Asesinato

l padrino Pedro tenía un asombroso olfato para el peligro. Sabía cuándo iba a suceder alguna desgracia. Cierta vez, tras el robo a la anciana y el episodio del abisinio, me dijo:
–Murat, por un tiempo debemos cambiar de piel.

Entendí su pensamiento. Quiso decirme que teníamos que mudar de aspecto y de actividad. Yo comprendía en el acto todas sus expresiones metafóricas. Por ejemplo, cuando decía: “el cielo está nublado”, significaba que estaba próxima la tormenta, que nos amenazaba el peligro. Así, entre nosotros muchas palabras estaban acordadas y tenían un significado particular.

Y nos preparamos para “cambiar de piel”.

El mismo día abandonamos nuestra hostería y a la noche nos mudamos a otra, para que nadie advirtiera nuestra transformación, pues en el primer albergue éramos muy conocidos. El padrino Pedro recortó su espléndida barba blanca, que le cubría todo el pecho, se hizo atusar la larga cabellera monacal, luego la tiñó de negro y rejuveneció. Su rostro era bastante lozano aún, pero sus cabellos habían encanecido prematuramente. Lo mismo me ordenó hacer a mí. Pero mis cabellos, brillantes como ámbar negro, no necesitaban ser teñidos; solamente los recorté un poco, y en cuanto a mi barba, todavía no había crecido tanto como para afeitarme. Abandonamos nuestra indumentaria religiosa, nos deshicimos de la cruz y el Evangelio y nos fingimos humildes barateros errantes. Llegamos a otra provincia. Aquí vendimos nuestros caballos, la carreta de viaje y todo lo que teníamos de más. Sólo conservamos los efectos que podríamos necesitar. Dónde los guardó el padrino Pedro, no pude saberlo.

Calzamos botas de viaje y comenzamos a ambular de pueblo en pueblo. El padrino Pedro llevaba un pequeño baúl y yo cargaba uno enorme de muchos fondos, con varias mercancías. Cuando entrábamos en un pueblo yo pregonaba con la voz habitual de los barateros: “¡Mercero…, mercero…, buenas agujas, hilos, medias, guantes, collares!”. Y muchas veces matizaba mi pregón con canciones que cantaba en la misma lengua del país en el que entraba. Generalmente la voz del baratero era alegre y raras veces se la oía en los pueblos alejados de las ciudades. Esa voz causaba un efecto mágico; enseguida salían fuera de las chozas mujeres, muchachas, niñas y, reuniéndose en torno al mercachifle, volcaban en su bolso el dinero ahorrado durante años. Qué fácil era comerciar con esa gente ingenua que no conocía el valor ni de la calidad de la mercancía.

En aquel tiempo todavía imperaba el vasallaje en ese país, y en los pueblos habían algunas casas de gente rica. Eran de terratenientes con sus correspondientes feudatarios. Solían invitarnos a la casa de los agháes y muchas veces pasaban horas enteras hasta que la señora eligiera sus guantes, cremas perfumadas la joven niña, lápices y lapiceras el hijo estudiante, juguetes los niños, pañuelos para la cabeza las criadas; en una palabra, cada cual elegía diversas cosas para sus necesidades. Y después teníamos que regatear largamente, jurar, mentir, elogiar la mercadería. En estos casos, generalmente el padrino Pedro me dejaba negociar a mí. Mi rostro era agraciado y eso me ayudaba para cautivar, chancear y decir sutilezas en los momentos precisos. Por eso a las jovencitas preferían tratar conmigo antes que con el grave padrino Pedro. El empleado bien parecido es una buena garantía para el éxito comercial, principalmente cuando quienes compran son mujeres.

A veces, cuando veía que algo atraía la atención de las muchachas, yo le daba largas al asunto. “Señorita –decía–, a su bella cabeza le sienta bien esta cinta. Está hecha especialmente para adornar sus hermosos cabellos". La joven sonreía y le rogaba a la madre que le comprara la cinta.

¿Qué hacía mientras tanto el padrino Pedro?

Sin ser visto ni oído se acercaba a las ancianas de la casa (mayormente a aquellas cuya familia no les presta atención y las mira como trastos viejos, en desuso). Empezaba a entretenerlas, les contaba anécdotas, fábulas, y las hacía reír hasta las lágrimas. Tenía una capacidad única para conquistar a las ancianas. En esos momentos yo dilataba más la venta para que el padrino Pedro tuviera tiempo y –como solía decir– “removiera el cerebro de la loca de la casa”. Eso no era sin motivo, porque el astuto padrino Pedro, al enterarse de las particularidades de la casa, no tardaba mucho en volver con otra traza: con la cruz, con el Evangelio o con el cuchillo, en la oscuridad de la noche. Y así, las ventas al menudeo nos servían para entrar donde quisiéramos, escudriñar, espiar sin despertar sospechas.

Aún hoy recuerdo con horror un hecho, aún hoy siento mis manos bañadas con aquella sangre inocente...

Nos encontrábamos en una pequeña ciudad provinciana. Entramos en una casa, por supuesto, como barateros. El padrino Pedro acostumbraba, según lo aconsejara la circunstancia y el lugar, fingirse loco, idiota o ingenuo. En aquella casa aparentó ser muy miedoso. Allí vivían sólo cuatro almas: una pareja de ancianos, un sirviente y una criada. El hombre fumaba su chibuquí y continuamente se quejaba de su reumatismo. La anciana dueña de casa se entretenía con su loro gris y dos gatos blancos, los cuales constituían su único consuelo.

Al entrar en la casa el loro pronunció algunas palabras. El padrino Pedro se espantó… Ese hombre que no temía ni a mil demonios, clamando, gritando “¡el diablo…, el diablo!”…, huyó fuera de la casa.

Al ver que su loro asustó al pobre hombre, la dueña de casa se apenó mucho y envió al sirviente para que, de algún modo, trajera al padrino Pedro. La anciana se esforzó para convencerlo, para calmarlo, asegurándole que lo que había visto no era el diablo sino un simple loro que había aprendido a pronunciar algunas palabras. El padrino Pedro, que estuvo varias veces en la patria de los loros y que los había visto en bandadas en las islas de la India, finalmente se convenció de que no era el diablo, sobre todo cuando la anciana lo puso sobre su mano huesuda y le dio de comer azúcar. El bondadoso matrimonio, para consolar aún más al padrino Pedro, nos compró varios objetos que tal vez no necesitaban, pagando de más a sabiendas. Nosotros agradecimos y nos marchamos, deseándoles larga vida.

Nos habíamos alojado en una sucia hostería que se parecía más a una taberna, con la diferencia de que aquí se podía dar con habitaciones mal amuebladas. En su extenso patio se detenían los carreros para que descansaran sus caballos. Era una hostería en la que los clientes entraban y salían durante toda la noche. Y en esa tumultuosa multitud, embriagada y enloquecida, reinaba una confusión báquica tal que nadie se entendía. Todo lo cual nos era muy propicio para salir a determinadas horas de la noche, ir adonde quisiéramos, realizar nuestro trabajo y regresar de nuevo sin que nadie lo notara.

Una noche el padrino Pedro no fue a cenar al comedor de la hostería y pidió que trajeran a nuestra habitación un enorme pedazo de carne fría y una botella de arak. Era capaz de comer por varios hombres, y la botella de arak era su habitual bebida en la cena. A mí no me gustaba el arak y pedí una botella de vino.

Nos habíamos enterado que la casa en donde el loro asustó al padrino Pedro era una de las más ricas de la pequeña ciudad. Sabíamos que el matrimonio de ancianos guardaba una importante suma de dinero, reservado para los días difíciles.

Después de la cena, el padrino Pedro me preguntó:

–Murat, ¿qué arma sabes usar mejor?

–Pistolas. Un día hice una apuesta y acerté cinco veces seguidas a una manzana en el aire.

Al padrino nunca le agradaba que alguien se jactara en su presencia. Para jactarse, en su opinión, era preciso realizar grandes hazañas.

–Esas armas ruidosas no son convenientes cuando quieres hacer un trabajo sigiloso –dijo–. Son mejores las armas que no hacen ruido.

Entendí su pensamiento.

–Entonces puedo usar mi cuchillo.

–No está mal.

La noche había avanzado cuando salimos de la hostería. Lloviznaba, las calles estaban desiertas. La ciudad dormía. Luego de atravesar unas cuantas calles silenciosas nos encontramos cerca de la casa del loro hablador.

–Si no llega a alborotar el perro, va bien –dije.

–¿Qué perro?

–Cuando vinimos aquí de día, observé un enorme perro que estaba atado con cadena. A la noche lo sueltan.

–Ahora está en la lista de los difuntos.

Después del incidente del loro el padrino Pedro había entrado de nuevo a la casa, esta vez como mendigo, y se las ingenió para envenenar al perro y para estudiar la posición de la casa, las entradas, etcétera. El extenso patio de la casa estaba rodeado por un cerco bajo de madera que no tuvimos dificultad para sortear. Ahora era preciso arrastrarnos y entrar de alguna manera en las habitaciones. Una ventana, que habíamos advertido de día, daba directamente al dormitorio de los sirvientes. Por el intenso calor de la noche la ventana estaba abierta. Poner los dos toneles de agua que se encontraban en el patio, uno encima del otro, emplearlos a modo de escalera y entrar por la ventana, fue cosa de un instante. Encontramos al sirviente en su cuarto con la criada. Al parecer, la joven solía deslizarse ocultamente en el dormitorio del sirviente…

Las férreas manos del padrino Pedro oprimieron a los dos juntos en el mismo lecho. Estaban dormidos. La muchacha tenía la cabeza apoyada en el brazo de su amante. Se despertaron sobresaltados.

–¿Las llaves de las habitaciones? –preguntó el padrino Pedro.

Ambos intentaron gritar, pero la amenaza del padrino Pedro los acalló. Las llaves pasaron enseguida a nuestras manos.

–Tú mantiene abrazados a estos tiernos amantes hasta que yo termine el trabajo… –dijo el padrino Pedro, y se alejó.

Del miedo, la joven criada se desvaneció en el acto y pronto fue cadáver entre mis garras. Ahora sólo tenía que forcejear con el enfurecido sirviente. A decir verdad, aquel Goliat era tan fuerte que apenas podía contenerlo. Mi situación no era envidiable. Si se libraba de mis manos, estábamos perdidos. No quedaba otro remedio que tranquilizar a esa fiera. Un golpe de mi afilado cuchillo hizo rodar por el suelo su cabeza. La sangre caliente sopló del cuello y tiñó de rojo el pecho de su amada.

Aquel crimen fue el más espantoso que cometí. La crueldad de ese episodio superaba todo salvajismo. ¡Matar en el momento en que dos seres inocentes, abrazados con toda la ternura de sus almas, se amaban! ¡Matar al amor! Qué crimen tan horrible… Mientras permanecía como Caín junto a mi víctima, se oyó la voz del padrino Pedro:

–Alejémonos…

A la mañana siguiente el padrino Pedro, con el ánimo tranquilo y sereno, me llevó con él a tomar el desayuno en el comedor. En la hostería todos hablaban sobre el suceso de la noche.

–¿Qué ocurrió? –preguntó el padrino Pedro a un artesano sentado cerca de él, que vaciaba la séptima taza de té.

–Qué va a ocurrir –respondió el dolorido artesano–. Anoche dos malhechores entraron en una casa, estrangularon a los ancianos dueños, marido y mujer, le cortaron la cabeza al sirviente y robaron dinero en efectivo. Dicen que más de diez mil rublos.

–¡Malditos!, cuánta impiedad... –contestó el padrino Pedro, también dolorido–. Cómo Dios no castiga a esta clase de criminales… ¡Estrangular a dos ancianos, cuánta crueldad!

Imperturbables continuamos unos días más con nuestro comercio y luego dejamos la ciudad. Nadie podía sospechar del pobre baratero que se asustaba hasta del loro y que unos días antes, al visitar la misma casa, bendecía, deseaba larga vida a los dos ancianos, porque le compraron varias baratijas a un precio excesivo. Sí, nadie podía imaginarse que el mismo que les deseó larga vida fuese capaz de acortárselas.

Al dejar esa ciudad pasamos a una región desconocida. Generalmente, cuando nos alejábamos de cada lugar, dejábamos tras de nosotros una enorme distancia. Aquel país era tan dilatado que en todas partes se abría ante nosotros un nuevo campo de acción.