Joyas

l día siguiente de la partida del sacerdote, el padrino Pedro me llamó y dijo sonriendo:

–¿Sabes, Murat?, la venta ambulante ya no tiene más gusto, tenemos que ocuparnos de otra cosa.

Muy raras veces bromeaba conmigo. Le pregunté:

–¿Y qué haremos?

–Debemos divertirnos un poco, nos hemos cansado mucho.

–¿Cómo nos divertiremos?

–Tú sabes cantar bien y yo sé tocar el violín. Hoy vi a un mujik con un lindo oso; quiere venderlo, tengo que comprarlo sin falta.

Yo me reí.

–¿Para qué? –pregunté–. ¿No querrá bailotear?

–Algo parecido.

Pronunció tan seriamente las últimas palabras que era imposible tomarlas en broma.

–Bien, ¿y para qué nos servirá?

–Luego lo verás…

Era la primera vez que el padrino Pedro, por así decirlo, me tenía en cuenta y fui su confidente. Siempre me hablaba brevemente y, más que preguntar, ordenaba.

Dejamos la ciudad en la cual nos encontrábamos y nos trasladamos a un pueblo. El oso ya estaba preparado. Con los instrumentos musicales y las ropas que elegimos para nuestra nueva actividad, parecíamos auténticos gitanos. El padrino Pedro como yo lucíamos graciosos en esa transformación. El oso estaba adiestrado. Faltaba yo. Durante dos semanas el padrino Pedro me enseñó los secretos para hacer bailar al oso. También en este trabajo demostré mi aptitud. En veinte días estaba hasta tal punto preparado que podía salir a escena con total seguridad.

El padrino Pedro, ese notable malhechor, día a día se agigantaba ante mis ojos por la formidable estatura de sus embustes. Envuelto en su pelliza de adiestrador de osos, era tan grande como en el farachá del monje de Jerusalén. Su paciencia y su perspicacia no tenían límites. Me daba la impresión de que miraba aquel inmenso territorio como su campo de cultivo, como su hacienda. Parecía arrojar semillas para luego cosechar los frutos. Errando de provincia en provincia, de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, estudiaba el terreno, grababa en su memoria los lugares en los que, andando el tiempo, le aguardaría una provechosa siega.

Y efectivamente el adiestrador de osos, ese humilde juglar de pueblo se ve tan inocente, tan inofensivo que las puertas de todas las casas están abiertas para él. Es cierto que las señoras y los señores no reparan mayormente en él, pero es el amado de las criadas, de los sirvientes y de los niños de la casa. Se detiene durante horas en el patio y le hacen repetir diez veces el mismo juego, hasta que le dejan unas monedas. De ahí que puede entrar en todas las casas, examinar sus rincones y enterarse de los secretos. Y eso es suficiente para el hurtacruz.

Andábamos de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo haciendo bailar a nuestro oso. Teníamos una pobre carreta tirada por un solo caballo, y en ella íbamos el padrino Pedro, yo y el oso. La bestia se sentaba a mi lado y a veces, cuando yo quería dormitar un rato, le dejaba en sus manos las riendas del caballo. Finalmente llegamos a una ciudad en donde recién se había inaugurado la feria anual. Aquí, junto con las más variadas mercaderías, se podía dar con personas de distintas razas y variados ropajes. Había gente de todos los países, desde los lugares más recónditos de Asia central hasta Europa occidental. Por supuesto, nuestro oso no podía competir con los prestidigitadores, volatineros, músicos y otros artistas errantes, los cuales habían llegado de todos los países para exhibir sus habilidades. No obstante, aunque el gorrión es pequeño igualmente es un pájaro. El domador de osos también tenía su público.

La muchedumbre formaba un tremendo pandemónium. Todos se apresuraban con febril impaciencia para vender sus mercancías antes de que finalizara la feria. En todas partes había corridas, gritos y agitación. En ese lugar el perro no reconocía a su amo. Los robos eran frecuentes; todos los especialistas del país, duchos en el arte de introducir la mano en el bolsillo ajeno, estaban aquí. El padrino Pedro y yo completábamos lo que faltaba.

Al llegar a la feria el padrino Pedro se separó de mí. Se pintó con alheña la barba, los cabellos y los dedos; se puso una ropa espléndida, se cubrió la cabeza con un largo gorro de piel persa y, fingiéndose un joyero jorasaniano, alquiló una tienda muy cara en la calle principal. Sólo entonces entendí el secreto de aquel pasaporte que recibió unos años atrás en Tabriz, a nombre de Mushati Mohamed Ghuli aghá, joyero de Jorasán. Y yo y mi oso permanecimos en un lugar sucio y oscuro de la feria en donde trabajaban los toneleros, se estacionaban furgones y caravanas que llevaban mercaderías y paraban los gitanos, tártaros y otras gentes parecidas. A veces abandonaba con mi oso la barahúnda de ese campamento, paseábamos por la feria y juntábamos dinero.

Un día me detuve frente al local del padrino Pedro e hice bailar a mi oso. Èl me extendió la mano para darme una moneda. Cuando me acerqué para recibirla, con voz apenas audible me dijo: “ven a verme esta noche”. Nosotros teníamos varias clases de indumentos y nos vestíamos de acuerdo a las circunstancias. A la noche me cambié y fui a verlo.

–¿Donde tú estás, hay gente abandonada, desconocida y sin ocupación? -me preguntó.

–Las que quiera.

–¿Y cuyo físico sea igual al mío?

–Conozco un tártaro ladrón que, salvo la cabeza, todo su cuerpo se asemeja al suyo.

–Lo único que importa es el cuerpo. Mañana mismo, al anochecer, pasa cerca de mi tienda junto con el tártaro. Vete ahora.

Me alejé sin preguntarle el propósito de esa prevención. Sabía que el padrino Pedro no hacía nada sin un motivo. Al atardecer del día siguiente invité al tártaro a una hostería ordinaria, le hice comer bien y luego lo llevé a la feria con el pretexto de que iba a comprar unas cosas. Pasamos delante de la tienda del padrino Pedro, quien nos llamó:

–Yo soy adiestrador de osos –dije.

–¿Y ese señor?

–Yo vine aquí a buscar trabajo –dijo el tártaro.

–¿Y encontraste algo?

–No, hace tres días que vine.

–¿Tienes algún compañero?

–Sólo este señor –me señaló–, aquí no conozco a nadie.

–Yo lo conozco, aghá, es un buen hombre –dije–, si quiere darle trabajo puede confiar en él.

El tártaro no esperaba que yo diera semejante testimonio de él. Al aghá, es decir, al padrino Pedro, le bastaron mis palabras y prometió pagarle quince rublos al mes para que le preste servicios.

–Tu trabajo será muy liviano –le dijo–, tu ocupación principal será permanecer de noche en mi tienda lo más despierto posible, para vigilar la puerta. Con motivo de la feria aumentaron los ladrones.

La alegría del ingenuo mahometano era infinita. El aghá le regaló un rublo y le ordenó que fuera enseguida al lavabo, que se aseara, se cambiara de ropa y comenzara su trabajo el mismo día.

–No tengo otra ropa que ésta –dijo el tártaro señalando la que llevaba puesta.

–Yo te daré –contestó el padrino Pedro.

El tártaro se fue contento. Verdaderamente la tienda del padrino Pedro necesitaba una vigilancia especial. La fortuna que había en ella podía despertar el apetito de los ladrones y los bandidos. Todos lo conocían como un célebre joyero que poseía alhajas originales. ¿Pero de dónde eran esas alhajas?, ¿quién se las dio?, ¿por qué no me enteré de su existencia hasta entonces? Estas preguntas me intrigaban.

Después que el tártaro se fue al baño, el padrino Pedro cerró con llave la tienda y, entregándome el largo chibuquí, dijo: “sígueme”.

Hacía tiempo que el sol se había puesto y en las calles estaban encendidas las luces. El gentío había disminuido un poco. Aquella noche yo había cambiado mi pelliza de adiestrador de osos por unas prendas de sirviente persa. Con el largo chibuquí del padrino Pedro en mi mano, iba detrás de él cumpliendo la función de los sirvientes que en Oriente les preparan a sus señores el artificio para fumar y los siguen a todas partes.

El padrino Pedro entró en la tienda de un comerciante de Bukhara. Tras la bienvenida lo invitaron a tomar asiento en el lugar más distinguido de la sala. Yo preparé enseguida el chibuquí y, ofreciéndoselo a mi señor, me paré humildemente en un rincón de la habitación, cerca de la puerta, aguardando con mis manos sobre el pecho que él terminara de fumar.

El comerciante era un joven que había traído de Bukhara una gran cantidad de pieles valiosas, sedas y diversas mercaderías asiáticas. Después de venderlas y antes de regresar a su patria, pensaba comprar algunos artículos europeos y rusos, adecuados para su país.

–¿Las trajo? –preguntó el comerciante.

El padrino Pedro extrajo de su pecho un estuche de plata, diciendo:

–Juro por las cabezas de Omar y de Abubéker que ni el sultán de Estambul ni el shah de Persia poseen joyas tan bellas en sus tesoros.

Al oír los nombres de Omar y de Abubéker entendí que el padrino Pedro se había presentado como un mahometano de la secta shiita, a la cual también pertenecía el joven bukhariano.

–Le creo –contestó éste–. Son joyas buenas, es cierto, pero las ha valuado caro, muy caro.

–Lo bueno tiene buen precio. Pero que me presente ciego en el paraíso de Mahoma y me prive eternamente de ver el rostro luminoso del Profeta, si le miento. Estas preciosas joyas se las doy verdaderamente a mitad de precio.

Y comenzó a sacar del estuche, una a una, las brillantes joyas que, a la luz de la lámpara, fulgían como estrellas. Yo quedé deslumbrado. No menos se deslumbró el joven bukhariano, pero ocultando su admiración con astucia comercial, contestó:

–Usted quiere convencerme que me las da a mitad de precio, pero yo las encuentro demasiado caras. El precio que le propuse no es bajo. Sería mejor que lo acepte y terminemos el asunto ahora mismo.

–Es imperdonable oír eso de un comerciante experimentado como usted. ¿Es posible desestimar a tal punto mis alhajas? –dijo el padrino Pedro, y con disgusto se puso a colocar de nuevo las piedras preciosas en el estuche de plata.

Hay que decir que el joven bukhariano no tenía ninguna experiencia comercial, principalmente en el conocimiento y valuación de joyas. El padrino Pedro sólo quiso adularlo. Siendo hijo único de un rico comerciante, lo habían enviado por primera vez al extranjero en misión comercial para que se fogueara un poco. Y como consejero lo asistía el anciano ayo, que aquella noche se había ausentado. Pero la presencia de éste ya no era necesaria, porque las negociaciones por las joyas habían comenzado varios días antes. El anciano ayo las había hecho ver a varios joyeros especialistas, quienes las valuaron. La diferencia entre la exigencia del padrino Pedro y lo que ellos ofrecían era tan sólo de cinco mil rublos. El padrino Pedro volvió a rebajar dos mil y, señalando el último precio, dijo:

–Veinte mil rublos es la suma redonda, no le rebajo ni un kopek más.

El joven acordó y ordenó a su empleado que pagara ese precio en el acto. El padrino Pedro recibió el dinero y entregó las joyas, diciendo:

–Que yo sea uno de los malvados que rompieron el sagrado diente de Mahoma, si miento al decirle que en este negocio no sólo no tuve ganancia, sino que perdí bastante. Yo compré esas alhajas en la India a un rico rajá por veinticinco mil rublos. Y ahora sólo recibo veinte mil. Me perjudiqué, pero Dios quiera que usted gane en oro mil veces más.

–Así lo espero –dijo el joven con una sonrisa de satisfacción–. Es usted un buen musulmán, de usted cabe esperar decencia.

–Créame que es así, usted no se equivoca, estimado señor –contestó fervientemente el padrino Pedro–. Cuando regrese exitosamente a su país, enseguida notará la bendición de mi mano. Regálele alguna de estas joyas al emir de Bukhara y él le dará sin falta el cargo de gobernador de alguna provincia, y tal vez lo nombre visir. El bukhariano se echó a reír. Probablemente había comprando las alhajas con ese propósito.

El padrino Pedro, es decir, Mashati Mohamed Ghuli aghá, joyero de Jorasán, diciendo buenas noches, se marchó. Yo lo seguí con el chibuquí en la mano. Afuera el tiempo había cambiado. La lluvia caía torrencialmente y las calles estaban casi desiertas. La noche era sumamente cerrada.

El padrino Pedro me ordenó que lo siguiera de lejos. Encontró en la puerta de la tienda al tártaro recién empleado, ya de regreso del baño. El aghá lo hizo pasar dentro. Se encendieron las lámparas. En ese momento yo pasé por la puerta de la tienda; el sirviente me vio y me reconoció. Mi testimonio respecto a su fiabilidad, al parecer, lo había emocionado tanto que el pobre pensó agradecérmelo de algún modo. No quiso que me quedara bajo la lluvia y me invitó a pasar. Yo me negué, contestando que no podía hacerlo por temor a que no le agradara a su aghá. Me dijo que le pediría permiso. Por supuesto, le fue concedido.

La tienda tenía varias divisiones; nosotros nos encontrábamos en el cuarto del sirviente. Sólo en ese momento se me ocurrió preguntarle su nombre.

–Asguer, a sus pies –dijo.

Asguer se había aseado completamente en los baños, sólo necesitaba una buena ropa para adquirir la presencia de un buen sirviente. El aghá le regaló la vestimenta con la que aquella noche había ido a ver al joven bukhariano. Para un sirviente, recibir la ropa de su amo significa uno de los mayores obsequios. Asguer aceptó con infantil regocijo aquel valioso regalo. El pobre hombre no sabía cómo agradecer la bondad de su nuevo amo. El aghá le ordenó que se vistiera enseguida. Cuando estuvo completamente en disposición le dijo que fuese a la cocina a preparar café. Tras el alejamiento de Asguer, el padrino Pedro me llamó.

–Murat –me dijo–, ¿tienes algún arma contigo?

–Tengo el cuchillo grande.

–Es suficiente –me dijo presurosamente–. Yo me iré y tú le cortarás el cuello a ese necio; luego te llevas la cabeza, dejas el cuerpo aquí, rompes ese cofre y la cerradura de la tienda y dejas la puerta semiabierta. Yo me voy donde está tu oso, te espero allí…

Pronunció esas palabras con tal naturalidad, que no tuve tiempo para pedirle explicaciones. Estando seguro de que sus órdenes se cumplirían con exactitud, no aguardó la respuesta, se puso las ropas de Asguer y se marchó.

Al parecer, Asguer era bastante práctico en el servicio. Pasados unos minutos entró con los pocillos de café en la bandeja. Al notar la ausencia de su amo, preguntó:

–¿Adónde fue mi aghá?

–Lo llamaron de la tienda de al lado, regresará pronto –contesté.

El afecto de Asguer hacia mí era tan vivo que con singular reverencia me dio uno de los pocillos de café y me rogó que lo bebiera. Cuando terminé, enseguida me acordé de la espantosa orden del padrino Pedro. ¿Qué debía hacer? Estaba desconcertado. Un oscuro, un vago sentimiento me atormentaba. Tal vez fuera una pequeña chispa de conciencia que aún permanecía encendida en mi corazón. Jamás como en ese instante yo me había detenido ante el crimen. Quitarle la vida a un hombre inocente era una maldad espantosa. ¿Y por qué, qué había hecho? ¿Pero acaso el verdugo tiene derecho a juzgar, tiene derecho a sentir compasión? Yo era un verdugo, un instrumento ciego, inhumano. Ordenaban degollar y había que degollar.

Me levanté. Asguer, al ver que estábamos solos, no pudo reprimir más la gratitud de su corazón. Se acercó, me abrazó y, estrechándome contra su pecho, dijo:

–Ay, qué buen hombre eres, ¡muy bueno! Que Dios te bendiga. Si no me hubieras traído aquí, me habría muerto de hambre.

–Igualmente vas a morir –contesté, y mi cuchillo se hundió en su cuello…

El pobre tembló y rodó al suelo. Yo cumplí con toda precisión las órdenes de mi maestro y me alejé llevándome la cabeza del desdichado Asguer.

Cuando llegué donde el padrino Pedro, pregunté:

–¿Qué hay que hacer con esta cabeza?

–Destrózala y dásela de comer al oso.

También cumplí su última orden.

El padrino Pedro quemó las prendas de Asguer, con las que había salido de la tienda, y se puso de nuevo su pelliza de adiestrador de osos.

A la mañana siguiente me mandó a la calle para averiguar qué novedades había. Hacía poco que habían descubierto la cerradura rota de la tienda, el cadáver degollado y el cofre vacío. La policía rodeaba el local y no permitía acercarse a nadie.

–¿Qué sucedió? –preguntaba la gente.

–Anoche le cortaron la cabeza a un rico joyero de Jorasán y se llevaron todas las joyas –era la respuesta.

–¡Dios lo ha castigado! –se oyó decir a alguien entre el gentío–, anoche me vendió joyas falsas por veinte mil rublos…

La policía arrestó enseguida al que habló así. Era el joven bukhariano.

De regreso, en el camino me asaltaron diversos pensamientos. Comprendí con qué propósito se había pergeñado ese drama. Comprendí que al mandar a matar al pobre Asguer con las ropas del joyero, el padrino Pedro quiso borrar los rastros del verdadero joyero, es decir, los suyos. Pero no comprendía una cosa. Es cierto que el padrino Pedro, aprovechándose de la ingenuidad del joven bukhariano, le vendió joyas falsas por veinte mil rublos, pero yo no sabía que al principio le había mostrado joyas auténticas y que luego las cambió por las falsas, las artificiales. Ahora, la pregunta era: ¿de dónde había obtenido el padrino Pedro aquellas alhajas verdaderas, que también había vendido a muchos otros?

Y repentinamente vino a mi memoria un hecho olvidado hacía tiempo, y que fue el inicio de mi desgracia… Recordé aquella funesta llave que, cuando era aprendiz de herrero, había hecho para el padrino Pedro. Recordé que con esa llave se abrió la caja de hierro de un castillo, de donde fueron robadas gran cantidad de joyas y otros efectos valiosos. Recordé los tormentos padecidos por mi maestro, su taller confiscado por el gobierno. Sin duda las joyas del padrino Pedro eran las que se habían robado por aquel tiempo en Persia. Recordé también otra prueba que confirmaba mis sospechas. Cuando cruzamos el río Yerasj y pisamos por primera vez suelo ruso, el padrino Pedro, para impedir que fueran vistos por la aduana, escondió en la albarda de su burro diversos objetos que luego procuró ocultarme con sumo cuidado. ¿Acaso esos objetos eran las joyas actuales, robadas con la llave hecha por mí?

Cuando traté de inquirir al padrino Pedro a ese respecto, me miró severamente y se calló.

Nos quedamos en la feria unos días más, hicimos bailar a nuestro oso y luego nos marchamos.