franceses. Las Memorias del Hurtacruz es una novela que denuncia vigorosamente las injusticias del sistema feudal persa de fines del siglo XIX e instiga a sus víctimas a recuperar sus derechos conculcados. Y lo hace con recursos literarios tan puros como llanos, tan cultos como accesibles para ese pueblo pastor y montañés, el armenio.

Desde luego, no anticiparé el tema de la novela que el lector se apresta a leer. Pero creo que es lícito advertirle cuál es el paisaje humano donde discurren los hechos. Cuando Murat, el personaje que narra sus memorias, invita al multifacético padrino Pedro para que le acompañe de regreso al terruño, éste se niega con las siguientes palabras: “El pecado está adherido a mi alma, a mi corazón y a todo mi cuerpo. A cada instante me exige que lo alimente. No puedo dejar de hacerlo. Debo convivir con la maldad. ¿Acaso es posible arrancarle el veneno a la víbora y enseñarle al escorpión que no pique?” Y luego, al despedirse para siempre, le dice: “Sólo la bondad nos hace sentir nuestra maldad, así como se nota más claramente el blanco sobre el negro. Querría que todo fuese monocolor en mi corazón, negro o blanco, bueno o malo. Los diablos son dichosos por eso, porque son muy malos, y los ángeles son dichosos porque son pura bondad. ¿Y qué soy yo? Una mezcla monstruosa. ¿Cómo podré ser feliz cuando en mi corazón siempre hay una lucha interior y, sobre todo, el malo es más fuerte que el bueno?

Es la condición humana que se ha pervertido por la opresión y la injusticia, es el ser nacional que se ve amenazado por la extrema necesidad. Pero es también la eterna lucha del bien contra el mal, la inacabable contienda que se libra en cada conciencia y en cada organización social y política. Y Raffí lo denuncia con el talento propio de los grandes maestros de las letras.

Algo debo decir sobre la traducción al español, que le es debida a Berg Agemian, quien también favoreció a los lectores de lengua hispana con la traducción de los dos volúmenes de Chipas (Gaidzer), del mismo autor. Un esfuerzo encomiable y un aporte valioso para el conocimiento mutuo de las culturas. Esta traducción difiere de la que hizo para la edición de 1949; Adjemian revisó aquella versión y culminó sus días sin completar las notas al pie. Quizá también sin hacer una última revisión que le permitiera pulir las últimas aristas. Es que el trabajo del traductor es arduo, siempre le queda la sensación de que algo más puede hacer para que, en el traslado de una lengua a otra, sobre todo cuando se trata de lenguas tan disímiles como la armenia y la española, nada se extravíe. Pero ese afán es vano, siempre hay una pérdida. Sólo parcialmente las lenguas son homologables. En este sentido, vale recordar a Umberto Eco: “El éxito del traductor es precisamente el logro de la invisibilidad: sólo en los libros mal traducidos se advierte que en la lengua de llegada hay forzamientos, giros y expresiones fatigosas, cuando no directamente inverosímiles”.

Por mi parte, con el propósito de evitar tales forzamientos, facilitar la comprensión de lo narrado y hacer más nítidas las imágenes del texto original, sin alterar su estilo y su sabor, hice unos pocos cambios sintácticos y modifiqué los tiempos de algunos verbos.

Eduardo Dermardirossian