El último encuentro

esde ese día había pasado un mes. Por el camino llano de la posta corría un coche. En él iban Nené y Murat. Ambos alegres, ambos felices. El cochero conducía los caballos silbando, él también parecía estar contento de llevar una pareja de recién casados.

Adelante, con gruesos zapatos, el báculo en la mano y un saco de viajero al hombro, marchaba lentamente un caminante. Cuando de lejos vio acercarse al coche, se detuvo. El coche alcanzó al caminante.

–Tengo una carta dirigida a usted, señor –dijo y extendió un sobre hacia el coche.
Murat miró la cara del extraño y se sobrecogió. Echó la mano a la pistola y, apuntando directamente al extraño visitante, dijo:

–Aléjese, si no quiere morir.

–Juro por todos los santos del cielo que no tengo ninguna mala intención –respondió con tono persuasivo–. Acepte esta carta.

–¿Acaso se puede creer en sus juramentos?

–Quiero demostrarle que no soy tan malo como usted cree.

Durante toda esta conversación Nené estuvo pegada al marido, y preguntaba sin cesar:


–¿Qué dice, qué quiere este hombre?

Murat ordenó detener el coche, extendió la mano y tomó el sobre. Abrió enseguida la carta, que comenzaba con estas palabras:

Murat, lea y después destruya esta carta. Logramos huir del presidio. Lo esperamos en la ciudad de O… Perdone al mensajero y olvide el pasado. A él le debemos nuestra libertad”.

Estaba firmada con los nombres de sus dos amigos: el Mudo y el Bandido. Murat leyó estas líneas varias veces. Una gran alegría y al mismo tiempo una duda se apoderaron de él. ¿No sería falso todo eso? Al parecer, el mensajero advirtió su recelo y con voz conmovida, dijo:

–Juro por la sal y el pan que compartimos durante más de diez años que en esa carta no hay nada falso.

Murat volvió a mirar con atención la carta. En uno de sus ángulos apenas se notaba un emblema formado por la primera y la última letra del alfabeto armenio, y en el medio de ambas un ancla sombreada por una mano negra. Era la contraseña convenida entre él y sus dos compañeros.

–Te creo –dijo Murat, y quemó la carta con un fósforo.

El mensajero habló:

–Yo tuve mano en tu caída, Murat, y me habría considerado dichoso si también hubiera tenido parte en tu liberación. Así tranquilizaba mi conciencia. Pero igualmente estoy contento de verte libre y feliz. Y el plan que había preparado para tu liberación, acerca del cual te informé varias veces, lo llevé a cabo para tus dos compañeros. Espero que eso sea suficiente para que me perdones y no recuerdes nuestro pasado.

Murat, dándole la mano, dijo:

–Gracias, olvidaré todo el pasado.

El parador no estaba muy lejos. Murat descendió del coche y echó a caminar con el mensajero. Nené se quedó en el coche, que marchaba lentamente.

Ese hombre era el padrino Pedro. Mientras llegaban a la posta le contó de qué manera logró que se fugaran el Mudo y el Bandido.

–¿Pero cómo pudiste relacionarte tan de cerca con los condenados? –preguntó Murat.

–Tú sabes que últimamente aumentó enormemente el número de enfermos de tifus, todos los días se morían varios. El único sacerdote local también se enfermó y no había quien hiciera los oficios y suministrara los sacramentos. Yo, accidentalmente como monje griego, ofrecí mis servicios. “A caballo regalado no se le miran los dientes”, y a mí tampoco me examinaron. Tenía libre acceso, tanto al presidio como al hospital. Eso era suficiente para alcanzar mi objetivo.

–¿Conocías de antes al Mudo y al Bandido?

–No. Sólo sabía que eran tus amigos. Además, esos hombres me agradaron mucho. No son hombres comunes.

El coche llegó al parador. Murat se acercó y ayudó a Nené a descender. Aquí debían comer algo y luego partir. Nené dijo que no tenía apetito, fue y se dejó caer sobre el diván y tras unos instantes se quedó dormida. Estaba muy cansada.

Murat y el padrino Pedro entraron en otra habitación y pidieron de comer. Sobre una mesa común de roble pusieron una botella de vino, queso, pan y una gallina entera hervida. Murat se sentó a la mesa con su antiguo maestro.

El padrino Pedro estaba triste, su afligido rostro evidenciaba un gran desasosiego interior. Murat miró con atención a ese hombre de hierro. Había cambiado bastante. La barba y los cabellos estaban completamente encanecidos. Antes había en su frente un sombrío estigma que le pusieron cuando lo desterraron por primera vez a Siberia. Luego, al fugarse, siempre ocultaba celosamente aquella infamante marca para no ser reconocido. Cuando se quitó la pesada gorra de cuero, Murat observó que las huellas del estigma estaban totalmente borradas y, en su lugar, sobre la amplia frente, se extendía una horrible cicatriz. Era evidente que habían quemado con un hierro candente toda la frente.

–Noto un cambio en tu frente –inquirió Murat.

–Lo hice por ti. Destruí las huellas de aquel negro sello para que no me reconocieran y pudiera acercarme al presidio, de donde quería liberarte.

Ese sacrificio era una prueba de la sinceridad de aquel viejo malhechor hacia su querido ahijado quien, sumamente conmovido, llenó la copa, se la tendió y dijo:

–Bebe y sacia tu hambre. Te pondré en mi coche y te llevaré a nuestra patria. Ya es suficiente lo que erraste de un mundo a otro. Deja que la vejez te obligue a pasar los últimos días de tu vida en el hogar, en el terruño.

El padrino Pedro bebió la copa y dijo:

–No, yo no me sentaré en ese coche, al lado de esa mujer a la que una vez te mandé matar, Murat. Tú tuviste más escrúpulo que yo y conservaste una vida inocente, y tu bondad fue recompensada. Ese encantador ángel aparentemente no me conoce, si me reconociera seguramente me repudiaría. No, yo no puedo profanar un matrimonio santo con mi presencia. Vayan con Dios y lleven con ustedes mi bendición, si es que Dios acepta la bendición de labios de un criminal. Y yo, igual que Caín, erraré de tierra en tierra hasta que el infierno se apiade de mí y me abra sus puertas…

Bajó la cabeza y los densos y blancos cabellos cayeron sobre su horrible frente y cubrieron las lágrimas que corrían profusamente de aquellos ojos que nunca antes había visto llorar.

–¿Tú crees que no hay salvación para ti?, ¿crees que no puedes descargar tu conciencia? –preguntó Murat con profunda pena– ¿Entonces para qué está la indulgencia cristiana que reconcilia al pecador con Dios?

–Lo intenté muchas veces pero no lo logré –contestó el padrino Pedro sin levantar la cabeza–. El pecado está adherido a mi alma, a mi corazón y a todo mi cuerpo. A cada instante me exige que lo alimente. No puedo dejar de hacerlo. Debo convivir con la maldad. ¿Acaso es posible arrancarle el veneno a la víbora y enseñarle al escorpión que no pique?

Levantó la cabeza y apartó los cabellos que caían en la frente. En sus terribles ojos ahora, en lugar de las lágrimas, se advertía el fuego de la ira.

–Sí, no puedo –repitió–. Igual que un espíritu maligno debo castigar las injusticias de los hombres sólo con injusticias. Los mismos hombres se han creado un castigo, que soy yo… Yo soy el monstruoso engendro de sus pecados. Con sus malos ejemplos yo también me pervertí.

–Esa misma conciencia basta para enmendarte y salvarte –le interrumpió Murat–. Yo también llegué a ese entendimiento y me salvé.

–Entiendo… Pero en esa salvación está también mi muerte y yo no quiero morir todavía… El demonio no tiene que morir…

El padrino Pedro sólo bebía, no comía nada. Murat pidió otra botella de vino.

–A veces obro bien –continuó–, como los haces de luz que hienden el cielo nuboso y brillan fugazmente. Pero eso no dura mucho, las negras nubes se espesan y todo vuelve a ser tenebroso, a oscurecer. Yo hubiera querido ser un malhechor cabal y que nunca hubiera en mí semillas de bondad. Entonces tendría la conciencia tranquila. Entonces no sentiría que soy malo. Porque sólo la bondad nos hace sentir nuestra maldad, así como se nota más claramente el blanco sobre el negro. Querría que todo fuese monocolor en mi corazón, negro o blanco, bueno o malo. Los diablos son dichosos por eso, porque son muy malos, y los ángeles son dichosos porque son pura bondad. ¿Y qué soy yo? Una mezcla monstruosa. ¿Cómo podré ser feliz cuando en mi corazón siempre hay una lucha interior y, sobre todo, el malo es más fuerte que el bueno?

Se levantó diciendo:

–Ay, por qué hablaré tanto. Tú debes viajar y yo te demoro.

Se acercó a su saco de viaje y extrayendo un pesado bolso se lo alargó a Murat, diciendo:

–Te rogaría que aliviaras mi carga y aceptaras esto, tal vez lo necesites.

–Gracias –dijo Murat, rechazándolo–. El doctor ha costeado el gasto de nuestro viaje.

–Entiendo…, rehuyes estos oros porque están manchados con sangre. ¿Tú conoces la vieja parábola? En las treinta monedas de plata de Judas también había sangre. Con esas monedas de plata fue comprada una finca a la denominaron “Akeghdamá”, que significa finca de la sangre. Cuenta la tradición que en esa finca se cultivaban los olivos más ubérrimos de Jerusalén. Cuando llegues a tu patria te espera mucho trabajo. Con estos oros comprarás una finca y te pondrás a cultivarla. Que también esa finca se denomine “finca de la sangre” no tiene importancia, porque con tu esfuerzo germinarán en ella las plantas más fructíferas de la patria. Yo le regalé todos mis billetes al Mudo y al Bandido. Esta es tu parte, que guardé para ti. Aquellos billetes tampoco eran limpios. Pero ellos los aceptaron, diciendo: “que el pan sea sabroso, qué importa quién lo amasó”.

Murat aceptó los oros. El padrino Pedro siguió:

–Te encontrarás con el Mudo y el Bandido en la ciudad de O… Allí te estarán esperando. Después irán juntos a nuestra patria. Ambos son buenos muchachos. Te aconsejo que no te separes de ellos; comiencen a actuar y a trabajar juntos. Es dulce el trabajo en el suelo patrio.

Durante la conversación Murat advertía un cambio en el carácter, en los discernimientos y en las cualidades morales del padrino Pedro. Parecía inclinarse hacia el arrepentimiento, la rehabilitación, pero lo irritaba la idea de que tenía que ceder ante la maldad de otros, de que se colocaba en la situación de víctima. Si la gente engañaba, él también debía engañar; si la gente abusaba, él también debía abusar.

Ya habían cambiado los caballos del coche, engrasado los ejes y todo estaba pronto en el patio del parador. Nené se había despertado, repuesta de la fatiga del viaje. Corrió hacia el coche y sin la ayuda de Murat saltó y se sentó en él.

–Nené, estrecha la mano de este forastero, es un viejo amigo mío –dijo Murat.

Nené tendió la mano. El padrino Pedro, estrechándola, dijo:

–Ustedes dos son dignos el uno del otro. La providencia, después de hacerlos pasar por muchas adversidades, los volvió a reunir. Bendigo vuestro matrimonio y les deseo felicidad.

Murat se echó en sus brazos y con lágrimas en los ojos le pidió, le rogó largamente que se sentara con ellos en el coche y regresaran juntos a su patria, Persia. Pero el padrino Pedro se negó de nuevo, diciendo:

–Vayan ustedes, que Dios los acompañe, yo aún no terminé mi trabajo, tal vez de lejos les sea más útil…

Murat se sentó. El coche arrancó. El padrino Pedro los acompañó un largo trecho caminando. Luego, estrechando de nuevo la mano de Nené y besándose de nuevo con Murat, se despidió. Estuvo largo tiempo mirando tras ellos, hasta que el coche desapareció de su vista. Sólo en ese momento el desdichado errante se dio vuelta y comenzó a marchar hacia el otro lado.

Habían pasado tres meses desde aquel día.

En la provincia persa de Salmasd, no muy lejos del pueblo de Savra (el terruño de Murat) se extendían viejas ruinas. Sólo había quedado en pie un magnífico minarete, construido al estilo árabe. Bajo sus altas bóvedas reinaban una perpetua soledad y lobreguez. Únicamente los murciélagos y las palomas salvajes perturbaban a veces el silencio sepulcral de ese deshabitado minarete. Pero una noche allí se vio luz. En el piso ardía una hoguera y su luz proyectaba sombras difusas. Si nuestro lector se decidiera a acercarse ocultamente al minarete y mirara dentro por su puerta semiderruida, vería los rostros que le son familiares, a los que conoce desde su niñez. Allí estaban Murat y Challat (el Bandido), ambos transformados con sus vestimentas de zeituntsí
[i]. Allí se encontraban los tres compañeros de infancia de Murat: Garó, Aslán y Sakó, disfrazados con atuendos de mushetsí[ii]. Allí estaba también el adolescente Farhad, que recién había ingresado en ese círculo. Allí sólo faltaba estaba el Mudo.

El minarete no se encontraba muy lejos de los parajes, de las huertas y de los bosques en los que Murat, en su infancia, halló refugio como prófugo. Según lo hemos visto al comienzo de las “Memorias”, en aquel tiempo llevaba una vida bastante dudosa con sus tres compañeros: Garó, Aslán y Sakó. Desde entonces, desgraciadas circunstancias separaron a esos pequeños bribones y los abandonaron en distintos caminos de la vida. Tras errar de tierra en tierra, de país en país y pasar por diversas experiencias amargas, después de doce años de separación, los viejos compañeros volvían a encontrarse en el mismo minarete que en su infancia fue su escondite, su querida guarida. Permanecieron allí dos días, y al tercero el minarete volvió a quedar desierto. ¿Qué fue de ellos? ¿Adónde se marcharon? Eso lo verá el lector en otro trabajo nuestro, en Gaidzer (Chispas).

[i] Gentilicio de Zeitún, antigua provincia armenia usurpada por Turquía. (N. del T.)
[ii] Gentilicio de Mush, antigua provincia armenia usurpada por Turquía. (N. del T.)