Fuga

s horrible atravesar centenares de millas con los pies engrillados. A medida que te alejas hacia el norte las poblaciones se ralean, comienzan la infinitud de los desiertos vacíos y cubiertos de nieve. Alguna que otra vez se dejan ver pequeñas ciudades que más se parecen a pueblos grandes. Sus habitantes están tan acostumbrados a ver grupos de desterrados, que en cuanto oyen los ruidos de las cadenas se vuelcan a las calles para mirarlos pasar con frialdad y se los muestran a sus criaturas. Algunos les dan un pedazo de pan a los infelices, o unas monedas.

El entorno es siempre triste y monótono. Todos los días se abren ante ti los mismos desiertos interminables, en todas partes se mezcla el mismo horizonte brumoso con las llanuras cubiertas por la blanca sábana, en los caminos te esperan los mismos paradores fríos, húmedos y sombríos y en muchas partes te encuentras con el trato grosero, impiadoso de los funcionarios. Caminas, caminas… pasan días, semanas, meses… y lentamente te quedas sin fuerzas. Desfalleces, te debilitas y no sabes cuándo llegarás a destino.


A veces te topas con caras humanas, heladas y rudas como el mismo tiempo. Completamente envueltos en pieles y pellizas, esos brutos apenas se distinguen de los osos, que muchas veces pasan perezosa y lentamente cerca de los condenados y, echándoles una mirada burlona, parecen decirles “somos más afortunados que ustedes”.

Hace frío. Aquí se hiela, se endurece todo. La región carece de luz y de calor. Es como si el sol también tuviera frío, como si también vistiera pieles. Su pálida faz no se diferencia mucho de las caras de los mismos brutos, de los mismos osos. Sus rayos se desvanecen en el frío.

La naturaleza adquiere otro aspecto cuando llegas a los bosques. Aquí hay vida, una mísera vida vegetal. En la estación del año en que los árboles de nuestro país están cargados de frutas aromáticas, cuando la uva de nuestras viñas alcanza el dulzor de la miel, aquí sopla el viento helado, las ramas de los árboles se bambolean espantadas y se inclinan hasta el suelo, las descoloridas hojas caen como susurrando: “mira, nosotras también estamos desterradas de este país”. Y en efecto, el rigor de la naturaleza ha sojuzgado hasta tal punto a esos pobres seres que no pueden crecer y desarrollarse libremente. Cuanto más avanzas baja la estatura de los árboles que, achicándose poco a poco, alcanzan el tamaño de las plantas rastreras.

Aquí todo está cercano a la tierra, todo se halla inclinado, vuelto hacia abajo. Las montañas y las colinas no se atreven a levantar sus cumbres, como si a ellas también las oprimiera algo. Y la dilatada extensión del territorio adquiere la forma de una llanura que semeja un desierto infinito.

A pesar de la inclemencia del tiempo, a pesar del suplicio de nuestro viaje, mis compañeros no habían perdido su humor. Como de costumbre hacían bromas, se reían y en los paradores hasta se embriagaban.

Por falta de luz y de calor en ese país el hombre siempre siente frío y frío. Tiene que calentar con algo el cuerpo helado, y el alcohol es el mejor remedio: aletarga el cerebro, enerva los sentidos y ya no sientes el rigor de la naturaleza. Esa es la causa por la que te encuentras con más tabernas que con cualquier otro lugar. Su número es mil veces mayor que el de las iglesias y las escuelas. En casi todas las paradas se puede dar con alcohol. Aún cuando a los condenados les estaba prohibido emborracharse, los guardias se mostraban complacientes y no les privaban de ese único consuelo, principalmente cuando también los invitaban a beber con ellos.

Pero ese solaz era solamente para los desterrados que tenían algún dinero. Y era evidente que mis compañeros hurtacruces no carecían de él, porque solían comprar pan blanco, tabaco, comestibles y alcohol. Y compartían esas ventajas con los condenados pobres, por cuyo motivo gozaban de un respeto único en el grupo. Pero a mí me disgustaba la despreocupación rayana en la insolencia de la que hacían gala. Me irritaba al ver que no consideraban el horror de su situación. Hombres que habían perdido patria y hogar, hombres en cuyos hogares tenían mujeres desdichadas o hijos desamparados que estaban desposeídos de aquello que siempre amaron… esos infelices tenían todavía ánimo para divertirse, todavía sus caras reían.

Por las noches teníamos más libertad para conversar entre nosotros, cuando nos tiraban como animales en una habitación y las puertas se cerraban. Pero hacía tiempo ya que mis compañeros hurtacruces se comportaban fríamente conmigo. Al parecer desconfiaban de mí y me ocultaban algún secreto. Esa frialdad comenzó entre nosotros desde el día en que uno de mis jóvenes compañeros me participó el plan del padrino Pedro y de los medios que había dispuesto para liberar en el camino a sus compañeros. En aquel momento yo había rechazado la propuesta del joven, contestándole de manera terminante que de ningún modo iba a participar de ese intento, y agregué que prefería consumirme en las minas y esperar el fin de mi destino antes que ser salvado por el padrino Pedro.

Habían pasado dos meses enteros desde aquel día. Una noche se acercó a mí el mismo joven.

–Murat –dijo–, ¿aún no cambiaste de idea?

–¿Acerca de qué? –pregunté.

–¿Recuerdas la conversación que tuvimos unos meses atrás?

–Recuerdo.

–Hoy mismo, al anochecer, se llevará a cabo la operación.

–Hagan lo que quieran. Yo no cambio de idea, no participaré en el intento.

El joven tomó mi diestra y me miró con rostro suplicante.

–Escucha, Murat, no son momentos propicios para la obstinación, tu terquedad te perderá. Piensa que aún eres joven, que delante de ti tienes un gran campo de acción para ser feliz. El padrino Pedro te ha querido como a un hijo, ahora también te ama. Él no te abandonará nunca, irá tras de ti dondequiera que te lleven y no descansará hasta liberarte. Si no me crees, te mostraré su carta.

Me entregó un pedazo de papel en el que sólo había unas líneas; la firma y el manuscrito pertenecían al padrino Pedro. He aquí su contenido: “Querido Murat, obedece todo lo que tus compañeros te digan. Se aproxima la hora de la libertad”. Cómo había llegado ese papel a manos de mi compañero, lo ignoro; pero lo devolví con desprecio, diciendo:

–Aunque escriba mil cartas como esta no cambiaré de idea. Hace tiempo que decidí no tener más relaciones con los hurtacruces. Yo voy a Siberia por la delación de ellos. Ahora no quiero ser liberado con su ayuda.

–Lo creo –contestó el joven– y en parte justifico tu disgusto. Pero nada te impide cortar tus relaciones con los hurtacruces después de liberarte de esta situación.

–El caso es que considero una afrenta liberarme por medio de los hurtacruces.

–Esas palabras son hirientes, Murat –dijo el joven con voz algo alterada–, pero las pasaré por alto y te recordaré algo que, por lo visto, has olvidado. ¿Te acuerdas de la pobre muchacha que te amaba y a la cual tú amabas? ¿Acaso no piensas volver junto a ella, encontrarla, alegrarla? ¿Sabes en qué estado la dejaste?

–Lo sé… pero ignoro si está viva o… -No pude pronunciar la última palabra, que como un cuchillo me despedazaba el corazón. El joven me tranquilizó diciendo:

–Está viva. Su herida no era mortal. Nosotros estamos bien informados al respecto.

El lector recordará que la mañana en que partí hacia el destierro, de pronto apareció Nené y, enardecida, le arrancó el fusil a uno de los soldados y disparó. Si bien no lastimó a nadie, su conducta fue tan grave que un soldado la hirió con la culata del fusil y ella cayó. Solamente su condición de loca y las pruebas de su alteración psíquica lograron salvarla de la severidad de la ley.

Al mencionar el nombre de Nené el joven tocó las fibras más sensibles de mi corazón, cedió mi renuencia, se deshizo de golpe mi obstinación y ya estaba presto a decir: “bien, estoy de acuerdo, iré con ustedes”; pero enseguida pude dominarme, como si hubiera recobrado la fuerza de mi voluntad, cuando recordé qué era un hurtacruz y qué significaba unirse a ellos.

–No –le contesté–, nunca, nunca tendré que ver algo con ustedes.

La situación del joven se tornó incómoda. Había hecho su última tentativa, procurando persuadirme con el recuerdo de Nené. Pero su intento resultó infructuoso. ¿Y ahora qué iba a hacer? Me había revelado un secreto creyendo que me convencería y que yo participaría en el plan. Yo me negué y el secreto quedó conmigo. ¿Podía estar seguro, ahora, de que no lo revelaría, obstaculizando así sus propósitos? Los hurtacruces son sumamente recelosos. Yo advertí eso y con absoluta sinceridad le dije.

–Ustedes hagan lo que quieran, yo no los estorbaré de ninguna manera, sólo quiero que me dejen tranquilo.

–¿Me das tu palabra de honor?

–Te doy mi palabra de honor.

Estrechó mi mano y se alejó.

Yo quedé solo, sentado en un rincón de nuestro encierro. “Estos hombres se escaparán –pensaba–, sus compañeros, que no fueron apresados, los ayudarán desde afuera y sin duda tendrán éxito en el intento, y yo me quedaré con mis cadenas. Y me llevarán allá donde los hombres son enterrados vivos en las minas y trabajan como topos en las tenebrosas cuevas”. A pesar de eso tenía mi corazón en paz, estaba convencido de que, algún día, también se abriría para mí la puerta de la libertad, pero por un camino más justo, legal. El delincuente que se arrepiente de sus delitos y se reintegra a la senda de la verdad tiene que ser perdonado, tiene que haber salvación para él. Y si los hombres no tienen la suficiente perspicacia como para examinar las honduras de los corazones y distinguir al delincuente contumaz del arrepentido, al inocente del culpable, Dios, para quien no existe ningún secreto, que lo sabe todo, todo lo que para el mortal es incomprensible y oscuro, ¿acaso el Dios misericordioso no me ayudará? Mi fe era ahora tan ferviente y mi esperanza tan firme, que creía en Su ayuda y esperaba.

La noche pasó sin alteración. Todo estaba tranquilo y en su estado habitual. A la mañana nos despertaron muy temprano. El día era bastante frío. Mis compañeros calentaron sus cuerpos con arak y no se olvidaron de convidar también a nuestros guardias. Nos pusimos en camino, cada uno con su carga a cuestas. Detrás de nosotros venía un pequeño carro tirado por un caballo, que traía nuestros bultos y los de los soldados. A veces dejaban que se sentaran en él los desterrados que se enfermaban o no podían continuar el viaje. Aquella mañana dos de mis compañeros, fingiéndose enfermos, iban acostados en la carreta. Los guardias solían desatender a los enfermos, dejando que la misma enfermedad los vigilara.

Cuando el sol se elevó bastante, el día comenzó a calentarse. El grupo de los desterrados avanzaba lenta y pesadamente. Los grilletes de sus pies rechinaban de modo inarmónico. Un viejo judío atraía la atención de los guardias y los desterrados, divirtiéndolos con diversos cuentos graciosos. Era un hombre pequeño a quien llamaban Yosef. Ese bufón con cara de gato y de ojos hundidos y astutos, era oriundo de Odesa. Al comienzo se dedicaba al contrabando y luego, al ingresar en la organización de los hurtacruces, cumplía la función de grabador en la falsificación de billetes. Era la misma persona que delató al grupo.

Yosef era la diversión de todos. Sus sátiras, sus chistes y su habla en tartajosa lengua hebrea, hacían caer de risa. Parecía que todo eso se hubiera convertido en él en una necesidad vital y por ese motivo el don del histrionismo se había desarrollado más. Observándolo, me explicaba algunos rasgos generales de su pueblo, los cuales derivaban de las diversas condiciones de vida. La bufonería nace de adulación, ambas cualidades de los pueblos perseguidos, oprimidos. Las adversidades de la historia le obligaron al judío a acudir a estos medios para sobrevivir. Acudiendo a ellos sorteó las acechanzas y pudo preservar su vida y sus tradiciones. Así era Yosef.

Comenzaba a anochecer. Todavía faltaban más de diez verstas hasta llegar al próximo parador. El camino se abría en medio del bosque, en donde las hojas espinosas se abrazaban tan densamente que rozaban las caras de los hombres, lastimándolas. Pero eso no impedía escuchar un interesante cuento de Yosef, que comenzó después del mediodía y aún no había concluido. El relato se volvía cada vez más jocoso y la atención de todos estaba puesta en el judío. Ello mitigaba también nuestro cansancio. El grupo avanzaba lentamente.

En un lugar el camino se estrechó; de un lado se alzaba una pequeña colina y del otro una pendiente descendía directamente al valle boscoso y se perdía entre los árboles. Oí una voz que era muy parecida al graznido de un cuervo. Aún cuando esa voz parecía natural, no pude dejar de reconocer en ella una de las habituales señales de los hurtacruces, que quería decir: “estén listos”. La voz se repitió y nadie le prestó atención; sólo mis compañeros se miraron de un modo cómplice. En ese momento el relato de Yosef se había vuelto más interesante. Tras avanzar un poco más, la voz se oyó por tercera vez. Entonces los hurtacruces de nuestro grupo salieron rápidamente del camino, entraron en el bosque y pronto se ocultaron detrás de las rocas. Algunos guardias trataron de perseguirlos, pero de atrás de las rocas y de entre los árboles silbaron las balas y derribaron a dos de ellos. Los otros regresaron para cuidar que los demás no escaparan.

Esto ocurrió en unos pocos segundos. Entre todos reinó el terror y la confusión. Los fusiles seguían disparando de ambos lados y las balas pasaban silbando entre los árboles. Luego enmudecieron y desde las entrañas del bosque se oyeron los golpes insistentes de los martillos. Al parecer estaban rompiendo las cadenas de los fugitivos.

Durante la balacera no se vio a ninguno de los rescatadores. Actuaron desde posiciones ocultas en el bosque. Entre el humo de la pólvora sólo distinguí una figura borrosa. A pesar de su transformación, no pude dejar de reconocer al padrino Pedro. Movió enigmáticamente su dedo hacia mí y volvió a desaparecer como un fantasma. Me pareció que quiso decirme: “Necio, ¿por qué no seguiste mis consejos?”.

Cuando se acalló y se calmó todo, advertimos que el pobre Yosef estaba entre los muertos. La bala que le dio en la cabeza no fue accidental, sino que estaba dirigida a él. Ese canalla había tenido la osadía de delatar a los hurtacruces, desbaratando toda una empresa con la que esperaban ganar millones. El hurtacruz no olvida la infidelidad de su compañero, y hasta la muerte procura vengarse de él. Y ahora Yosef había recibido su merecido.

Los aterrados y confundidos guardias pusieron en la carreta el cadáver de Yosef y el de sus dos compañeros y continuamos nuestro viaje. El parador siguiente estaba bastante lejos y llegamos cuando el sol se había puesto y la oscuridad era total.

Al día siguiente permanecimos en ese parador. Por temor a que sucediera lo mismo con los demás desterrados, los guardias postergaron nuestra partida hasta que informaran del hecho a las autoridades de la pequeña ciudad vecina y se tomaran medidas para capturar a los prófugos. Yo estaba contento por la interrupción del viaje porque podía descansar y recobrar un tanto mis fuerzas agotadas.