Un nuevo período

l cabo de unos instantes la carreta estaba lista. El padrino Pedro ordenó enderezar hacia la morada de los hurtacruces. Estaba callado, como quien se dispone a iniciar una nueva empresa. Yo también estaba callado, pero no pensaba en ninguna empresa; la bella Nené se había adueñado de mis pensamientos.

La morada de los hurtacruces tenía de día un aspecto completamente distinto. Oculta entre las plantas de bejuco y protegida por árboles centenarios, se parecía más a la guarida de las fieras. A su alrededor habían caído enormes bloques de piedra de la montaña cercana, dejando parcialmente desnudas las raíces de los árboles. Nadie podía adivinar que esa guarida subterránea estuviera habitada por gente. Pero el humo, esa señal reveladora de la morada humana, solamente el humo que exhalaba de entre los sordos arbustos ponía de manifiesto que aun en el silencio secular de esos bosques imperaba el aliento del hombre.

¿Pero qué humo era ese que se elevaba desde distintos puntos? En varios lugares del valle ardía algo. Y la humareda ascendente, mezclándose, formaba una espesa y negruzca neblina sobre todo el valle. Aquí se producía carbón.

A la noche yo había visto un número mayor de hurtacruces y ahora sólo encontramos tres almas en la morada. Uno de ellos, sentado, remendaba las albardas de los mulos y los aparejos gastados de los caballos; otro limpiaba con arenilla un fusil oxidado y el tercero aún dormía. El interior de la cabaña era como la casucha de los carboneros que suele haber en las montañas. Aquí y allí habían puesto bolsas sucias, hechas para cortar leña, hurgones, palas para cavar la tierra. El polvo del carbón se había depositado tanto sobre los moradores como sobre la morada. Todo, todo se correspondía con el negro oficio, con la negra actividad. Y efectivamente, esos hombres eran carboneros, habían arrendado una parte del bosque y producían carbón. Cerca de la costa del mar tenían algunas barcas que transportaban el producto a las ciudades próximas para ser vendido. Varios grupos de mulos llevaban la carga por vía terrestre a los pueblos cercanos y a las pequeñas ciudades o la trasladaban hasta la costa para depositarla en las barcas.

Al principio nuestra inesperada presencia los sobresaltó, pero cuando nos reconocieron su alegría fue inmensa. Algunas palabras cautivadoras del padrino Pedro bastaron para ganarnos su confianza. De pronto uno de ellos emitió una voz y en un rincón de la cabaña se movieron las hojas secas tendidas en el piso desnudo: en el entablado se abrió una portezuela y del foso asomó una cabeza. Lanzando una mirada escrutadora sobre nosotros, salió del sótano. Después apareció un segundo hombre y un tercero. Tanto por las manchas de color en las ropas como por las tintas de sus manos, se echaba de ver que en ese subsuelo trabajaban con pigmentos, que en verdad no eran carboneros.

Recibieron con alegría al padrino Pedro, se besaron con él y lo invitaron a sentarse. El padrino Pedro me presentó, añadiendo algunas palabras laudatorias acerca de mis aptitudes. Me reconocieron por el nombre de mi padre y dijeron que me habían visto de muy pequeño. Todos eran paisanos míos. El cabecilla, a quien llamaban Nazar, le preguntó al padrino Pedro:

–Hace tiempo que lo estábamos esperando, hermano Pedro, ¿por qué tardó tanto?

–Es una historia larga –contestó el padrino Pedro–, luego hablaremos sobre eso. Ustedes díganme cómo están los muchachos, si están bien, si están sanos.

–Están bien, pero…

–¿Qué sucedió?

Nazar contó que un compañero de ellos había sido enviado a un lugar con un cometido, que desapareció y ahora estaban muy preocupados por su suerte. Durante este relato el padrino Pedro me miró para ver la expresión de mi rostro. No advirtió en mí ninguna turbación. La historia se refería al malhechor que había sido encargado para matar a Nené y que entregó el alma a mi cuchillo. Pero yo había soterrado su cuerpo en un lugar que ni el mismo diablo podía encontrar. El padrino Pedro simuló estar muy interesado. La desaparición del compañero de un hurtacruz, en verdad, causa enorme inquietud en los restantes.

–¿Quién era?, ¿con qué encargo y dónde fue enviado?

Nazar contó que le habían entregado una muchacha para que la llevara y la hiciera desaparecer en el bosque, pero junto con la muchacha también desapareció él.

–¿La muchacha era hermosa?

–Sí, era hermosa.

–¿Y el hombre era joven?

–Era joven.

–Esta clase de trabajo no se debe encomendar a un joven. Es probable que ambos se hayan entendido y escaparon quién sabe adónde.

–Ya hemos mandado gente para que los busquen –contestó Nazar.

–Es en vano, hay que dejarlos que gocen y que hagan lo que quieran.

Nazar dijo que había otros motivos que tornaban peligroso ese hecho, del que luego hablaría con el padrino Pedro. Y como recién habíamos llegado del viaje y ya era la hora del almuerzo, comenzaron a agasajarnos a mesa tendida.

Nuestros caballos y la carreta fueron trasladados a un lugar, pero no supe adónde; al parecer, en el bosque tenían otras guaridas más. Nuestros bultos pasaron a la cabaña. La mesa estaba puesta y todos nos reunimos en torno a ella. A nosotros nos habían asignado el sitio de preeminencia. A pesar de que se hallaba en un lugar tan aislado, en medio de las montañas y en la profundidad de los bosques, sirvieron comidas y bebidas que ahí eran difíciles de hallar. Evidentemente mantenían contactos frecuentes con las ciudades.

Al principio y poco a poco, la conversación, según corrían las bebidas, se animaba con diversas bromas y chistes. Pero a medida que avanzaba adquirió un cariz más triste cuando comenzaron a preguntar acerca de su patria y de sus familias. Nosotros, que habíamos salido de Persia mucho después que ellos, teníamos novedades que contar.

–¿Ha crecido nuestro Meguerdich? –preguntaba uno. Meguerdich era su hijo, al que había dejado en la cuna cuando se marchó del suelo patrio.

–Merguerdich ahora está casado y tiene hijos –contestaba el padrino Pedro.
El padre se alegraba.

–¿He envejecido mucho mi madre? –preguntaba otro.

–Tu madre entregó el alma a Dios; hace ya siete años que duerme bajo tierra.


El hijo se entristece. Algunas voces repiten: “Dios ilumine su alma”.

–¿Qué hace la hija de nuestro Jachó? –pregunta un tercero sobre su mujer.

–La hija de Jachó ahora se fue con otro hombre.

–¿Cómo? –grita asombrado el marido.

–¿No entiendes? Te estuvo esperando largo tiempo, no recibió cartas ni dinero, finalmente perdió la esperanza y se casó con otro hombre.

El desdichado marido lanza un hondo suspiro y calla.

–¿Qué hace nuestra Arevnaz? –pregunta otro sobre su hija.

–A Arevnaz la raptaron los turcos.

–¡Ay, malditos sean...!

–Parece que era una muchacha muy hermosa –acotan los demás.

–A las feas no las raptan –contesta el padrino Pedro.

–No había otra igual en nuestro pueblo –intervine yo.

–¿Y nuestro Gaspar? –pregunta uno sobre su hermano.

–Ahora es el sacerdote del pueblo.

–¿Dan buenos frutos nuestros manzanos? –pregunta el hermano del sacerdote.

–El fruto es bueno pero se lo come el extraño.

–¿Cómo?

–Los incautaron en resarcimiento de tus deudas.

–¡Oh!, esos manzanos los planté con mis propias manos el mismo año en que partí de nuestro país.

De los casos familiares la conversación pasó a asuntos más sociales.

–¿Quién es ahora el alcalde del pueblo?

–El aghaján.

–¿Ese malvado sigue demoliendo el pueblo?

–Los martiriza a todos.

–¿Quién gobierna el país?

–El khan N…

–El maldito no se cansa de sobornar.

–Y nosotros trabajamos para él…

–¿Qué hace Lucín?

Lucín era una de las célebres beldades de nuestro pueblo.

–Ahora tiene un buen comercio –contesté yo.

–¿Cómo?

–¿No entiendes...?

–¡Qué vergüenza para su marido! ¿Cómo puede dejar durante diez años desamparada y en la indigencia a una mujer tan bonita? –dijo uno de ellos, como si otra fuera la suerte de su propia mujer.

Otro preguntó:

–¿Vive nuestro perro negro?

–No, te entregó el alma.

Esas noticias, que el padrino Pedro comunicó con su habitual impasibilidad, causaron alegría en unos y tristeza en otros. Me asombraba mucho al advertir que esos hombres, endurecidos de alma y de corazón, también tenían sentimientos, que podían alegrarse y entristecerse. Pero pronto se olvidó todo como si nada hubiera pasado. No podía contener mi exasperación al ver a esos hombres negligentes, despreocupados, que en el extranjero se habían olvidado de sus responsabilidades y de sus afectos. Tener mujer, hijos, parientes y dejarlos largos años abandonados, cautivos en manos de los turcos y los persas, mientras ellos ruedan por tierras extrañas, constituye una de las más imperdonables negligencias de un padre de familia. Pensaba que esos hombres no tenían la más mínima piedad, que el corazón paternal había muerto en ellos, que no los conmovía la sonrisa de un niño ni el llanto de una mujer, que ambas emociones les eran ajenas.

¿Pero acaso no me encontraba yo también en la misma situación? Yo sabía muy bien que la pobreza los había obligado a dejar su patria y su familia y que esa misma pobreza me había obligado a mí a peregrinar. Esos hombres, al no poder procurarse su sustento en el suelo patrio, se vieron en la necesidad de probar fortuna en el extranjero. Ellos no estaban acostumbrados al trabajo honrado y duro, eran ineptos, no sabían ningún oficio. Sus aptitudes se habían aguzado para el engaño, tal como se había desarrollado su insaciable apetito por el dinero. Y para ese fin recurrían a todos los medios, por más viles que fuesen.

Una vez el padrino Pedro observó de manera muy justa que “la plata es agua salada, cuanto más bebes más sed tienes”. La misma sed tenía yo. He ahí el motivo por el cual me separé momentáneamente de Nené y permanecí en esa comunidad inmoral. Me repugnaba esa forma de vida. Es asombroso cómo se degrada el hombre en la soledad de las montañas y de los bosques. El aspecto y aún el carácter adquieren formas toscas. Sus caras embrutecidas, los cabellos revueltos, todo me aterraba, aun cuando nosotros, como compatriotas de ellos, gozábamos de su buena disposición y de su hospitalidad. Pero lo más execrable era que esos hombres, cubiertos por el negro polvo del carbonero, realizaban un trabajo más negro todavía.

¿Quién introdujo en mí ese cambio? Sin duda Nené despertó en mí la aversión hacia esos hombres y me obligó a amar lo bello y lo bueno…