Ella no me abandonó

abía pasado más de un año desde que fui apresado, un año que me consumía en la cárcel.

Ya en la primera indagatoria confesé sencillamente todos mis actos ante el fiscal. No oculté nada, incluso declaré cosas que no me preguntaron. Conté detalladamente cómo salí de mi patria con el corazón inocente, cómo caí en la comunidad de los hurtacruces, cómo poco a poco me familiaricé con el delito, las cosas que hice; y conté cómo, aconsejado por mi padre, me separé de esa comunidad y me disponía a alejarme definitivamente de ella cuando fui apresado.

Después de decirlo todo sinceramente, abrigaba la esperanza de que harían justicia en atención a que yo había cometido inconscientemente esos delitos, que ya me había arrepentido de mis actos, que había reconocido mis extravíos y vuelto al buen camino. Pero no fue como yo esperaba. Aquella confesión agravó aún más mi situación. Yo había sido el testigo de mis propias acciones, había confesado mis delitos. No contemplaron mi arrepentimiento y sólo pensaron en la pena. Luego de unos meses, en el alto tribunal de la ciudad leyeron mi sentencia: “Privarlo de todos los derechos, desterrarlo, condenarlo a cadena perpetua y a trabajos forzados”.


Me entristecí mucho cuando escuché ese dictamen; no perdonaron al culpable que ya se había arrepentido, que se había enmendado. ¿Pero quién puede juzgar el corazón del hombre? Ese corazón se oculta a una profundidad tal que ni los ojos del juez más perspicaz puede penetrarlo.


Mis compañeros también fueron condenados a destierro, pero no estaban tan tristes como yo, se veían irritados antes que apenados.

Rodeado de soldados, me devolvieron a la cárcel. Al llegar a la puerta de la prisión, no había entrado aún cuando detrás de mí se alzó un grito, un alarido lastimero: “¡Tengo que verlo!, ¿no tienen piedad, no tienen Dios, por qué me lo prohíben?, ¡tengo que verlo, déjenme verlo...!" Miré atrás. Las palabras venían de una muchacha que con las ropas desgarradas y los cabellos revueltos se caía de un lado a otro, procuraba romper la fila de los soldados y acercarse a mí. Los guardias la alejaban con las bayonetas, pero ella volvía la acometer. A pesar de mi excitación y mi desasosiego, en aquella conmovedora escena reconocí a Nené. ¡Pobre muchacha!, ¿de dónde había aparecido?

Ante sus gritos salió el carcelero.

–De nuevo es la muchacha loca –dijo, y ordenó alejarla.

Al parecer esa no era la primera vez que Nené pedía verme. Ya la conocían. Con voz sumamente desdichada ella contestó:

–Señor carcelero, yo no estoy loca, por amor de Dios, apiádese de mí, permítame que lo vea…

–¿Ver a quién?

–A aquel preso que llevan.

–¿Quién eres tú?

–Soy su amiga, permítame que lo vea, ¿acaso ustedes no tienen Dios? Si no me lo permiten iré a ver al juez, iré a ver al rey…

–Será mejor que vayas al manicomio –contestó con sarcasmo el carcelero y ordenó alejarla.

Su crueldad me apenó más que la sentencia que aquel día me leyeron en el tribunal. Me llevaron adentro, detrás de mí se cerraron las puertas y no oí más nada. Estuve todo el día como enloquecido. Me había olvidado completamente de mi malhadada situación, me había olvidado del terrible futuro que me esperaba, sólo pensaba en la pobre Nené. Ante mis ojos estaba aquella muchacha llena de agitación, veía su desconsolada imagen desgreñada, oía su voz doliente… El sol se puso y la cárcel fue prisionera de la noche. En las sombras volvía a ver su imagen, a oír su voz.

Por primera vez sentí el peso de las cadenas, por primera vez la cárcel se mostró en toda su horridez. Hasta entonces me era llevadero todo. Pero cuando vi que por mi causa sufría un alma inocente, sentí lo espantoso de mi situación. Todos me habían abandonado, mis fieles compañeros me habían delatado, no tenía en el mundo dónde volver los ojos; pero ella no me abandonó… Vino detrás de mí, me buscaba hacía mucho tiempo y me encontró. Pero me encontró en la cárcel, en esa sombría tumba de los condenados. Y en torno de esa tumba ella se paseaba, se paseaba como un solitario fantasma nocturno y como una profetisa nigromántica quería que apareciera su amado.

Eso era realidad, no era una alucinación. Oía su voz, la misma doliente, conmovedora que oí de día. La noche era serena, la gente dormía, afuera reinaba una quietud profunda. “¡Déjenme verlo!”, sólo esas palabras se oían en el nocturnal silencio. Fusil al hombro, el centinela iba y venía con pasos rítmicos. El también oía la voz dolorida y con indiferencia decía: “es la voz de la muchacha loca”. Pasé toda la noche en un desasosiego febril, no dormí ni estuve despierto. A la mañana, cuando los primeros rayos del sol se filtraron por las estrechas ventanas de la cárcel, se abrió la puerta de mi celda y como una enloquecida entró corriendo Nené. Sus primeras palabras eran entrecortadas e incomprensibles. Se acercó, me abrazó y se quedó largamente en mi pecho sin decir palabra. Parecía muerta, en su rostro no había color. Sólo habían quedado vivos sus ojos, aquellos ojos llenos de ira, que aún en la exasperación eran hermosos. Su excitación pasó pronto porque se encontraba a mi lado, porque me veía. Y empezó a hablar:

–¡Ay, querido, si supieras cuánto te he buscado, cuánto he andado...!

Su voz comenzó a ahogarse. Luego se calmó un poco y siguió:

–Recorrí las ciudades, los pueblos y en todas partes preguntaba por ti… Ay, ¿por qué la gente es tan mala...? En todos lados me hostigaban, en todos lados me echaban, no me dejaban entrar en ninguna casa, decían: “eres una muchacha loca”.

–¿Y dónde pasabas las noches?

–En las calles, a cielo abierto; y me sentí más tranquila cuando estaba en el desierto o me ocultaba entre los árboles de los bosques… Allí se estaba bien, allí no había gente.

–¿Y qué comías?

–Muchas veces pasaba días con hambre, otras veces comía verdeos del campo o me alimentaba con frutas silvestres. Algunas veces encontraba gente buena que me daba pan.

¿Y todo eso por quién, por qué? Por un condenado al destierro que se iba a consumir, que iba a sucumbir en las minas… Pero lo que más me asombraba era cómo permitieron entrar en la cárcel a la muchacha loca, en quien yo no advertía ningún signo de locura, sino una abnegación mayúscula. Era la ira y el infortunio los que la hacían aparecer loca a los ojos de los mortales.

Me contó que desde el día en que llegó a la ciudad y se enteró que me encontraba en aquella cárcel, no se alejaba de sus inmediaciones; pasaba las noches junto a sus muros y de día se paraba en las calles, rogaba, suplicaba a los transeúntes, les contaba mi inocencia y les pedía que me ayudaran. Era tan ingenua que creía que cualquier persona tenía derecho a juzgarme. Y aquella mañana, cuando entraba en la cárcel un joven señor de lentes, se acercó corriendo y, abrazándole las piernas, le rogó que la dejaran entrar también a ella para ver a su amado. El señor de lentes se compadeció y le prometió que enseguida iba a obtener el permiso del director de la cárcel. Cumplió su promesa y al cabo de unos instantes la dejaron entrar.

Aun cuando la compañía de Nené me era tan consoladora, aun cuando me fuera entrañable tamaña abnegación, yo no podía dejar de preguntarme si merecía su devoción. ¿Qué culpa tenía esa inocente muchacha para sufrir así por un malhechor?, ¿por qué dejé en su corazón la sagrada chispa que se encendió, que ardió hasta el punto de trastornarla?, ¿por qué le robé su paz? Esa libre hija de la naturaleza, a cuya raza le fue destinada la parte más despreocupada y alegre de la vida, tal vez hubiera sido más afortunada de no haberse encontrado conmigo. ¿No hubiera sido mejor si la dejaba libre el mismo día en que salvé su vida? Se habría ido, el mundo es ancho y extenso para una gitana; se habría ido y buscaría para sí un nuevo destino.

Pero ya era tarde, todo eso ya había pasado; sólo pregunté:

–¿Por qué viniste?, ¿por qué no te quedaste con mi padre?, él es un hombre bueno, cuidará de ti, te protegerá.

Los desdichados, ante cada hecho infausto, no saben de las fórmulas comedidas que solamente conservan los dichosos. Nené contestó con sencillez:

–Tu padre murió el día en que se enteró que te habían arrestado.

La noticia me produjo una terrible impresión. Mi padre había muerto por mi causa, a causa del hijo descarriado, yo era el responsable de su muerte… Nené no advirtió mi consternación y siguió contando:

–La mañana en que te alejaste de la cabaña y prometiste regresar al anochecer, te esperábamos con impaciencia. El sol se puso, oscureció, pero tú no volviste. No dormimos en la noche, te esperábamos sentados. Tu padre estaba más inquieto que todos. A la mañana siguiente te esperamos de nuevo hasta el mediodía. Luego tu padre me llevó con él cerca de la morada de los hurtacruces y vimos que la habían incendiado, que allí no había nadie. De regreso, en el bosque nos encontramos con un pastor de puercos y nos contó lo que había sucedido. Cuando tu padre escuchó la historia enseguida se desvaneció y cayó al suelo. El pastor y yo apenas pudimos volverlo en sí y llevarlo hasta la cabaña. La misma noche lo postró una fiebre intensa y a la mañana siguiente encontramos su cuerpo completamente helado. La anciana y yo lo enterramos cerca de la cabaña, bajo un árbol. ¿Te acuerdes del abeto hasta el cual me permitiste alejarme?

–Me acuerdo… –contesté maquinalmente.

–Desde entonces decidí ir tras de ti, buscarte. Ahora voy a todas partes, ahora ya no tengo miedo. La anciana no quería dejarme ir, decía: “quédate conmigo, te cuidaré como a la luz de mis ojos”. La pobre me quería mucho, a ti también te quería mucho. Lloró tanto…

–¿Por qué no te quedaste con ella?

–¿Cómo iba a dejarte?

–Algún día iba a volver, te encontraría y estaríamos juntos otra vez.

–No, yo lo sé, lo sé todo, de allá adonde te van a enviar, la gente ya no vuelve…

–¿Cómo lo sabes?

–Ayer estuve en la puerta del tribunal, no me dejaron entrar, allí también decían que estaba loca. Afuera pregunté y me contaron todo.

Yo no sabía qué hacer con ella, qué aconsejarle, no tenía en el mundo un amigo a quien confiarle el cuidado de esa pobre muchacha. Sin pensar mucho le dije otra vez:

–Vuelve junto a la anciana, espérame allí. Ella es una buena mujer, te cuidará. Quién sabe… tal vez Dios lo disponga y un día vuelva a tu lado.

–Yo no me separo de ti.

–Tú sabes bien a dónde me van a enviar.

–Lo sé. También iré contigo.

En ese momento entró uno de los celadores de la cárcel y le ordenó a Nené que se retirara.

–Yo debo quedarme aquí.

–Esto no es un hotel, señorita –contestó el celador con amarga ironía.

–Yo no lo dejaré solo…

–Ya estuvieron bastante tiempo juntos.

–No hace más de un año que nos conocemos.

–Si, ha sido breve el amor de ustedes. Sin embargo debe marcharse, encantadora señorita.

Al oír la última ironía del celador se me subió la sangre a la cabeza.

–Si continúas ofendiendo a esta muchacha decente, te parto la cabeza.

–Fíjate dónde estás, esto no es el bosque que habitabas –contestó con frialdad.

–Señor celador –intervino Nené–, ¿acaso no tiene hermanas, no tiene madre?, ¿acaso no comprende el corazón de una mujer? ¿Por qué me hostiga tanto? Mi Murat no es un hombre malo, él me salvó la vida de las garras de un criminal, desde aquel día lo amo…

–Yo comprendo –contestó el celador de manera más grosera–. Pero en la cárcel no se permite amar. A usted la autorizaron a entrar aquí a pedido del doctor. Es suficiente el tiempo que tuvieron para verse, para conversar. Márchese de aquí si no quiere que la echen.

Nené se obstinó más.

–Me quedaré en esta cárcel.

–Le aconsejaría que se quedara en el manicomio.

–¡Desalmados...!, todos me hablan así…, ¿por qué estoy loca? –exclamó Nené, secándose las lágrimas.

El celador no le prestó atención y llamó a un soldado. La echaron fuera y las puertas del calabozo se cerraron. Yo quedé solo. Durante unos instantes se oyó un grito, luego su clamor y su voz desaparecieron en el silencio sepulcral de la prisión.

Qué situación terrible. Hostigan, humillan a tu ser amado y tienes que mirar con impotencia esa injusticia y callar. ¿Acaso era ese el significado de las palabras que me leyeron en el tribunal: “Privarlo de todos los derechos?” ¿Qué iba a ser de la pobre muchacha? Ese pensamiento me torturaba cuando volví a quedarme solo, cuando me tendí como un muerto sobre el húmedo piso de mi calabozo.