Un contrabando pequeño

l cuarto día de nuestro viaje arribamos a la ciudad de Tabriz y nos alojamos en el patio de la iglesia armenia.

–Ahora tenemos que pensar en el dinero –dijo el padrino Pedro, y el domingo a la mañana temprano nos dirigimos a la casa del vicario.

–¿Puedo hablar allí o debo simular que soy sordomudo y ocultar mi nacionalidad? –le pregunté.

–Puedes hablar, y debes mostrarte bien armenio.

Pero no fue necesario que yo hablara porque el padrino Pedro entró solo a ver al vicario, ordenándome que lo esperara afuera. No sé qué habló ni qué le dijo, sólo recuerdo que ese día el sacerdote nos “anunció” a la gente, diciendo que habíamos venido de Mush, que nuestras mujeres y nuestros niños habían caído prisioneros de los infieles y que solicitábamos dinero a los cristianos piadosos para pagar el rescate y liberar a los cautivos. “¡De nuevo en engaño!” pensé, profundamente indignado.

Aun cuando esas palabras eran mendaces, impresionaron profundamente a la gente. El sacerdote describió de un modo tan conmovedor el lamentable estado de nuestros “cautivos” que movió a la compasión a todos. Después de la exhortación, en la iglesia colectaron dinero para nosotros. Mientras, a ambos lados de la puerta el padrino Pedro y yo, con las cabezas gachas, recibíamos como mendigos el dinero abyecto que nos dejaban los fieles al salir. Esa era la primera vez que yo, a instancia del padrino Pedro, me vi obligado a tender la mano y pedir limosna. La vergüenza me quemaba. ¡Cuánta bajeza! ¡Mentir y mendigar…!

Aquel día estaba como enloquecido y lloraba constantemente. El padrino Pedro me consolaba diciendo: “la cara del expatriado es negra, pero su bolsa está llena”. Al día siguiente ya teníamos dinero. Lo primero que debíamos comprar para salir del país eran los pasaportes.

–¿Sabes, Murat? –me dijo el padrino Pedro–, para ambular en el extranjero es mejor entrar en la piel de otro.

Yo no entendí nada, y él explicó:

–Debes cambiarte el nombre, el apellido, el lugar de nacimiento. Debes cambiarlo todo. Desde ahora tu nombre no será Murat, te llamarás Ambrosio. Tu ocupación, tu oficio, no será el de herrero; a partir de hoy serás un funcionario de la iglesia, serás diácono. Tu lugar de nacimiento no será Salmasd, sino Jerusalen–. Más cosas me dijo: quién era, qué debía hacer en lo sucesivo... Yo no lo dejé terminar e interrumpí sus palabras, diciendo:

–Bien, ¿cómo puedo ser diácono si no sé leer en absoluto y nunca he cantado en la iglesia?

–Eso no importa –contestó con desdén–, tú sólo escucha lo que te dicen.

–¿Y cuál será su nombre y su ocupación?

–Yo me llamaré Ardonios, seré un monje griego y miembro de la congregación religiosa de Jerusalen.

–¿Yo también seré griego?

–Tú también.

¡Renegar de nuevo de la nacionalidad…!

No lo contradije. Y le creí cuando dijo que para rodar por el mundo eran indispensables todas esas condiciones. Aquel día recibimos del consulado turco los pasaportes con los nombres que habíamos adoptado. Pero lo asombroso era que el padrino Pedro ya tenía con anterioridad dos pasaportes con los mismos nombres, sólo que habían caducado. Los llevó al consulado y le dieron los nuevos.

Pero no se contentó con los pasaportes nuevos. Procuraba obtener varios más, con otros nombres y ocupaciones diversas. En Tabriz, en esa gran capital de Azerbaiján, todo eso era posible. Allí se encontraban los representantes de los estados europeos que podían proveernos pasaportes; había súbditos de varios países que podían obtener pasaportes a su nombre, venderlos a otros y seguir permaneciendo en Tabriz. Pero el padrino Pedro compró pasaportes persas en gran cantidad, que se vendían igual que los papeles sellados del gobierno. Bastaba enviar una lista con los nombres elegidos y el teskirach le extendía los documentos solicitados. Se llamaba teskirach al concesionario de los pasaportes.

Si bien unos días antes el padrino Pedro estuvo en la puerta de la iglesia armenia tendiendo la mano como un mendigo, era evidente que de antes poseía algún dinero. Con ese dinero adquirió pasaportes diversa clase, que yo no sabía para qué podían servirle. A nosotros nos bastaba con dos y ya los teníamos; ¿para quiénes eran, entonces, los demás? Cuando se lo pregunté no me contestó nada. En uno de ellos estaba escrito Hadji Abdul Hussein Ghuli efendí, oculista de Ispahán; en otro, Mashati Muhamet Ghuli aghá, joyero de Jorasán. Pero a mí no me interesaban mucho esos nombres, me llamó la atención otra cosa.

Un día, el padrino Pedro me llevó al bazar de Tabriz. Allí compró varias clases de baratijas: hilo, agujas, anillos ordinarios, multicolores abalorios de vidrio, juguetes para niños, afeites para las mujeres y otras cosas. Aparte de las provisiones, el padrino Pedro compró bastante almáciga en una bolsa. Con todo eso a cuestas llegué a nuestro albergue, que estaba en el patio de la iglesia. La noche del mismo día me dijo:

–Murat, todo el dinero que reunimos en la iglesia para salvar a nuestros cautivos es tuyo, te regalo mi parte. Con esa suma compré las mercancías que hoy trajiste del bazar. Esas mercancías son para que pruebes fortuna en el comercio.

Me asombró la generosidad del padrino Pedro.

–Yo no he comerciado nunca– le dije.

–Aprenderás– dijo, y me ordenó que trajera las albardas de nuestros burros.

Corrí al establo y las traje. Hasta el día de hoy no puedo contener la risa cuando recuerdo con qué astucia ese pequeño contrabando pasó por la aduana. Sacó la paja de la albarda de mi burro y con habilidad ocultó en ella las mercancías. Pero en la albarda de su burro ocultó otros efectos que no pude ver…

A la mañana siguiente dejamos Tabriz. Al cuarto día llegamos al río Yerasj, que separa el territorio persa de Rusia. Debíamos pasar por la guarnición de Chulea, que se encontraba en suelo ruso. Aquí estaba también la aduana. El padrino Pedro vio a varios armenios pérsicos muy pobres, quienes también querían cruzar la frontera, pero carecían de pasaportes.

–¿Adónde van? –les preguntó.

–A Najichevan, cerca de Ereván –contestaron.

–¿Para qué?

–A cultivar la tierra.

–¿Y por qué se detuvieron aquí?

–No tenemos dinero para los pasaportes.

El padrino Pedro les dijo que tenía algunos pasaportes y que se los facilitaría con la condición de que, después de cruzar la frontera, se los devolvieran.

–Lo único que queremos es cruzar la frontera –contestaron–, después no nos interesan los pasaportes.

El padrino Pedro le entregó un pasaporte a cada uno y cruzamos juntos el río Yerasj. En la aduana miraron, sellaron nuestros pasaportes y nada más. Ni siquiera revisaron las albardas de nuestros burros. Cruzamos el río Yerasj a la madrugada y al atardecer del mismo día llegamos a la ciudad de Najichevan. Los labriegos que vinieron con nosotros le devolvieron los pasaportes al padrino Pedro, agradeciéndole enormemente.

Pero a mí me asombraba una cosa: el padrino Pedro no era de los que hacen algo sin un propósito; ¿entonces con qué objeto les facilitó los pasaportes a los agricultores? Suponer que se había compadecido de ellos era imposible. Cuando le pregunté al respecto, me contestó:

–Necesitaba que esos pasaportes fueran sellados y firmados por la aduana.

–¿Por qué no los presentó usted mismo?

–Porque no podía, no se puede exhibir más de un pasaporte por persona.

–¿Son tan necesarios el sello y la firma de la aduana?

–Muy necesario, pues significa que el dueño del pasaporte, al cruzar la frontera, se presentó donde corresponde.

–Y usted se valió de los labriegos.

–Ellos se valieron de mí y yo de ellos.

Seguí sin entender el propósito de ese escamoteo. El padrino Pedro despejó mi curiosidad diciendo que después, cuando aprendiera otras cosas, entendería.

En Najichevan no permanecimos mucho tiempo. Nos habíamos alojado en un sucio caravasar. En la primera noche el padrino Pedro pidió que sacara de la albarda de mi burro la mercancía oculta. Luego me dijo con tono cariñoso:

–Todo eso te pertenece. Mañana temprano traeré un baratero y lo venderemos en el acto.

Nunca me alegré como aquella noche. Con impaciencia aguardaba que amaneciera para vender mi pequeño contrabando. Aquel día el sol salió para mí como el ángel mensajero de la buena nueva. El padrino Pedro había ido muy temprano por un comprador. Finalmente volvió con un baratero armenio. Hablaron, regatearon y luego acordaron. El baratero entregó el dinero y se fue con la mercancía. El padrino Pedro me dio el dinero, diciendo:

–La suerte te es propicia. Con cien hiciste doscientos.

Recibí el dinero con gran alegría y lo guardé en el bolso que me había dado como recuerdo Sara. Al darme ese dinero, el padrino Pedro actuó conmigo con la misma habilidad con que actúa el cazador astuto con el perro inexperto, ineducado aún para la caza. Cuando se comienza a adiestrar a un perro, se le deja que coma su primera presa para estimularlo, para darle mayor confianza. Pero la mercancía oculta en la albarda de su burro no la vi, ni sé dónde la llevó o qué hizo con ella…

El mismo día partimos de Najichevan y fuimos al pueblo de Tumpul. Najichevan se alza sobre una meseta y Tumpul se encuentra casi en su falda. Al entrar en este pueblo creí que me hallaba en el mío. No había ninguna diferencia. Las mismas casas, la misma lengua, los mismos rostros, alegres y despreocupados. Hasta la forma de vestir, todo era igual. El padrino Pedro me dijo que ellos eran nuestros comprovincianos, que al término de la guerra ruso–persa del 26 habían emigrado y fundaron ese pueblo.

Los tumpulianos no habían cambiado sus costumbres ni sus ocupaciones. Por esos lugares los llamaban también hurtacruces. El nuevo país no los corrigió, habían conservado todos los atributos que trajeron consigo de Persia. Hacía exactamente diez años que los tumpulianos habían emigrado de Persia. En tan breve tiempo habían convertido su pueblo en un paraíso. Todos conocían al padrino Pedro y a mí me reconocieron por el nombre de mi padre. Aquí tenía varios parientes, mi tía materna entre ellos. Mi madre me habló muchas veces acerca de su hermana, y siempre la recordaba con gran nostalgia. El padrino Pedro me llevó a su casa. Cuando mi tía salió a recibirnos, el padrino Pedro le dijo, señalándome:

–No te diré quién es, a ver si lo conoces.

Mi tía me miró y con profunda alegría me abrazó, exclamando:

–¡Cómo no voy a conocerlo, es mi Murat…! –y se quedó largamente en mi pecho, sin decir palabra.

Si no fuera por las mujeres, me atrevería a decir que los hurtacruces no tienen corazón. En ellas se conservaba la divina tradición, todo lo bello, lo bueno, lo virtuoso. Ellas sí tenían corazón.

Mi tía era muy parecida a mi madre, eran como un huevo partido en dos. La última vez que me vio yo tenía siete años y desde entonces habían pasado diez años enteros, pero en su alma quedó imborrable mi imagen. No puedo describir la conmovedora escena de ese momento y la admiración con que me recibió. Se quedaba horas mirándome, me abrazaba, me besaba y se alegraba.

–Mi hermana ya no es desdichada –decía–, ahora tiene un lindo muchacho como tú.

El padrino Pedro me dejó en casa de mi tía y se marchó diciendo que tenía que terminar ciertos asuntos.

Los tumpulianos eran famosos por su hospitalidad. Durante tres días nos albergaron, trasladándonos continuamente de una casa a la otra. En todos los lugares tendían la mesa cordial y lo pasábamos comiendo y bebiendo con alegría. Esos banquetes me recordaban los festines que se hacían en nuestro pueblo. Aquí también, cuando los comensales se achispaban, empezaban a contar con orgullo sus hazañas en los diversos países. Evocaban latitudes, ciudades y nombres de naciones que yo jamás había oído. Daba la impresión de que esos hombres habían recorrido el mundo de un extremo a otro. El padrino Pedro permanecía callado todo el tiempo. Oía el relato de sus aventuras con profunda indiferencia, como un gigante que oye el parloteo de los enanos y sólo sonríe.

Yo pasaba las noches en casa de mi tía. Sentada durante horas junto a mi lecho, no me dejaba dormir, hablaba, preguntaba sin cesar acerca de Savra. El amor a la patria aún permanecía inolvidable en su corazón. Aún recordaba los campos, las huertas, los jardines y hasta los árboles de nuestro pueblo. Preguntaba acerca de la peregrinación a la capilla de San Juan y contaba cuan multitudinarios eran en su tiempo los festejos. Hablaba sobre las costumbres de las señoras y las muchachas, sobre sus juegos, sobre las fiestas que organizaban cuando iban de peregrinación. Todas las imágenes queridas del terruño permanecían vivas en su memoria.

Mil veces preguntaba las mismas cosas acerca de nuestra familia, y no se cansaba: “¿se han encanecido los cabellos de tu madre?”, “¿tus hermanas crecieron mucho?”, “¿todavía tienen el gato blanco de Van?”, “¿dónde conservan las frutas desecadas?”, “¿cuántas vacas tienen, cuánta leche dan por día, quién las ordeña?”, “¿quién hace el pan?”, “¿vive el anciano Koguen?”, “¿qué color de velo usa tu madre, qué clase de vestidos llevan tus hermanas?”, etcétera. A sus preguntas yo daba respuestas satisfactorias, por supuesto; no decía que los ferrash habían vaciado nuestra casa, que no quedó vaca ni gato de Van…

Pero la noche en cuya madrugada yo debía partir, más que hacerme preguntas me daba consejos. “Ve, Murat –decía–, que la santa Madre de Dios te ampara. Recorre los países, haz dinero y enaltece el nombre de tu padre. Él murió ignorado, ahora quedaste tú como único sostén del hogar paterno. Todas las esperanzas de tu madre, de tus hermanas, de tus amigos están depositadas en ti. Tú debes alegrarlos, debes consolarlos a todos”. De saber con qué medios hacían dinero los hurtacruces, mi tía jamás me aconsejaría que recorriera el mundo con ellos. Pero ella no lo sabía. Y yo tampoco.

Al padrino Pedro lo veía muy poco. Estaba ocupado en ciertos preparativos. Tumpul era un famoso paradero para los hurtacruces de Persia; ahí se proveían de cuanto les hacía falta. Pero yo todavía no sabía cuáles eran las actividades del padrino Pedro. Una mañana vino con un turco y le vendió mi burro. Sentí mucho separarme de mi humilde y fiel compañero, que tanto había viajado conmigo y que había llevado mi carga a lo largo de los caminos. Pero el padrino Pedro me tranquilizó, diciendo:

–El dinero del burro, junto con el que ganaste con tus mercancías, se lo enviarás a tu madre. Tú sabes que ella vendió su única vaca para comprarte ese burro.

–Lo sé, ¿pero cómo podré seguir mi viaje?

–Irás en un magnífico carro.

Me asombré. Pero mi asombro no duró mucho. Al cabo de unos instantes, en la puerta de mi tía se detuvo un hermoso carro de viaje tirado por un par de fuertes caballos negros. Los tumpulianos tenían carros y buenos caballos que trajeron consigo de regreso a Rusia. Cuando no los necesitaban, los vendían. El padrino Pedro compró el carro y los caballos a un hurtacruz que había vuelto de su peregrinaje. En el carro habían varios baúles, grandes y pequeños. Qué había en ellos, lo ignoraba. El padrino Pedro me dio un buen conjunto de ropa, un par de zapatos de viaje y me ordenó cambiarme. Yo no estaba acostumbrado a esa clase de vestimenta moderna, y mi tía me ayudó a ponérmela. El padrino Pedro se había cambiado también los harapos con los que unos días antes se había parado como un mendigo en la puerta de la iglesia de Tabriz. Nuestra vestimenta ahora estaba acorde con el magnífico carro en el que íbamos a viajar.

Mi tía me dio una carta y me pidió que se la entregara a su marido, quien se encontraba en el extranjero. En el sobre solamente había puesto su nombre y apellido, sin lugar de destino. Los hurtacruces siempre escriben así a sus emigrantes, porque no saben dónde se encuentran ellos. El mensajero conserva la carta y si en algún lugar da con el errante, se la entrega. Pero muy raras veces las cartas llegan a destino, porque muere el mensajero o el destinatario ha desaparecido.

Entramos en Tumpul en burro y salimos en carro. ¿Qué milagro era ese? En la puerta de la iglesia aguardaban los conocidos del padrino Pedro para despedirnos. Mi tía, con sus hijos, nos acompañó hasta las afueras del pueblo. De todos lados llovían buenos augurios, todas las personas nos deseaban buen viaje y feliz retorno. Por último apareció el sacerdote, leyó un “Dios Todopoderoso, guiadlos por buen camino”, y nuestro carro se puso en marcha.