La casita blanca

obre la arteria de los condenados, después del cuartel y de los edificios reales, se desatacaba una casita blanca que se hallaba muy cerca del hospital. Esa morada aislada tenía sólo tres habitaciones, de pequeñas ventanas y un techo pintado de rojo. A un lado estaba la vivienda de los domésticos y cerca de ella la cocina.

Era evidente que hacía tiempo que el lugar estaba deshabitado. El pequeño jardín del patio, que estaba poblado de árboles frutales, había quedado sin laboreo; el parasol se hallaba destruido, la balaustrada tenía muchas partes rotas y de la escalera podrida se habían caído varias tablas.

El interior de las habitaciones era semejante al de las postas, en donde el viajero que llega a altas horas de la noche amontona desordenadamente sus equipajes, sin acomodarlos porque a la mañana siguiente tiene que partir y volverán a desordenarse.
Los actuales moradores también eran recién llegados y se habían alojado allí esa misma noche. Sus equipajes estaban desparramados y todavía llevaban encima el polvo del camino. Pero ellos no debían partir, tenían que quedarse en esa vivienda.

Era de mañana, una de esas mañanas húmedas, brumosas. En la pequeña casita aún dormían. Despaciosamente se abrió la puerta de una de las habitaciones y en el umbral apareció una joven alta. Miró a su alrededor, descendió lentamente las escaleras, cruzó el paseo rodeado de los tríbulos del jardín, pasó cerca del maltrecho parasol y se acercó a la balaustrada de madera. Desde aquí se puso a mirar las inmediaciones. Habiendo llegado de noche, todavía no había visto nada. Y ahora, a la luz del día, quería mirar bien el lugar donde tal vez tendría que permanecer por mucho tiempo.

La densa niebla de la mañana se disipaba poco a poco, pero todavía se dibujaban borrosamente los objetos distantes. La joven miraba, miraba con honda impaciencia y parecía irritarse por no ver nada.

No parecía ser criada ni la muchacha de la casa. Parecía una lejana parienta de la dueña de casa, una persona amada y cuidada, pero quizá huérfana. Su rostro moreno, los negros y ardientes ojos, la profusa cabellera oscura no correspondían en absoluto al lejano norte. Ella había llegado del sur, del caluroso, del tórrido sur donde la sangre está siempre bullente, donde los rostros adquieren el color rosa oscuro; pero cuánta luz y cuánta vida había en la noche de esos ojos, cuánta seducción en aquel afligido semblante. Era la expresión de una naturaleza fogosa, libre, velada con nubes de tristeza, marchitada en una amarga desesperanza.

Ella seguía mirando.

Finalmente brillaron los primeros rayos del sol y aparecieron las imágenes con claridad. Allá, de las altas chimeneas de las fundiciones salían negras nubes y el espeso humo oscurecía el horizonte recién iluminado. Los hombres, con las ropas y las caras tiznadas, negros como fantasmas, iban y venían en el ambiente humoso. Ese cuadro impresionó a la joven. No muy lejos de las fundiciones, cerca de los montones de piedras, se hallaban sentados en el suelo hombres de rostros igualmente negros. Con pesados martillos despedazaban, trituraban el metal oculto en las piedras y lo preparaban para fundirlo. El aire retumbaba a los golpes de los martillos. Algunos cargaban en pequeñas carretas el metal desmenuzado, lo llevaban y lo tiraban sobre pilas especiales, las cuales formaban montículos aquí y allá. En algunos de esos montículos humeantes el carbón y el azufre devoraban, consumían los residuos minerales. Aquí, el aire ahogaba con el ácido olor del azufre.

En ese lugar todos los objetos estaban teñidos de negro. Los caminos estaban llenos del negro excremento del metal y el polvo negro cubría los techos de las fábricas, oscureciendo a los gorriones que habían hecho nido debajo de las techumbres.

Todo era negro, todo estaba tiznado. Sólo el fuego y las llamas que ardían en las fundiciones presentaban un terrible contraste en la oscuridad general. Los hombres se quemaban en ese infierno Y el metal fundido flotaba entre las llamas como un pequeño lago ígneo. Con largos cucharones de hierro extraían el líquido amarillento y lo ponían en moldes de azófar. El sudor corría profusamente por los curtidos rostros de los obreros y la llama abrasaba sus cuerpos semiescaldados.

La joven apartó la vista del horrible espectáculo.

Por todas partes aparecían edificios sombríos con ventanas apenas visibles, separadas entre sí. Los centinelas iban y venían acompasadamente frente a las puertas. Los ojos llenos de lágrimas de la joven estaban dirigidos hacia ese lado. Miraba largamente y parecía que quería penetrar los gruesos muros de esos sombríos edificios. Se abrió una de las pesadas puertas de hierro y apareció un grupo gris. Rodeado de soldados el grupo se dirigió hacia el lado donde se alzaba la casita blanca. Llevaban palas, picos y otros instrumentos para excavar. ¿Pero por qué iban custodiados esos infelices hombres? El corazón de la joven comenzó a palpitar. Estaba presta a correr, a ir, a acercarse a ellos y mirarlos de cerca, muy de cerca. Pero sus piernas no le respondieron, le temblaron las rodillas, la cabeza le dio vueltas, se nublaron sus ojos y desfalleció sobre la balaustrada del jardín. El grupo gris pasó de largo y la joven desmayada no vio nada; en sus oídos, como en un sueño, sólo percutían los ruidos inarmónicos de las pesadas cadenas…

Se recobró, profundamente aturdida. La alucinación había pasado. Ante ella se dibujaron las mismas tristes y deprimentes escenas. Con pasos lentos y temblorosos se encaminó hacia la habitación de la que había salido. Al pasar por el jardín la falda de su vestido se prendió en la espina de una rosa y se desgarró. Estaba tan emocionada que no sintió nada. Cerca de la puerta se encontró con el criado, quien preguntó:

–¿Los señores se han levantado?

–No sé.

–El samovar está caliente.

–Tráigalo.

Ella entró en la habitación.

Al cabo de unos instantes el criado trajo el samovar, lo puso sobre la mesa y se fue en silencio. El estado de ánimo de la joven parecía afectarle a él también.

Ella abrió uno de los cajones tirados en el suelo, luego otro, miró en el bolso, en el cesto de viaje buscando el té. Tampoco encontraba el azúcar. La memoria la traicionaba. Finalmente lo encontró en el mismo pequeño cajón que había mirado diez veces. Se puso a preparar el té. Las manos no le respondían, el agua se le derramaba, la taza se le caía y apenas pudo colocar sobre el samovar la tetera llena de agua caliente. De nuevo volvió a marearse. Se levantó, se sentó junto a la ventana y se puso a mirar maquinalmente hacia el jardín. Las lágrimas caían profusamente de sus grandes ojos y refrescaban su cara ardiente y el corazón más ardiente aún.

En la habitación contigua ya se habían despertado. La joven señora se había levantado y su marido aún seguía acostado.

–¡Ea, levántate! –lo apremiaba la señora–, lávate, vístete, tienes que presentarte esta mañana ante tu jefe.

–No es un asunto muy urgente –contestó el joven marido, envolviéndose aún más en la cobija de verano–. Puedo presentarme también mañana.

–Dicen que aquí los jefes son muy exigentes –observó la señora.

–Y yo no me hago pagar fácilmente las exigencias –dijo el marido.

La mujer, para castigar la terquedad del marido, encendió un cigarrillo y se puso a fumar. El marido, al verlo, comenzó a rogarle:

–Deja eso, por Dios, ¿cuántas veces te dije que no fumes antes del té? Estuviste toda la noche intranquila, tosías de nuevo.

La mujer no le hizo caso, y para provocar aún más al marido, se acercó a la cama y se echó sobre su pecho, diciendo:

–¡Yo no creo en tus curaciones, no creo! –y aspirando intensamente el cigarrillo, despidió el humo sobre los espesos cabellos del joven.

–¿Qué chiquillada es esta? –dijo el joven, y levantando la cabeza retribuyó con cálidos besos la inocente travesura de su mujer.

Era uno de esos matrimonios que viven su luna de miel hasta la muerte, hasta la avanzada vejez. Hacía ya cinco años que vivían juntos y aquella era para ellos como la primera mañana después de la noche nupcial.

El joven era médico. Había decidido ejercer su profesión en ese lejano rincón del imperio, no porque la remuneración del servicio en tales remotos lugares fuese mayor, no, sino que aquí esperaba una retribución más bien moral. Le causaba una satisfacción particular el curar a los condenados, a esos infelices privados de la solicitud de los padres, de las madres, de los amigos.

Su joven mujer tenía los mismos sentimientos humanitarios. Era de aquellas bondadosas e inteligentes mujeres que muy raramente existen en la vida matrimonial, que no tienden a complacer al marido sólo con la femineidad, que no se contentan con ayudarlo, compartir sus inquietudes siendo solamente una ahorrativa administradora y una buena ama de casa, sino de aquellas que veneran los ideales del hombre y contribuyen para su realización. En tales asociaciones la mujer se convierte en el supremo espíritu que inspira al hombre y el fervor del hombre jamás muere.

Era todavía una jovencita, recién había conocido a su futuro marido cuando empezó a leer libros de medicina, a frecuentar los hospitales y a estar presente en las operaciones quirúrgicas. Durante la guerra ingresó en la comunidad de las Hermanas de Caridad y bajo la lluvia de balas y de bombas vendaba las heridas de los soldados. Aquí se encontró de nuevo con quien iba a ser su marido, aquí lo amó y fue amada.

No estaban unidos con el matrimonio religioso ni con el civil. Los unía la afinidad de los pensamientos, de las vocaciones y de los ideales. La naturaleza también se negó a bendecir su matrimonio con hijos. El hijo es la garantía más firme del amor en la pareja, principalmente cuando no los une la ley.

Importantes acontecimientos les regalaron una hija, aunque no de su sangre. Era aquella muchacha que lloraba en la otra habitación. La joven pertenecía a la raza que no tiene casa ni lugar ni patria, cuya patria es todo el mundo y que anda errante por todas partes. Era gitana, era hija de la naturaleza. Con qué amor aceptó la señora a esa corza salvaje, con qué empeño y solicitud se puso a educarla, a corregir sus malos hábitos. Cada vez que advertía en ella un nuevo cambio hacia el bien, hacia lo noble y los buenos modales, el corazón de la virtuosa mujer se llenaba de alegría. No menos se alegraba el marido y alentaba las expectativas de su mujer. Muchos días se sentaba durante horas con ella y le enseñaba a leer, a escribir y a hacer otras labores. Muchas veces se acostaba en el diván, la hacía leer en voz alta a su lado y la escuchaba con enorme satisfacción. Últimamente la había iniciado en la música y la pintura; si bien en lo último no demostraba una aptitud especial, en la música era bastante capaz. Su voz, naturalmente bella, cultivándola, suscitaba la admiración de quien la escuchara.

La vocación de la señora por la enseñanza se reflejó no sólo en el progreso intelectual y espiritual de su laboriosa alumna, sino también en su carácter y en sus cualidades morales. A la muchacha también le complacía visitar los hospitales junto con sus bienhechores, entrar en la choza de los campesinos pobres y compartir el último pedazo de su pan con los necesitados.

También se mantenía cerca de sus protectores cuando éstos, por motivos profesionales, tenían que andar de ciudad en ciudad, de región en región. Y cuando decidieron trasladarse a Siberia se alegró más, se sintió más feliz ¿Qué era lo que la atraía hacia ese lado? La señora y su marido conocían el secreto. Siempre que le decían: “Iremos a Siberia y lo veremos a él”, y la pobre muchacha se alegraba y con lágrimas de felicidad los abrazaba, los besaba incesantemente y volcaba en ellos toda la gratitud de su alma. Tanto la mujer como el marido la amaban, la amaban como a una verdadera hija. La mujer solía decir: “era una piedra valiosa pero tosca. Estoy contenta de haberla encontrado en ese estado porque pude darle la forma y el brillo que deseaba”.

Y aquella mañana se entristeció no poco cuando, al pasar a la otra habitación, encontró a la muchacha sentada en la ventana, llorando. Se acercó y acariciando su hermosa cabeza, preguntó:

–¿Qué te sucede, querida?

–Nada… –contestó la muchacha, se levantó y empezó a enjugar las lágrimas de sus ojos.

–¿Te sientes mal?

–No, me duele un poco la cabeza.

–Comprendo, pobrecita, has sufrido y esperado mucho; ten un poco más de paciencia y pondrás fin a tus lágrimas.