–Ven para que te abrace, hijo, permíteme que con la luz del sol me alegre contigo –dijo con dulzura paternal.
Yo me eché en sus brazos.
–¡Ay, cómo me engañaron! –volvió a repetir las palabras de anoche, suspirando.
–Estuviste intranquilo toda la noche, padre, casi no dormiste, repetiste muchas veces esas palabras. Cuéntame, ¿quién te engañó y por qué te engañaron?
–No me recuerdes el pasado, hijo –contestó con voz triste–, tú dime si vive tu madre.
–La dejé en casa completamente sana y me escribió varias veces; no hace mucho recibí una carta y está bien.
–¡Maldito seas...!, cómo me engañaste…

–¿Y tus hermanas? –preguntó.
–También están sanas, la mayor se casó, tiene dos hijos y mi hermana menor está comprometida.
En sus mortecinos ojos brilló el tenue fulgor de la alegría. Pero a mí me intrigaba el misterio que encerraban aquellas palabras; ¿a quién maldecía mi padre?, ¿quién lo había engañado? Después de largos ruegos, finalmente accedió a contármelo.
–Tal vez tu madre te haya dicho que tú no habías nacido aún cuando, forzado por la pobreza, abandoné el suelo patrio y emigré a probar fortuna en tierras extrañas. Sólo dejé deudas, nada para la subsistencia de mi familia. Tenía unos pequeños terrenos que fueron embargados por mis acreedores. Estuve errando unos años de un país a otro, pero no tuve suerte en ningún trabajo. Las informaciones recibidas de la patria eran siempre tristes y desalentadoras. Finalmente me llegó la noticia de la terrible peste en Persia. En esos momentos apareció un hurtacruz que recién había llegado de nuestro país, trayendo una carta a mi nombre. Me contó la terrible mortandad causada por la epidemia y de cómo fue evacuado el territorio. La carta contenía más detalles y había sido escrita por el sacerdote de nuestro pueblo. Comenzaba con palabras de consuelo, como suele escribirse a los desdichados que han perdido a sus seres queridos. En ella había una larga lista de los que murieron y de los que se salvaron en nuestro pueblo. Entre los muertos estaban los nombres de tu madre, de tus hermanas y el tuyo. Toda mi familia había sido víctima de la peste. Ese malvado también me contó por su boca cómo Dios había castigado a mi familia, añadiendo que todos los bienes que había dejado fueron confiscados en resarcimiento de mis deudas…
Con las últimas palabras la voz de mi padre, poco a poco, se fue debilitando y le era difícil continuar su relato. Nené le dio a beber un vaso de leche, se recobró un poco y prosiguió.
–Ya no me quedaba nada, había perdido todas las cosas que amaba, las que ataban mi corazón a mi patria. Esas noticias me causaron una impresión tan grave y atroz que estuve varios meses enfermo. El mensajero no se alejó de mi lecho de enfermo y me cuidó con toda solicitud. Cuando sané ya se había granjeado mi amistad y le estuve reconocido. Lo admití a mi lado y trabajábamos juntos como compañeros. Yo decidí no volver más a mi patria, en donde sólo me esperaban las tumbas de mi querida mujer, de mis queridos hijos y mi casa vacía. Eso iba a despertar en mí tristes recuerdos. La patria se había vuelto odiosa para mí…
Nuevamente su voz comenzó a temblar y lo ahogaron sentimientos pesarosos. Nené le dio un segundo vaso de leche, pero esta vez no lo aceptó y, luego de calmarse un poco, continuó:
–En aquel entonces yo era rico, tenía algunos miles de oros en la caja; y mi nuevo compañero había ganado hasta tal punto mi confianza que ponía todo en sus manos. Pasaron unos años y él seguía a mi lado. Día a día nuestro trabajo progresaba y cada vez apreciaba más a ese hombre. Pero cómo iba a saber yo que su amistad era falsa, era un engaño. Y una noche, cuando dormía me atacó y tras recibir varios golpes de cuchillo caí sin sentido y me desvanecí, mientras él, dándome por muerto, se apoderó de mi oro y huyó. Estas son las cicatrices que me dejó aquel malvado.
Mi padre mostró marcas de profundas heridas en su cuerpo y continuó:
–Yo le debo mi vida a la anciana que ves en esta cabaña. Era una desdichada viuda, me acogió a su lado, cuidó de mí y me curó.
Durante el relato de mi padre yo sentía horror por la magnitud de las desgracias que ocasiona la mentira, el engaño y la amistad pérfida. El engaño del que fue víctima mi padre originó el infortunio de toda mi familia.
–¿Cómo se llamaba ese malhechor? –le pregunté a mi padre cuando concluyó su relato.
–Ohan, creo que lo conoces.
–El hijo de Garabed, cómo no voy a conocerlo.
–El mismo.
Yo quedé helado. No pocas veces ese infame nos había hecho mal a mí, a mi madre y a nuestros amigos. Le conté a mi padre:
–Escucha, padre, cómo procedió con nosotros allá, en Persia, cuando volvió del extranjero. Trajo la noticia de que tú habías muerto y dijo que tenía cartas de varios hurtacruces que confirmaban tu muerte. Además, trajo tu anillo de oro, en el que estaba grabado tu nombre, y se lo entregó a mi madre. Ella reconoció ese anillo. Nuestras vecinas le aconsejaban que lo enterrara en nuestro cementerio y levantara un sepulcro con tu nombre. Pero ella no creía en las noticias que nos llegaban, pues conocía bien las falacias de los hurtacruces. Después, Ohan solía visitar a mi madre mostrándose como el mejor amigo de nuestra casa. Finalmente, le propuso a mi madre que se casara con él, pero mi madre lo rechazó.
–¡Bandido! –gritó mi padre, rechinando los dientes–, aquí me arrebató mis oros y allá trataba de quitarme a mi mujer…
Guardó silencio unos instantes y luego me dijo estas palabras:
–Así son los malhechores… Cuídate, hijo, mantente lejos de esa gente. Para ellos no existe nada sagrado en el mundo. Yo también en un tiempo pertenecí a esa comunidad corrupta e inmoral, yo también destruí hogares, causé la desgracia de muchas familias, mis manos también se mancharon con sangre inocente. Abandona esta cabaña, hijo, aléjate del padre malhechor porque lleva la maldición de Dios…
¡Pobre padre!, no sabía aún que el hijo había caído en la misma degradación. Luego me preguntó:
–Y a ti, hijo, ¿qué suerte te trajo a este lejano rincón del mundo?
Yo le conté brevemente el hecho sucedido en el taller de mi maestro, cómo mi madre me confió al padrino Pedro, mis andanzas en el extranjero y, finalmente, las circunstancias que nos llevaron hasta ese bosque y nuestra incorporación a la banda de falsificadores de dinero.
Mientras escuchaba, mi anciano padre se angustiaba más y más, hasta que cortó mi relato, exclamando:
–¡Desdichado hijo, tu también te has perdido! –y las lágrimas le caían a raudales.
Después de tranquilizarse un poco, prosiguió:
–Escucha, hijo, la fetidez de todo círculo corrupto no se siente cuando el hombre vive en él, porque su sensibilidad está habituada a ese medio. Pero cuando respira fuera de él el aire limpio, entonces sí, al acercarse nuevamente percibe la fetidez. Tú estás ahora en ese círculo impuro, en esa comunidad envilecida y no puedes percibir cómo tu persona día a día se contamina y se degrada. Es preciso que una mano te sustraiga de ese ambiente, y que ella sea la experimentada mano paterna. Te lo ruego, hijo, aléjate de esos malhechores ya que no estás completamente perdido…
Mi padre tenía mi mano entre sus trémulas palmas. Pronunció las últimas palabras con lágrimas y con honda compasión paterna. Yo le prometí cumplir su consejo, pero pensaba de qué modo debía separarme del padrino Pedro. Ese temible hombre me tenía aferrado a tal punto que no era fácil apartarme de él. Mi padre dijo:
–Conozco bien a ese malvado, para él no existe piedad ni conciencia. Conozco todas sus actividades, no hay en el mundo lugar en el que no haya estado, dejando tras él lágrimas y desgracias.
–Sin embargo conmigo siempre fue bueno, me quería como a un hijo.
–Lo creo. ¿Pero qué significan para el hurtacruz el amor, la amistad? Escucha, hijo, mis cabellos se han encanecido entre esos malhechores. Ellos no saben de la verdadera amistad. Sus vínculos amistosos son tan estrechos, sus relaciones son tan íntimas como terribles son sus deseos de venganza cuando dudan del compañero. Pero inevitablemente han de dudar, porque quien no tiene la conciencia limpia es siempre receloso.
Todo eso era cierto, yo lo sabía sin que me lo dijera mi padre. ¿Pero cómo alejarme del padrino Pedro sin despertar su sospecha? Esa era la pregunta principal. Y dije:
–¿Cómo voy a dejarle lo que gané durante años? Yo tengo una fortuna y todo está en poder de él.
Mi padre respondió con voz agitada:
–Deja ese dinero infecto, es más letal que el veneno. La fortuna del hurtacruz se parece a las hojas secas reunidas por el viento en un pozo: se dispersan tan pronto sopla el viento. El ladrón nunca se enriquece, hoy es rico y mañana pobre. Así son los hurtacruces. Muchas veces se hacen de grandes sumas y muchas veces no tienen una mísera moneda. Porque no sólo no están habituados al trabajo honrado, sino que no conocen la manera normal de ganar el dinero o de gastarlo moderadamente. Tanto lo primero como lo segundo en él se dan con demasía y en medio siempre queda la nada, es decir, la pobreza.
Yo no contesté nada y mi padre siguió:
–Escucha, hijo, el que en la vida contrae una enfermedad, luego de una larga convalecencia se convierte en el médico de su propia enfermedad. Yo experimenté eso en mi vida, en mi persona. Huye, aléjate de esa gente como de la peste, no hay otra manera de salvarte.
Le pregunté a mi padre por qué construyó su cabaña cerca ellos si los aborrecía tanto.
–Ellos han venido hace poco, no hace ocho meses que anidaron en esos bosques, y yo vivo en la costa de este mar desde hace más de seis años. Cuando ellos aparecieron yo me disponía a marcharme de aquí, pero me lo impidió mi enfermedad. Estaba postrado, estaba enfermo, no podía partir en esas condiciones.
–¿Pero por qué tuviste que aislarte en la costa de este mar?
–Tú ya escuchaste mi historia, cómo fui engañado, cómo fui traicionado y robado por mi íntimo amigo. Desde entonces odié al mundo, me alejé de la gente y decidí pasar mi triste vejez en esta cabaña perdida, cerca del mar.
Le prometí a mi padre separarme del padrino Pedro y dejarle la fortuna que había reunido con medios deshonestos, y le dije:
–Acepto tu consejo, ya no volveré con esa gente, me quedaré aquí. Pero tú también, padre, promete que volverás a la patria con el hijo descarriado, que aliviarás el corazón de a mi madre y alegrarás a tus hijas que quedaron desamparadas.
–Lo prometo –me contestó–. Hoy mismo me ocuparé de los preparativos para el viaje.
En ese momento se acercaron la anciana y Nené.
Mi padre le dijo a la anciana:
–Abraza a este joven, es mi hijo.
La anciana empezó a besarme con alegría. No menos contenta estaba Nené. Con infantil regocijo se paseaba en torno mío, se reía, hacía bromas con mi padre, lo felicitaba por haber tenido la suerte de encontrar a su hijo y le decía:
–¿Viste, babá?, si no fuera por mí, si Murat no me hubiera traído aquí, tal vez no lo encontrabas.