En aquel tiempo aún regía la ley por la cual el condenado, antes de ser desterrado, tenía que sufrir el castigo corporal. ¡Es terrible el látigo del verdugo! Parece que las furias salieran del infierno para enseñarle a los hombres a torturar a sus semejantes. Cuartear, deformar, tullir y despojar de todo aliento el cuerpo de un infeliz: he ahí el objetivo del azote, para que los duros trabajos que le aguardan en las minas sean más tolerables. Y eso se hace para corregir a los delincuentes.
Pero los delincuentes no se corregían. Yo veía que cuanto más severos eran sus castigos, cuanto más cruelmente herían su amor propio, tanto más se obstinaban, tanto más porfiaban en sus aberraciones. Y era muy natural. El delincuente, bajo el vapulamiento, en vez de arrepentirse lanzaba denuestos soeces y maldiciones. En mi vida, por mis experiencias personales, llegué a la convicción de que hasta el más feroz delincuente se dignifica y se familiariza con una vida más pacífica cuando se lo ama, se lo acaricia, cuando no se lo hiere.
Finalmente llegó la horrible crisis.
La muchedumbre se dirigía en grupos hacia el tablado donde se iba a aplicar el castigo. Se daban prisa para ser espectadores del horrible acto. Es asombroso el interés que tiene la multitud; le causa igual placer la armonía de una dulce música y los gemidos del condenado cuando es azotado por el verdugo.
Estaba todo listo para el terrible espectáculo.
Mis compañeros sobrellevaron con bastante entereza su suplicio, parecía que eso era algo común para ellos. Yo aguanté hasta los cincuenta golpes sin abrir la boca, sin alterar siquiera mi rostro. Semejante actitud de mi parte hirió el amor propio de los verdugos, los exacerbó más y aplicaron sus golpes con mayor rigor, al tiempo que sus despiadadas caras parecían decirme: “te golpeamos para hacerte doler, y como no sientes dolor, provocas nuestra rabia”.
La multitud miraba con salvaje entusiasmo. De pronto su atención se volvió hacia otro lugar. De entre la multitud se oyó una dolorosa queja: “¿Qué hacen parados?, ¿acaso no tienen Dios…? ¡Lo están matando, sálvenlo, lo suplico, sálvenlo! ¡Murat querido..., ay, lo matan…! Él no es un bandido. Es un hombre bueno. Él me ama, él me salvó la vida… ¿Por qué no me escuchan? ¡Ay, Dios, no me escuchan, no me escuchan, todos se han vuelto sordos…!”. En ese terrible momento, cuando uno tras otro estallaban los latigazos, cuando las gotas de sangre saltaban de mi cuerpo desnudo, llegaba a mis oídos la voz de la desdichada muchacha. Esa voz lastimosa era tan consoladora que ya no sentía la intensidad de los golpes. Era feliz porque al menos había alguien en este mundo que amaba al condenado, que sabía que era inocente… Pero la multitud se burló de ella. De todos lados se oyó: “es la muchacha loca”.
De qué modo terminó mi azotamiento, en qué estado fui retirado del tablado, no lo recuerdo; sólo sé que cuando abrí los ojos me encontré en el hospital de la ciudad. Junto a mi cama se hallaba parado un joven de lentes, vestido pulcramente, cuyo inteligente rostro irradiaba bondad y nobleza. Con el reloj en la mano, me tomaba el pulso.
–Ahora hay esperanza, La crisis ha pasado… –dijo para sí con satisfacción.
El joven era médico. Le dio algunas instrucciones a su asistente y se marchó. Después de unas semanas me encontró más restablecido. Las heridas de mi cuerpo cuarteado por los latigazos habían mejorado tanto que podía darme vuelta sin sentir dolor. Pero la fiebre no había pasado aún. Yo estaba consciente, pero todavía me encontraba en estado de excitación.
Es agradable ese estado de la mente. Todas las buenas y las malas impresiones de la vida de pronto se reavivan, adquieren formas y aparecen las olvidadas imágenes de antaño. Y recapitulo todo mi pasado. Me veía en mi patria, cuando aún era un adolescente, un inocente y feliz adolescente. Me veía en el taller de mi maestro, donde el adolescente aprende a trabajar y mi madre y mis hermanas vivían del fruto de mi esfuerzo. De pronto el sol de la dicha comienza a oscurecer, el espíritu del mal con aspecto de hombre piadoso me pervierte, me extravía y me convierto en fugitivo. La pobreza me empuja lejos y lejos, hacia desconocidos países. El adolescente inocente y de buen corazón, merced a las amargas circunstancias, se convierte en un terrible criminal… En el profundo abismo de mi perdición aparece el ángel salvador, la inocente hija de una raza denigrada y perseguida. En la lobreguez de mi corazón fulgura el rayo ígneo del amor, y es como un fuego celestial que me purifica, que me limpia de mis bajas pasiones. Y volvía a amar de nuevo, a amar cuando en mis pies llevaba las pesadas cadenas del condenado, cuando me habían afrentado con el ignominioso sello del destierro.
Cercenado del mundo, fui arrojado en esa tumba como un cuerpo inútil. No sentía la calidez del sol, la vida exterior estaba cerrada para mí. Pero un ser me seguía como una sombra incorpórea… y en ese momento se hallaba ante mí con sus bellos y lacrimosos ojos. Ay, cuan consoladoras eran esas lágrimas derramadas por un infeliz a quien todos abominaban… “Nené, querida Nené, aléjate, no te acerques a mí. Mi aliento puede envenenarte, no te acerques, no puedo abrazarte, mis manos están ensangrentadas… Inocente criatura, ¿por qué quieres atarte a un desdichado que no merece tu amor y tus lágrimas?. Vete, aléjate, déjame, nuestros lazos se rompieron en el momento en que leyeron mi sentencia… Vete, tienes ante ti un mundo abierto; vete, vaga por el mundo, adivina la suerte de la gente, enséñales qué es el mal y qué es el bien, tal vez te den pan”.
Mientras me hallaba en estos desvaríos, una mano tocó mi frente. Abrí los ojos y vi junto a mi lecho al joven de lentes, al médico. Al parecer, hacía mucho que escuchaba mis exclamaciones.
–¿Qué fue de ella? –pregunté, sin recobrarme aún del todo de mi excitación.
–¿Quién? –pregunto sonriendo el joven.
–Ella..., aquella muchacha, Nené, que recién estaba aquí…
–Sí, entiendo –contestó con voz profunda–. Ella se fue, prometió que volverá pronto.
–Sí, volverá, ella no me dejará… –dije alegrándome.
El joven médico, que hasta entonces estaba de pie, se sentó junto a mi cama y me observaba compasivamente. Cuando notó que me tranquilicé un poco, preguntó:
–¿Quién es esa muchacha?
Le conté que era una gitana huérfana, le conté cómo había caído en poder de los malhechores que decidieron matarla, le conté cómo la encontré en el bosque, cómo le salvé la vida y que desde entonces se unió a mí. El joven médico escuchaba con interés. En su rostro advertí signos de conmiseración. Me consolé al ver que en el mundo había gente en la que aún no habían muerto los sentimientos nobles, que podía apiadarse de la desgracia.
El médico, ese confesor seglar, es la única persona que mira al condenado como a un hombre. Es el único con quien se puede hablar con sinceridad. Le conté el sueño que un instante atrás copiaba mi vida con sus luces y sus sombras. Le conté cómo, sin darme cuenta y desviándome poco a poco del camino recto, desde mi inocencia caí en la inmoralidad.
Me escuchaba con la cabeza gacha. Luego interrumpió mis palabras, diciendo:
–Todo eso lo sé…
–¿Cómo lo sabe?
–Fíjese, ¿no le es conocida mi cara?
–Me parece haberlo visto en algún lugar.
–Cerca del fiscal, cuando lo indagaban en el tribunal usted confesó todos sus delitos. Detalló la historia de su vida desde su niñez hasta el momento de ser detenido. Esa historia me interesó mucho porque en ella encontraba todas las causas que le obligan al hombre a delinquir a pesar de su voluntad.
El interés del médico no sólo me consolaba, sino que me movió a confiar en él, y pregunté:
–Dígame la verdad, doctor, ¿es cierto que ella prometió volver pronto?
–¿Quién? ¡Ah…!, usted se refiere a aquella muchacha –dijo, recordando la conversación acerca de Nené.
–Sí, a aquella muchacha.
–Usted la vio en sueños, ellas no estuvo aquí.
Entendí que me mi excitación me había engañado. Miré a mi alrededor y nuevamente aparecieron los tristes cuadros de mi vida penitenciaria y las sombrías cuadras del hospital carcelario me trajeron a la realidad.
–Entonces estoy completamente separado de ella, ¿ya no la veré más?
–No estará separado, confíe en volver a verla algún día –contestó enigmáticamente el joven. “Algún día…, ¿tardará mucho ese día?”, pensaba yo.
–Una vez le permitieron entrar en mi calabozo para verme –le dije.
–Lo sé, yo le pedí al director de la cárcel que la autorizara.
Nené me dijo que un joven de lentes había intercedido por ella y recibió la autorización para entrar en la cárcel. ¿Quién iba a pensar que sería ese bondadoso joven? Su buen corazón suscitó en mí tal simpatía que me animé a decirle:
–Yo sé, doctor, que estaré separado de ella para siempre, pero usted es tan bueno y noble que se apiadará de una muchacha huérfana y desamparada que no tiene en este mundo a nadie que la proteja. La persiguen de todos lados, todos la consideran loca y nadie se compadece de ella.
–Ella no está loca –intervino el médico.
–Se lo ruego, apiádese de ella, cuídela, es una muchacha muy buena.
–Haré eso sin que usted me lo ruegue –contestó el joven y se levantó.
Yo me disponía a tomarle la mano, a expresarle mi inmensa, mi infinita gratitud, pero no me dio tiempo y se marchó de prisa.