El falso hadji

l padrino Pedro era un hombre de unos cincuenta años, de rostro agradable. Las arrugas de su amplia frente descendían con hondos pliegues hasta las tupidas cejas, que cubrían la mitad de sus negros y ardientes ojos. Su morena cara oriental, de rasgos grandes pero regulares, siempre imponía respeto a quien la mirara. Su larga y entrecana cabellera caía profusamente hasta sus hombros, lo que le otorgaba a su semblante el aire de un austero derviche que sólo halla paz en la oración y la vida ascética. La blanca barba era majestuosa y le cubría todo el pecho. Era de estatura mediana pero de una contextura extraordinariamente fuerte. Sus movimientos tenían una vitalidad juvenil, aunque siempre procuraba mostrarse flojo y débil. Su voz era potente y enérgica, pero la sofocaba adrede.

Ambos íbamos a pie, los bultos del viaje los transportaban nuestros dos fuertes burros, uno mío y el otro del padrino Pedro. Este, con la cabeza gacha, marchaba adelante pausadamente. Estaba silencioso, era evidente que lo atribulaban amargos pensamientos. Reiteradamente había puesto sus pies fuera del suelo patrio y ahora era la décima vez que, en su vejez, volvía a empuñar el báculo del peregrino.

Yo también estaba triste. Separarme de mi madre, de mis seres queridos, me causaba un gran dolor. ¿Acaso volvería a verlos?, ¿y cuándo? Sólo estaba contento mi burro gris; paciendo a la vera del camino, corría adelante sin esperar que lo empujara. Los gruesos palos que empuñábamos eran nuestras únicas armas de viaje. Era innecesario temer a los bandidos, porque fuera de los burros no llevábamos nada que tuviera algún valor. Y a esa clase de animales ordinarios no se los llevaban.

Durante el día hizo un tiempo claro, pero al anochecer comenzó a llover y en el camino se formó un terrible barro. Yo me saqué mis sandalias y andaba descalzo. Los pobres animales avanzaban con dificultad porque sus agudos cascos se hundían en el lodo y no podían sacarlos. Me entristecí cuando observé que las largas orejas de mi burro comenzaron a bajar poco a poco, lo cual era una clara señal de que estaba exhausto.

La noche se había cerrado cuando llegamos a un pueblo persa. Las puertas estaban cerradas con llave, afuera no se veía a nadie. Había que hacer noche aquí porque tanto nosotros como nuestros animales estábamos muy cansados, y seguir la marcha era imposible. Pero a cada puerta que nos acercábamos, golpeábamos y golpeábamos y nadie quería abrir porque éramos cristianos. La lluvia caía torrencialmente y yo estaba calado hasta los huesos. Era imposible que un cristiano entrara en ese estado en la casa de un mahometano, su contacto podía profanarlo todo. El viento helado se intensificaba cada vez más y tanto el padrino Pedro como yo temblábamos de frío.

–Con estos hay que proceder de otra manera –dijo el padrino Pedro, y acercándose a la puerta de una casa grande comenzó a golpear violentamente.

De adentro preguntaron quién era y el padrino Pedro contestó airadamente:

–Musulmanes, ¿no es un pecado que los hijos del Islam se mueran de frío bajo la lluvia y que ustedes no les abran la puerta?

Yo me alarmé. Mi mentor me ordenó que no hablara nada, que permaneciera siempre callado y me hiciera el sordomudo. Enseguida se abrieron las puertas, llevaron nuestros animales al establo y a nosotros nos invitaron a pasar a una habitación limpia. A juzgar por el mobiliario de la casa, su dueño debía ser uno de los hombres ricos del pueblo. Pronto encendieron el hogar y nosotros nos calentamos y secamos nuestras ropas. Apareció el dueño de casa, nos saludó reverentemente, como saluda un mahometano a otro mahometano, y se sentó al lado del padrino Pedro. Luego, con las formalidades y la cortesía del lugar expresó su alegría, dijo que éramos “bienvenidos, mil veces bienvenidos, su casa a nuestra disposición, sus hijos nuestros servidores”, etcétera.

Al concluir su pequeño discurso se volvió al padrino Pedro, diciendo:

–Dispense mi impertinencia, ¿cuál es su nombre?

–Su servidor, Hadji Rahid –contestó el padrino Pedro.

Al saber que su visita era hadji
[i] y no un musulmán común, el respeto del dueño de casa hacia el padrino Pedro aumentó aún más. La risa me ahogaba, no sabía cómo iba a terminar esa farsa. Y el padrino Pedro se mantenía tan grave que era imposible no respetarlo. Tal como se me había ordenado, yo no hablaba nada, me fingía sordomudo. Al notar mi silencio el dueño de casa preguntó:

–¿Qué es de usted éste?

–Su pequeño siervo, es mi hijo.

–Que Dios lo guarde –dijo el dueño de casa. Luego se volvió hacia mí diciendo:

–Parece que te enfriaste por la lluvia, tienes la cara pálida.

Yo no contesté nada. En mi lugar habló el padrino Pedro.

–Es sordo y mudo, no oye nada.

–¡Pobre muchacho!, que Dios se apiade –exclamó el dueño de casa compasivamente, y luego preguntó:

–¿Nació así o sucedió después?

–No nació así, antes tenía una lengua de ruiseñor, oía y hablaba como nosotros. Justamente hace dos años que le ocurrió esa desgracia. Que Dios preserve a sus hijos. Dios me castiga por mis pecados…

Después, el padrino Pedro inventó toda una historia. Contó que todas las noches me frecuentaban espíritus malignos, que ante mis ojos se presentaban espantosas escenas y por asustarme mucho se taparon mis oídos y se trabó mi lengua. Mientras decía estas cosas el padrino Pedro infundía temor y espanto y yo observaba cómo temblaba la larga barba del aterrado dueño de casa, mientras murmuraba quedamente algo así como una oración.

–¿Adónde lo lleva ahora?

–A la mezquita de Hadji Seit –contestó el padrino Pedro–. El Santo Imán se me presentó en sueños y dijo que mi hijo se salvará si lo llevo allí.

La mezquita de Hadji Seit gozaba de renombre entre los mahometanos por sus milagros. Allí llevaban principalmente a los locos y a los sordomudos. Y la consideración del dueño de casa hacia el padrino Pedro fue mayor cuando oyó que el Santo Imán se le apareció en sueños y habló con él.

Durante todo el tiempo hablaron en turco. Tanto por la pronunciación como por los giros de las palabras del padrino Pedro, era imposible advertir que era armenio. Hablaba mejor que un turco. Precisamente por ese motivo me ordenó cumplir mi papel en silencio, por temor a que una imprudente palabra mía delatara nuestra nacionalidad.

Finalmente, el dueño de casa ordenó que nos sirvieran la cena. El padrino Pedro dijo que todavía no había observado su azalá vespertino y que no podía sentarse a la mesa sin haber rezado. Le entregaron todos los menesteres para el azalá, se lavó y, después de cumplir los ritos de la ablución, empezó a rezar con hondo fervor. Yo quedé asombrado. ¿De dónde sabía todo eso? El azalá se efectúa en idioma árabe. El tono del rezo, las invocaciones, tienen determinados preceptos. Los ritos de la ablución establecen, igualmente, reglas específicas. Es necesario conservar la precisión en todo. Un pequeño error puede malograr el azalá. ¿Pero dónde y cuándo el padrino Pedro había aprendido esas ceremonias?

La devoción de padrino Pedro tuvo el efecto de conquistar aún más la simpatía del hospitalario dueño de casa. La gente fiel a la religión y a la fe es sumamente respetada entre los musulmanes, y la demostración de ese respeto se hizo particularmente manifiesta por la opulencia de la cena que sirvieron. Amén de las diversas comidas, también habían preparado pilav
[ii] para nosotros.

Cuando la mesa estuvo dispuesta, el padrino Pedro le preguntó al dueño de casa a qué lugares sagrados peregrinó en su vida. Al contestarle que a ninguno, aquél renunció a la mesa diciendo:

–Tu pan es haram (impuro), yo no puedo comer. Tú has pecado contra el shariat
[iii].

El dueño de casa se avergonzó mucho y empezó a rogar que no le deshonrara la mesa. Prometió que en la primavera iría sin falta a Bagdad a besar las tumbas de los imanes y cumpliría el voto a Mahoma. Contó los impedimentos que hasta entonces le privaron de peregrinar a los lugares sagrados. El padrino Pedro se tranquilizó un poco, diciendo:

–El deber de todo musulmán ortodoxo es, hasta donde le permitan sus medios materiales, peregrinar a los lugares sagrados.

Acto continuo explicó largamente las recompensas espirituales que deparan a los peregrinos de Carpal, Mecheti y principalmente la Meca. Contó las numerosas huríes (doncellas ardientes) que recibirán en el paraíso de Mahoma, y finalizó sus palabras señalando que “los infieles cristianos se privarán de todas esas bienaventuranzas del cielo”. Las últimas palabras me causaron un efecto tan malo que quise hablar y revelar que éramos cristianos. Pero temí exponernos a graves consecuencias y callé.

El padrino Pedro comía con gran apetito. Al principio yo no me acerqué a la mesa, no porque el dueño de casa no peregrinó y considerara haram su pan, no, sino porque era cuaresma y yo nunca había quebrantado mi abstinencia, aun observaba los preceptos de mi religión y de mi iglesia. Pero el padrino Pedro, al notar mi actitud, me miró con tal severidad que me vi obligado a comer.

Después de la cena nos prepararon lechos limpios para que descansáramos. Cuando entré en mi cama no pude dormir por largo tiempo a pesar de que estaba muy cansado. Distintos pensamientos conturbaban mi corazón. A veces pensaba qué sería de nosotros si de pronto el dueño de casa llegara a saber que en su habitación dormían dos cristianos. Seguramente mandaría quemar todos los objetos que habíamos profanado, y probablemente nos quemaría también a nosotros. ¿Y para qué renegar de la religión, de la nacionalidad? ¿Sólo por eso, por un pedazo de pan y un lugar para dormir? ¿Acaso eran esas las condiciones del peregrinaje, de la emigración? Ya en el primer albergue mi viaje se volvió insoportable. Pensaba si no hubiera sido mejor quedarme en mi terruño. Que me apresaran, que me torturaran, que me mataran allí. Al menos moriría como armenio.

El padrino Pedro también estaba desvelado. Al parecer notó mi desasosiego, vio cómo me daba vueltas de un lado al otro sin cesar, lanzando hondos suspiros.

–¿Por qué no duermes, Murat? –preguntó.

En lugar de contestarle empecé a sollozar. Entendió el motivo de mi llanto y, a modo de máxima, dijo:

–No, hijo, en adelante tienes que cubrirte con la gorra del país en el que entras. Esa es la ley del mundo.

–¿Acaso no es un pecado que uno reniegue de su santa religión, de su nacionalidad? -pregunté yo.

Me contestó con las palabras del apóstol Pedro, de cómo con los judíos se hacía el judío, y pagano con los paganos para conquistar sus corazones. El padrino Pedro era un hombre leído. Yo, por así decirlo, tragué sus palabras como grasa derretida. En aquel entonces no tenía tanto entendimiento como para saber de qué manera la gente altera las verdades más simples de los libros sagrados para expresar los pensamientos más inmorales.

[i] Señor musulmán que peregrina a los lugares sagrados (N. del T.).
[ii] Típica comida oriental elaborada a base de arroz o trigo (N. del T.).
[iii] Credo religioso de los musulmanes (N. del T.).