Caí en la trampa

ecidí no volver nunca más junto al padrino Pedro. Hacía tres días que no salía de la cabaña de mi padre. Estaba condenado a la misma situación de Nené, no dejarme ver por los hurtacruces hasta marcharnos de allí.

Mi padre y yo estábamos todo el tiempo ocupados con los preparativos del viaje. Nené estaba muy contenta, continuamente nos daba prisa para que nos fuéramos cuanto antes. La anciana tampoco parecía triste. Cuando se enteró que en un lugar lejano mi padre tenía mujer e hijas, concilió enseguida con la idea de separarse. Mi padre le dejaba a la anciana su cabaña con todos sus enseres.


Estaba todo listo para el viaje, faltaba alquilar los mulos, trasladarnos hasta la ciudad próxima y de allí continuar con el coche de la posta. Al cuarto día, muy de mañana, me dirigí al pueblo cercano para alquilar los animales. Al salir de la cabaña de mi padre sentía dentro de mí una paz inexplicable, mi corazón estaba lleno de alegría y me consideraba afortunado y contento. Me sentía librado de las pesadas cadenas que permanentemente me oprimían, me atormentaban. Sí, yo estaba libre de las ataduras del padrino Pedro, libre del círculo inmoral. Como un hombre que acaba de recobrarse de una borrachera, yo memoraba mi espantoso pasado, veía el profundo abismo de inmoralidad en el que había caído ¿Quién me sacó de allí?: Nené y mi padre. Mi padre me enseñó a ser bueno, y Nené me enseñó a amar.

Yo veía la mano de la Providencia en esos hechos que me dieron la oportunidad de salvar la vida de Nené y de encontrar a mi padre. Tanto ella como él me trajeron al buen camino. Si no fuera por Nené no habría encontrado a mi padre y si no hubiera encontrado a mi padre tal vez me habría quedado para siempre en la banda de los hurtacruces.

Aún no había salido el sol y reinaba la lobreguez matinal. Durante el trayecto al pueblo cercano concebía hermosos proyectos para nuestro futuro. Imaginaba la patria amada, el regreso de mi padre y del mío, la alegría de mis hermanas y nuestra pacífica y tranquila vida en el hogar paterno. Pero algo me afligía: ¿qué debía hacer con Nené? Sabía que no se separaría de mí y sentía que no iba a poder dejarla. Este problema me preocupaba y era el motivo de mis constantes cavilaciones. En mi corazón dos seres competían entre sí: Nené y Sara. ¿A quién debía elegir?

El camino que conducía al pueblo pasaba cerca de la morada de los hurtacruces. Por ese motivo decidí atravesarlo allí antes del amanecer, durante el crepúsculo matutino, para que no me vieran. Era bastante oscuro cuando llegué al lugar. Pero llamaron mi atención los ruidos sordos de una cacería, parecían disparos de armas. Venían directamente del lado de la morada. Me detuve y la curiosidad me perdió. Subí a una colina y desde allí comencé a mirar. Ante mí se abrió un pequeño lago ígneo. Todo el valle ardía en el fuego. El incendio se había propagado desde la morada de los hurtacruces hasta el bosque, donde se quemaban los árboles resecos por el calor estival.

Las llamas venían de la guarida de los hurtacruces e irradiaban a su alrededor una impresionante luminosidad. Ardían los millones. En un lugar se veían atados de billetes semiquemados. El incendio devoraba el producto falso del trabajo falso. En medio de esos fulgores aparecían hombres armados que parecían investigar. Otros hombres estaban encadenados y algunos huían. Los prófugos eran perseguidos y buscados en el bosque. Había enfrentamientos y se oían disparos de armas de fuego.

¿Qué había sucedido? Sea lo que fuere, esa terrible escena no presagiaba nada bueno. Pensé alejarme. En ese momento la luz de las llamas se encendió más y parecía que todo el horizonte ardía. El resplandor llegaba hasta la colina en cuya cima me hallaba y mi figura se dibujó en lo alto como una estatua. De abajo se oyó una voz:

–Ese también es nuestro compañero…

Enseguida llegaron unos hombres armados y me apresaron. En el acato me percaté del hecho: yo había caído en la trampa. El hurtacruz que me delató era el que llamaban Oreja de Burro. Al huir lo prendieron en el camino y lo traían de vuelta. Este sujeto era conocido en todo el grupo por sus vilezas. Me volví a él, diciendo:

–¿No tienes vergüenza?

–Tú debes avergonzarte –contestó de manera insolente–, nos delataste y creías que ibas a salvarte.

–¿Que yo los delaté...?

–Sí, tú ¿quién si no? Nos engañaste, te alejaste de nosotros y te ocultaste en la cabaña del viejo pescador, donde también escondiste a la muchacha que te habían entregado para que la mataras.

–¿De dónde sabes eso?

–Estuve dos noches enteras observándolos por las ventanas de la cabaña del pescador. Y este incendio iba a producirse allí y los íbamos a quemar a todos ustedes; pero tú, miserable, fuiste más astuto que nosotros, nos delataste por una hembra.

No contesté nada; me era más duro soportar sus insultos y no poder castigarlo, que las ataduras que en ese momento me aprisionaban. Fuimos conducidos hacia el lugar de la morada de los hurtacruces. Por las palabras de Oreja de Burro supe que mi ausencia había despertado la sospecha de mis compañeros, quienes me encontraron en la cabaña del pescador. Al ver viva a Nené se desconcertaron más, principalmente el padrino Pedro, a quien le hice creer que la había matado.

A Oreja de Burro le habían encargado vigilar mis movimientos en secreto, reunir informaciones hasta que el grupo aclarara ese oscuro y complicado problema y decidieran sobre mí. Pero no pude entender qué los movió a pensar que yo los había delatado.

Los primeros rayos del sol se mezclaron con las llamas cuando nos aproximamos a la morada de los hurtacruces. Era evidente que éstos habían prendido fuego a la vivienda para hacer desaparecer las huellas de sus actividades. Al acercarme, vi algunos hurtacruces encadenados y vigilados por soldados. Todo el valle estaba rodeado por guardias. Sin embargo, aun cuando la policía los había sorprendido, algunos lograron escapar .

Entre los apresados también estaba el padrino Pedro; en medio de sus cadenas se mantenía imperturbable y arrogante como siempre. No era la primera vez que le sucedían tales cosas. Probablemente en su vida tuvo que vérselas más de cien veces con la policía. Cuando me vio, me miró de manera muy dura y no dijo nada, pero en esa mirada ponzoñosa leí: “tú también, Murat, me traicionaste”.

Las batidas en el bosque continuaron hasta el mediodía. Varios hurtacruces habían huido a través de pasajes secretos del subsuelo de la morada y desparecieron entre los árboles y los arbustos. No pudieron dar con ellos. El número de los apresados, excepto yo, era cuatro.

El fuego ya había devorado la morada que durante casi un año había sido el centro de los delitos. Cuando concluyó todo nos trasladaron a la ciudad cercana. El ser que traje a mi memoria en esa amarga crisis fue Nené. ¡Pobre muchacha!, volviste a quedar desamparada…

El temor y la desesperación que en tales hechos se apoderan del delincuente, no los experimenté en absoluto. Parecía estar convencido de que tenía que ser así, que el camino que había tomado debía llevarme hasta allí, que debía ser castigado y expiar con mis sufrimientos los delitos cometidos.

Después de tres días llegamos a la ciudad vecina y nos encerraron en el presidio. Era de noche. En un rincón de la cárcel, acostado sobre la paja y lejos de mis compañeros, me atormentaban tristes pensamientos. Apenas había nacido para mí un nuevo amanecer, apenas empezaba a liberarme de esa comunidad inmoral, apenas comenzaba para una vida honrada, y he aquí que la mala fortuna me arroja a una nueva desgracia. Cómo iba a terminar eso, no lo sabía, pero estaba convencido de que iba a estar separado por mucho tiempo de mis queridos padres, de mis queridas hermanas y que, probablemente, no vería nunca más a Nené.

Me hallaba sumido en estos pensamientos mientras mis compañeros, agrupados en otro lugar de la cárcel, jugaban sentados a las cartas, se reían y hacían bromas como si estuvieran en su casa. El padrino Pedro se hallaba con ellos, no jugaba pero miraba el juego. Se separó del grupo y vino hacia mí. Las fealdades de los hombres, tanto las morales como las físicas, no se notan cuando se lo mira con ojos de amigo; pero cuando se empieza a odiarlo, sólo entonces aparece con toda su deformidad. Así se presentó ante mí el padrino Pedro cuando se acercó con su habitual frialdad.

–¿Te sientes bien? –preguntó.

–No –respondí.

–¿Entonces por qué estás triste?

–La cárcel no es para estar alegre.

–Es cierto, pero entristecerse es también un signo de debilidad.

Se sentó a mi lado y empezó a darme varios consejos.

–No tengas miedo, Murat, estas cosas nos suceden muchas veces. Es muy probable que mañana nos interroguen, no debes revelar tu verdadero nombre, tu origen, tu nacionalidad ni la religión que profesas. Elige un nombre falso, simula pertenecer a otra nacionalidad y a otro país. Niega todas las acusaciones que se te hagan y no tardarás en estar libre.

Yo contesté con profunda aversión:

–Ya basta con lo que engañé, con lo que mentí. Desde ahora tengo que decir la verdad.
Me miró asombrado:

–¿Qué te ha pasado? ¿Te has vuelto loco o qué?

–Ahora estoy más cuerdo que nunca.

–¿Quieres perderte?

–Yo me perdí desde el día en que comencé a seguir sus consejos.

En su rostro aparecieron signos de enojo. Pero se le pasó pronto y habló con tono dolorido:

–Yo no creía, Murat, y tampoco creo ahora en las sospechas que tus compañeros tuvieron de ti, que te alejaste de ellos sin ningún motivo y que los delataste. Pero creo una cosa, que has perdido la cabeza y que advierto en ti signos de locura. Tú ya no eres el de antes.

–Es verdad, ya no soy el de antes, y eso demuestra que ahora estoy en mi juicio y que antes lo había perdido.

Se enojó de nuevo, diciendo:

–¡Infeliz!, ¿quién te metió en la cabeza esos desvaríos? ¿Crees que no sé que me engañaste por una muchacha vagabunda? Te trastornó su amor y decidiste separarte del amigo que te crió tantos años como a un hijo. Pero Dios te castigó por tu ingratitud y te trajo de nuevo hacia nosotros para que tú también participes de esta cárcel y de estas cadenas.

–Esta cárcel y estas cadenas son por mis viejas culpas –contesté–. Pero si en mi vida hice algo bueno, fue haberlo engañado y no cumplir su orden: quitarle la vida a una muchacha inocente.

–A quien amas.

–Sí.

–La cual nos delató a todos.

–Eso es mentira. Es una calumnia. Ella no los delató.

El padrino Pedro me contestó con un tono más reprensor:

–¿Por qué me engañas? Hace un instante me decías que ya no ibas a mentir. ¿Acaso ignoras que la muchacha amenazó con delatar a todo el grupo y que por ese motivo decidieron matarla? Por una causalidad le salvaste la vida y de esa manera le diste la de cumplir su amenaza.

–Es completamente equivocada su suposición. Si después de separarme de ustedes le encargaron a Oreja de Burro que espiara todos mis movimientos, estará bien enterado de que la muchacha no se alejó de la cabaña a ningún lado, entonces tampoco podía delatarlos.

–Oreja de Burro te encontró en la cabaña del pescador dos días después de tu ausencia. No pudo saber cómo la pasaron hasta aquel día tú y la muchacha.

Aun cuando nuestra discusión fue larga, no pude convencer al padrino Pedro de que Nené no era culpable de la delación. Las circunstancias se habían combinado de tal manera que las dudas caían injustamente sobre Nené. La desdichada muchacha había caído en las garras de los hurtacruces, la torturaron y ella amenazó con delatarlos si no la dejaban libre. El temor les dio motivo a los hurtacruces para decidir su muerte. Yo salvé su vida, unos días después se efectuó la delación y los hurtacruces fueron apresados. Por consiguiente ¿de quién podían sospechar si no de mí o de Nené? Aun cuando el padrino Pedro no creía que yo lo traicionara, sin embargo, tampoco me consideraba del todo inocente, arguyendo que si hubiera cumplido su orden y matado a Nené esa desgracia no habría ocurrido. Su tremenda rabia se debía a mi osadía de engañarlo. No obstante el enojo se atenuaba por mi enamoramiento, el cual, según él, me había llevado a la locura. Además, aparentemente ignoraba mi encuentro con mi padre; si se lo hubiera dicho tal vez se habría disipado completamente su sospecha y la de mis compañeros en cuanto a mi infidelidad. El padrino Pedro era indulgente cuando le presentaban pruebas justas. Pero a mí ya no me importaba justificarme ante él. Se alejó diciendo las siguientes palabras:

–Te será fácil librarte de la ley, pero no sé cómo te librarás de la venganza de tus compañeros…

Esas palabras eran terribles, y más terribles cuando eran dichas por un hurtacruz. Pero yo las oí con hondo desprecio y eso lo hirió más. Ese despiadado hombre aún me quería; aunque ocultaba su amor, aún pensaba en mí, se preocupaba por mí. Yo vi cuán afligido se alejó, se sentó en un oscuro rincón de la cárcel y, con la cabeza abatida, se quedó pensativo. ¿Acaso sentiría que yo era víctima de sus enseñanzas?

Jamás como aquella noche yo había hablado tan atrevidamente con el padrino Pedro. Pareciera que las cadenas le dan un carácter paradojal al delincuente. Entre las cadenas se igualan el superior y del inferior. Si bien nuestra discusión fue acalorada, empero transcurrió con tranquilidad, de manera tal que los compañeros que estaban entregados a los naipes no oyeron nada. Cuando terminaron de jugar se pusieron a bromear entre ellos. Ni siquiera reparaban en mí, que oía con profunda repulsión sus diversiones.

–Mañana empezará nuestro casamiento –decía uno, refiriéndose a la iniciación de la indagatoria.

–¡He, Haró!, ¿cuántas veces van con ésta que te ponen esos perifollos en los pies? –preguntaba un joven hurtacruz al compañero anciano, señalándole las cadenas.

–Ni el diablo lo sabe, perdí la cuenta –contestaba el viejo con una sonrisa de suficiencia.

–Pregúntale cuántas veces se escapó de la casa roja –intervino un hurtacruz pequeño (llamaban casa roja a Siberia).

–No es necesario preguntárselo –contestó el primero–; ¿no lo ves?, la cuenta la lleva escrita en la frente, dos estigmas significa dos veces.

–Esta vez me pondrán el tercero –repuso el viejo Haró con la misma sonrisa–. ¡Tres estigmas! No está mal, es un número enigmático.

En aquel tiempo aún regía la ley por la cual le aplicaban un estigma en la frente a los desterrados.

–¿Y tú cómo te fugaste de la prisión? –preguntó otro a su compañero, a quien llamaban Zakó.

–¿Qué pregunta es esa? –replicó Zakó–, muy fácilmente. Me pusieron en la prisión. Mi compañero, que era más culpable que yo, no fue apresado. Se cambió de ropa y de aspecto y, fingiéndose pariente mío, me venía a ver los días de visita. Siempre me traía pan blanco y otros alimentos. Finalmente llegó la fiesta de Pascua, que a los reclusos los colma de misericordia. La gente devota les envía manjares caseros. En esa fiesta tampoco se olvidaron de mí. Mi compañero me trajo un pan entero y pilav frío. Los panes de ese país, gracias a Dios, no son como nuestros delgados y transparentes lavash. Son tan enormes que en ellos se puede ocultar cualquier cosa. En el pan había una pequeña sierra y una larga cuerda de seda. La primera bastaba para cortar la reja, y la segunda para bajar de allí.

–¿Y los guardias no lo notaron?

–¿Acaso es posible encontrar un guardia que no esté ebrio en la fiesta de Pascua?


Esta clase de conversaciones continuaron hasta la medianoche. Yo no pude seguir escuchando. El cansancio y la angustia me habían debilitado tanto que caí abatido por el sueño.