El rabino Simón

l dejar atrás la feria continuamos nuestro viaje hacia las provincias sud-occidentales del imperio. Después de dos meses arribamos a otra ciudad. Aquí el padrino Pedro conoció a un banquero judío, el cual tomaba como prenda valiosos objetos y prestaba dinero con alto interés.

En poco tiempo el padrino Pedro logró granjearse la simpatía del judío y trabó con él una relación amistosa. No hay que olvidar que el padrino Pedro se hacía también el judío, pero no un judío común, sino un sabio rabino que conocía de memoria la Torá y el Talmud. Nadie podía dudar de ello, pues su fisonomía era bastante parecida al afligido semblante de los perseguidos hijos de Israel. Además, conocía no sólo el hebreo sino las costumbres y las lenguas de diversas razas asiáticas. El padrino Pedro se había presentado como pastor de los judíos de Ispahán y de Hamadán.

El banquero había llegado a esta ciudad completamente pobre. Lo único que había traído consigo era la incansable tenacidad y la inteligencia judías, que se manifiestan más fuertes cuanto mayores son las adversidades que hay que afrontar. Al principio fue relojero y grabador de sellos, pero al cabo de unos años se convirtió en banquero. Veneraba al dinero tanto como a Moisés. El culto al dinero y al Antiguo Testamento eran igualmente intensos en él. Era muy celoso de su religión ancestral. Ese fue el motivo por el cual recibió al padrino Pedro con sumo respeto, quien se presentó ante él como ministro y maestro de sus infortunados compatriotas, pobres y perseguidos en las lejanas regiones de Persia.

Los dolorosos relatos del rabino Simón -que así se hacía llamar el padrino Pedro- acerca de la situación de los judíos de Oriente, no sólo conmovieron al rico banquero, sino que también despertaron la compasión de otros judíos ricos de aquella ciudad. Por exhortación del banquero ellos colectaron una importante suma de dinero en ayuda de los hermanos de Ispahán y de Hamadán, en cuya representación el padrino Pedro habría acudido como delegado espiritual.

Fingirse representante de tal o cual orden religiosa o de tal o cual autoridad eclesiástica y recaudar las contribuciones del pueblo, es una de los principales oficios del hurtacruz. El hurtacruz explota con suma habilidad ese sentimiento sagrado. Es sabido que para ser representante de una comunidad religiosa o de una autoridad eclesiástica hay que poseer documentos o letras de las prelacías diocesanas. Los hurtacruces tienen esa clase de documentos y están hechos con tal maestría que es imposible dudar de su autenticidad o advertir que son falsos. Gente especializada de los hurtacruces ha hecho un oficio de la elaboración de falsas bulas y documentos, que venden a un alto precio a los interesados. El padrino Pedro tenía una bula escrita en hebreo sobre un pergamino, que llevaba el enorme sello del gran rabino de Bagdad. Este importante documento no lo había comprado, sino que lo cambió por otro que, supuestamente, recibió del jerife de la Meca y gracias al cual robó durante varios años a los mahometanos de la India.

Los hurtacruces poseen documentos que para algunos están viejos y en desuso, y por otros son considerados nuevos. Tales documentos los cambian o los venden entre ellos. De la misma manera que el pescador no echa su red en el mismo lugar del río en que estuvo pescando otro, el nuevo portador del documento no recorre los lugares que visitó el anterior poseedor ni actúa entre las gentes que él frecuentó.

Habían pasado dos semanas desde nuestra llegada a la mencionada ciudad. Yo no sabía qué pensaba el padrino Pedro ni en qué estaba ocupado, porque durante mucho tiempo se ausentaba de nuestra posada. Pero desde el primer día me recomendó que no saliera de ahí ni me diera a conocer como su amigo. Al comienzo no comprendía por qué me mantenía oculto. Pero un día me preguntó:

–¿Quieres tener mucho dinero, Murat?

–¿Por qué no?

–Entonces debes hacer lo que voy a decirte.

–Yo le obedecí siempre.

–Tienes que entrar en esa caja grande que traje hoy del bazar.

–¿Quiere que sea mi ataúd?

–Sí, algo parecido –contestó sonriendo, y continuó–. Escucha, voy a llevarte encerrado en esa caja al establecimiento de un banquero judío y la dejaré allí durante tres días. La noche del último día abrirás tu ataúd y resucitarás. El cajón está preparado de tal modo que por dentro se abre muy fácilmente. En el local encontrarás una enorme caja de hierro. Está llena de oro y de otros objetos valiosos. Tomarás una parte de ellos, desde luego la mayor parte, y entrarás de nuevo en tu ataúd.

–¿Por qué no tomar todo?

–Por una razón…

Aunque no me lo dijo, entendí que la moderación del padrino Pedro era para que la caja no se viera vacía y el robo no se conociera enseguida. Yo añadí:

–Y elegiré lo más valioso.

–Eso lo dejo a tu gusto, sólo que no debes tocar los billetes.

–Porque los billetes son de uso corriente y al día siguiente notarán que faltan.

–Eres un muchacho muy inteligente, cachorro –me dijo, palmeándome cariñosamente la espalda–. Aquí tienes dos llaves que abrirán muy fácilmente la caja de hierro.

–Si no abren tendré que recurrir a mi oficio de herrero…

–Abrirán, no hará falta tu oficio. Sólo debes cuidarte de no hacer ningún ruido al emplear las llaves.

–Comprendo. ¿Luego?

–Este trabajo debe efectuarse la noche del tercer día. A la mañana del cuarto día retiraré el cajón del local del judío.

–Pero dentro me moriré de hambre.

–En él encontrarás todo lo necesario.

En ese momento abrió el cajón y me mostró los preparativos de su interior.

–De día –dijo– debes permanecer en tu ataúd inmóvil y callado como un cadáver. Y de noche estarás libre, podrás salir y distraerte cuanto quieras. En la tienda no habrá nadie.

Al atardecer del mismo día una carreta transportó el misterioso cajón hasta el establecimiento del banquero. Desde su interior escuché la siguiente conversación:

–¿Qué es eso, rabino Simón? –preguntó el banquero.

El rabino Simón, es decir, el padrino Pedro, contestó:

–Mi alojamiento no es un lugar seguro, Abraham Isaich, casi todas las noches se cometen robos. He comprado algunas cosas para nuestra sinagoga de allá y hay otras cosas que donó la buena gente. Todo lo que he reunido lo puse en este cajón. Temo que suceda una desgracia y millares de pobres judíos se vean privados de la ayuda que ofrecieron nuestros hermanos de aquí, por eso pensé dejar el cajón con usted hasta mi partida.

–Ha pensado bien, rabino Simón –dijo el banquero y ordenó llevar el cajón a su local. Luego preguntó:

–¿Cuándo desea marcharse, rabino Simón?

–Si Dios quiere, dentro de tres o cuatro días. Me demoré mucho, Abraham Isaich. Allá no hay quien se ocupe de los trabajos, el pobre pueblo quedó desamparado. Debo apresurarme para hacerles llegar la ayuda.

–Ya que es así, tiene que darse prisa, rabino Simón.

El rabino Simón agradeció y se fue. Desde entonces visitaba todos los días el establecimiento del banquero y desde mi escondrijo escuchaba las conversaciones.

Segundo día.

–Rabino Simón –pregunta el banquero–, ¿todavía debemos esperar mucho la llegada del mesías?

–Está próximo el momento.

–¿Cuál será nuestra situación cuando aparezca?

–La ciudad santa, Jerusalén, volverá a erigirse de entre sus ruinas. Los hijos dispersos de Israel se reunirán. La Tierra Prometida florecerá de nuevo con sus viejas glorias. El mesías reinará en todo el universo. Y los reyes más poderosos de la Tierra besarán la falda del judío plebeyo y le rogarán piedad. Cuando llegue el mesías los paganos que ahora nos persiguen se convertirán judíos.

–¿Quiere que ya no habrá paganos, que no nos perseguirán más?

–Desde donde nace hasta donde se pone el sol, reinará la sagrada Ley de Moisés.

Tercer día.

–Rabino Simón, ¿Por qué cayó Jerusalén?

–Por los pecados de los hijos de Israel. Ellos quebrantaron la ley, en lugar de Jehová adoraron ídolos, se prostituyeron casándose con mujeres extranjeras, se olvidaron de proteger el sagrado templo y de respetar a los sacerdotes, fueron avaros en sus sacrificios y en sus ofrendas, arrebataron el pan de la viuda y despojaron de su herencia al pobre. Al ver todo eso Dios se enojó, destruyó la Ciudad Santa y abandonó en el cautiverio a Israel.

–Ahora también obramos así, arrebatamos el pan a los demás y dejamos hambrientos a sus hijos.

–Eso es perdonado cuando ocurre con los extranjeros, pero a un judío no le está permitido explotar a su hermano.

–¿Entonces se puede a los extranjeros?

–Se puede. ¿Acaso no recuerda aquella parte de la Torá, cuando Moisés pensó salvar de la esclavitud de los faraones a los hijos de Israel para conducirlos a la Tierra Prometida? Les aconsejó a las mujeres de Israel que pidieran prestado a sus vecinos egipcios adornos de plata y oro, pretextando que iban de peregrinación a un lugar cercano y que al regreso los devolverían. Las mujeres cumplieron la orden y, tomando las riquezas de los egipcios, cruzaron el mar Rojo.

–Recuerdo aquella parte de la Torá. ¿Pero eso no era un engaño?

–No, los egipcios explotaron a los israelitas y éstos les correspondieron robándoles. Ojo por ojo es la ley.

A la mañana del cuarto día, en la puerta del establecimiento se detuvo un pequeño carro.

–¿Qué es eso, rabino Simón? –preguntó el banquero.

–Me voy, Abraham Isaich, vine a llevarme el cajón y a expresarle mi gratitud.

–¿Por qué tan pronto?, lo lamento mucho, rabino Simón. Esperaba seguir escuchando sus buenas lecciones.

–Sí, me voy, Abraham Isaich, dejándole a usted las bendiciones de Moisés y Aharón.

–Que Jehová le dé un buen viaje –dijo el banquero, y ordenó colocar el cajón en el pequeño carro.

El rabino Simón bendijo una y otra vez a Abraham Isaich, se besaron, se desearon mutuamente largos y felices días, etcétera.

–Voy a dejarle un recuerdo, Abraham Isaich, usted tuvo muchas bondades conmigo –dijo el padrino Pedro, y le entregó algo.

Qué era, desde luego, no podía verlo desde el interior del cajón; sólo escuché que el padrino Pedro le dijo que esa caja de plata contenía una parte del Arca de la Alianza y que la caja debía permanecer así, intocable y sin abrir.

–Consérvelo con usted –le dijo– y en su hogar no faltará la bendición de Dios. Sus hijos crecerán, florecerán y su fortuna se multiplicará como las arenas del mar.

El banquero no sabía cómo expresar su agradecimiento, sobre todo cuando oyó que gracias a esa caja su fortuna iba a multiplicarse como las arenas del mar. No vi lo que él le dio al padrino Pedro, sólo oía las efusiones de sus abrazos, de sus besos y las expresiones de sus mutuas satisfacciones.

El carro arrancó. Entendí que se habían separado. El carro que llevaba las provisiones del padrino Pedro no era nuestro. Lo conducía el propio padrino Pedro. Se movía presurosamente y a todo correr, pero yo no podía ver hacia dónde se dirigía, porque aún estaba en mi ataúd. Después de unas horas me llegó la voz del padrino Pedro.

–Ya puedes salir.

El cajón estaba preparado como el de los prestidigitadores, se podía entrar y salir de él fácilmente, sin abrir con la llave y sin levantar la tapa. Cuando salí, miré a mi alrededor y ya había pasado el mediodía. Nos encontrábamos en un camino grande que en ese momento estaba desierto. El padrino Pedro me ordenó sentarme en su sitio y conducir los caballos. Le obedecí, diciendo:

–Si no como algo me moriré de hambre, anoche se agotó mi provisión.

–Avancemos un poco, en el camino hay un paradero en donde encontraremos algo de comer. Fustiga los caballos, van muy despacio.

Yo pregunté:

-¿Qué haremos si nos persiguen?

–No nos perseguirá nadie –contestó el padrino Pedro con calma–. Sé que el banquero hoy estará ocupado por un asunto judicial, no se quedará en el establecimiento y por lo tanto no abrirá su caja de hierro, no notará qué sucedió con su fortuna. Durante mi despedida lo habían llamado del juzgado.

El paradero no estaba tan cerca como dijo el padrino Pedro. Apenas pudimos llegar al anochecer. Detuvimos el carro en el camino, el padrino Pedro descendió y a mí me ordenó permanecer junto a los caballos. Entró en el mesón y luego de unos instantes volvió, trayendo una botella de arak, pan, queso y diez huevos. No había encontrado nada más. Al mismo tiempo, una sirvienta del lugar trajo cebada para los caballos.

–¿Quiere darle de comer aquí a los caballos? –preguntó.

–No, tenemos que continuar nuestro viaje –dijo el padrino Pedro.

Con esa provisión seguimos nuestra marcha. Apenas nos habíamos alejado tres verstas, cuando el padrino Pedro me ordenó que saliera del camino y desviara a la derecha.

–Ahora detente –dijo–. Aquí podrán descansar los caballos y también nosotros comeremos algo.

Pero a mí ya no me había quedado nada de comer, porque había dado cuenta de toda mi parte en el camino. El lugar en el que nos encontrábamos era un campo llano. Si bien no nos habíamos alejado mucho del camino grande, la oscuridad era tan densa que los transeúntes apenas podían distinguirnos. Una vez que los caballos comieron la cebada y descansaron un poco, el padrino Pedro mandó engancharlos. Mientras lo hacía, el padrino Pedro se cambiaba su ropa de rabino. Cuando estuvimos completamente listos, dijo:

–Siéntate y dirígete hacia ese lado.

–Por ese lado volveremos de nuevo a la ciudad –observé.

–Y eso es lo que quiero.

Haciendo un gran rodeo por caminos apartados, apenas pudimos llegar a la ciudad al amanecer. Nuestro carro se detuvo frente a una casa de los suburbios. Era una de esas viviendas sospechosas cuyas puertas permanecen siempre cerradas de día y en donde sólo de noche entra y sale la gente. El padrino Pedro había alquilado aquí un pequeño cuartucho, donde apenas pudimos acomodar nuestros bultos. Estábamos bastante cansados. Yo me acosté en el patio, sobre el carro, y el padrino Pedro durmió en el cuartucho. Alejarnos de una ciudad, simulando irnos y regresar de nuevo a la misma ciudad, era una de las tácticas del padrino Pedro para huir. En caso de que el banquero hubiera advertido el mismo día el robo cometido en su establecimiento, hasta que hiciera la denuncia a la policía y echaran gente tras de nosotros, habría pasado bastante tiempo. Y por más que nos rastrearan en el camino no nos encontrarían, porque ya habíamos regresado a la ciudad por otro camino.

Cuando me desperté ya había salido el sol y los pavos graznaban en el patio. Pero en esa vieja casa, enmohecida y sombría como un cementerio, todavía no se veía gente. Sólo vi al padrino Pedro que desde la puerta de su cuarto me llamaba con la mano.

–Enseguida nos darán el té –dijo–, bebe pronto porque tengo que enviarte a otro sitio.

Entré al cuarto y me senté sobre el mismo cajón que durante tres días enteros había sido mi ataúd. Luego de unos instantes, con la bandeja de té en la mano entró una mujer joven ricamente vestida. Su hermoso rostro de otrora estaba deformado por manchas rojas.

–¿Quién es este? –le dijo al padrino Pedro, mirándome con atención.

–Es mi hijo –contestó el padrino Pedro.

–¿Tenías un hijo tan lindo y me lo ocultabas? ¡Ah, viejo, viejo bribón! –exclamó, y acercándose se puso a acariciar mis cabellos.

–¡Liza, deja ya, no es momento de impudicias! –gritó el padrino Pedro.

Liza me dejó, pero para irritar aún más al padrino Pedro, me dijo:

–Ahora te traeré pan blanco y manteca. Creí que aquí sólo estaba el viejo, por eso no traje nada para desayunar.

Y salió deprisa. Las relaciones de Liza y el padrino Pedro me parecían bastante familiares. Era evidente que se conocían desde hacía tiempo. Pero para disipar esa sospecha el padrino Pedro me dijo que “su altillo está un poco vacío”, que era loca y que por ese motivo no sabía comportarse. Pero Liza no parecía loca como quería darme a entender el padrino Pedro. Se veía que era de esa clase de mujeres que, atormentadas por el mal vivir y la desesperanza, procuran adormecer las penas del corazón con los vapores del alcohol.

Cuando terminé mi desayuno el padrino Pedro dijo:

–Tú conoces el establecimiento del banquero, te pasearás por los alrededores y me traerás noticias.

Me fui dejando al padrino Pedro oculto, tal como antes él me mantuvo oculto a mí. Ni el banquero ni ninguna otra persona me conocían en esa ciudad. La suposición del padrino Pedro resultó correcta. El primer día el banquero no se enteró de lo ocurrido con su caja de caudales. Esta clase de banqueros que toman prendas en oro, plata y alhajas y dan dinero con interés, suelen tener litigios con los deudores y, en consecuencia, muchas veces están ocupados en los juzgados. El día en cuya noche se efectuó el robo, el banquero había sido citado al juzgado por la querella de una mujer. El judío había vendido el collar de ella a cinco mil rublos, a cambio de una deuda de mil quinientos. El juzgado sentenció a favor de la mujer.

Y cuando fui al siguiente día a buscar novedades para el padrino Pedro, el robo ya había sido descubierto. La policía hacía indagaciones y reunía informes. Las puertas, las cerraduras, las ventanas, todo estaba intacto.¿Y por dónde había entrado el ladrón? El propio judío reconoció que cuando los empleados llegaron a la mañana para abrir, encontraron su tesoro y las puertas del local cerradas con llave.

–Entonces habrán entrado los diablos en el local –se burlaban muchos–, porque solamente el diablo puede pasar por la puerta cerrada y a través de las paredes sin dejar rastros.

Con el gentío, también se habían reunido allí muchos de los prestatarios, quienes gritaban:

–¡Miente, el judío miente! Escondió nuestras prendas pretextando que le han robado. ¿Por dónde entró el ladrón? ¿Cómo salió? ¿Por qué no se llevó los billetes de la caja de caudales y sólo se llevó nuestros objetos?

La policía halló verosímil la sospecha y arrestó al judío.

Al parecer el banquero se había olvidado del cajón del rabino Simón, no podía imaginarse que el ministro que le obsequió una parte del Arca de la Alianza y le auguró el aumento de su fortuna como las arenas del mar, podía proceder tan indecentemente con su caja de caudales.

Nosotros estuvimos una semana con Liza. Todos los días yo le llevaba noticias al padrino Pedro, quien solamente de noche salía de su cuartucho. A dónde iba, no me decía nada. Día a día Liza se volvía más simpática. Esa desdichada mujer despertaba en mí sólo un sentimiento de compasión y no otro. Cuando me contaba sus sufrimientos y los dolorosos episodios que le sucedieron, me espantaba. Había sido amante de un sanguinario bandido de quien no podía separarse porque lo amaba intensamente, aunque no había día en el que no le pegara.

Así como entramos de noche en la casa de Liza, así también salimos. La pobre mujer me había preparado una abundante provisión para comer en el camino. Me llamaba Nikolai, porque me di a conocer con ese nombre.

–Nikolai, mi alma –dijo al despedirnos–, si alguna vez llegas a pasar de nuevo por esta ciudad, no te olvides de la pobre Liza.

–No me olvidaré –contesté, y nuestro carro partió.

El padrino Pedro se enojaba. Odiaba terriblemente que alguien hablara dulcemente con las hembras, como solía llamarlas.