–¡Bah! –decía un viejo hurtacruz con una sonrisa desdeñosa–. ¿De qué robos se jactan ustedes? Cuando yo era joven robé los ojos del dios de los hindúes.
Todos rieron porque parecía increíble lo que había dicho el anciano.
–Sólo los niños y los locos se ríen de lo que no entienden –replicó el viejo, herido por el desaire de los compañeros–. A ustedes les parecerá increíble lo que digo, pero presten atención y sabrán cómo fue eso.
Y comenzó su historia así:

El viejo terminó su relato y de todos lados se oyeron voces laudatorias y algunos aplaudieron.
Otro hurtacruz dijo:
–Un día yo robé un burro gris, lo pinté de negro y se lo vendí a su dueño sin que lo reconociera.
–Creo que la pintura te salió más cara que el dinero que recibiste –observó uno riendo.
–Es cierto, me costó más la pintura –contestó aquél–, pero yo había hecho una apuesta con mi compañero.
–Y marcaste nuestra frente con el nombre de pintaburros –añadió el primero.
Todos rieron.
Otro contó que en su vida había profesado diez religiones y creencias distintas. En Shiraz se convirtió al mahometismo y se casó con la bella hija de un jeque. En Sicilia adoptó el catolicismo y se casó con una muchacha católica; después recibió de un ilustrísimo católico un documento que lo habilitaba como recaudador, recorrió Italia, España y Francia, recaudó una enorme fortuna y no volvió más junto a su mujer. En Kiev adoptó la religión ortodoxa, un general lo afianzó como padrino y, regalándole una importante suma, lo casó con su criada. Y en Constantinopla se convirtió al protestantismo, se fue a América con un documento otorgado por los misioneros locales, recaudó dinero, se casó con una americana, etcétera.
A este hombre lo apabullaron porque era algo sumamente común lo que contaba, pues entre ellos no había uno que no hubiera mudado de religión innumerables veces.
Un hurtacruz joven, bastante bien parecido, hombre gentil y mundano, contó que en una capital europea simuló ser príncipe de Ararat. Se paseaba con una espada adornada con piedras preciosas y con un cinturón de oro enjoyado. Durante un baile se enamoró de él la hija de un rico conde, prometió casarse con ella y los padres de la dama le ofrecieron una gran dote. Tras despilfarrar la mitad de la dote, abandonó a la muchacha. La pobre murió de tuberculosis.
Esta historia, que para algunos pasó inadvertida, en otros produjo rechazo, porque las relaciones amorosas eran consideradas una debilidad por los hurtacruces y hasta les causaban vergüenza. El hurtacruz podía elegir el amor como un medio para robar, pero era impropio amar verdaderamente. Del relato del joven se infirió que él también estaba enamorado de la hija del conde. Por ese motivo alguien le observó:
–Usted sería digno de elogio si en lugar de dilapidar pródigamente el dinero de esa muchacha y en vez de hacer arrumacos con ella, se hubiera casado, abandonándola después de recibir toda la dote.
Esta observación mereció la aprobación general.
Un pobre hurtacruz, a quien apodaban Oreja de Burro, contó que cierta vez entró con su compañero en la casa de un humilde campesino, ambos disfrazados de monjes. En la casa no encontraron nada, salvo un hacha que estaba cerca de la puerta. Empezaron a decir la plegaria, cantando así:
Ahí está el hacha junto a la puerta,
álzala y ponla dentro de la bolsa.
¡Aleluya, aleluya!
El compañero contestó:
Ábrele al infeliz su hueca cabeza
si mira el interior de nuestra bolsa.
¡Aleluya, aleluya!
El primero replicó:
Ahí está el hacha junto a la puerta,
apúrate hermano, con mucha cautela
álzala y ponla dentro de la bolsa.
¡Aleluya, aleluya!
Si bien la historia de Oreja de Burro le causó gracia a algunos, en otros provocó repulsa, porque el hurtacruz no debía rebajarse hasta el punto de robarle el hacha a un pobre campesino. El hurtacruz tenía que aspirar a presas más grandes, le dijeron.
Aún cuando yo escuchaba con antipatía esos relatos, no obstante despertaron mi autoestima y narré una de mis hazañas. Dije cómo el padrino Pedro me escondió en un cajón y así robé la caja de caudales del banquero judío. Yo esperaba que mi hazaña asombrara a todos, pero un hurtacruz me contestó riendo:
–Ese juego muchos lo hemos hecho. Pero yo les contaré algo parecido que tal vez no hayan escuchado antes. Y narró:
–Cierta vez entramos en una iglesia de una ciudad del sur de Francia. El pueblo católico de esa ciudad era tan fanático que parecía vivir sólo para la iglesia. Los curas, en nombre de la salvación del alma, habían echado mano a la fortuna del pueblo y con ella adornaron sus templos. Las cruces, los candelabros de plata y los diversos objetos de culto eran incalculables. Nosotros éramos tres y decidimos apoderarnos de una parte de esa riqueza. Uno de nuestros compañeros se hizo el muerto, lo pusimos en el ataúd y lo llevamos a la iglesia. En esa ciudad era costumbre que el difunto permaneciera una noche en la iglesia. A la noche nuestro muerto resucita y recoge las cruces y los objetos sagrados más valiosos. Al día siguiente cargamos con el féretro y lo llevamos a enterrar. En esa ciudad, por falta de espacio, a los difuntos pobres e inmigrantes no les daban cabida en los cementerios públicos, sino que los dejaban en una sepultura aparte, destinada a ellos. El ataúd de mi compañero fue colocado en un lugar que no era otra cosa que un oscuro subsuelo. Pero no quedó mucho en el depósito de los finados y durante la primera noche salió del cajón junto con lo robado. Por supuesto, en esta segunda resurrección lo ayudamos nosotros.
–Y está visto que desde ese día empezaron a llamarnos hurtacruz, por cuanto ustedes robaron las cruces del templo –observó uno y todos rieron.
En esta clase de conversaciones el padrino Pedro acostumbraba permanecer callado. Era evidente que pensaba en otras cosas. No le gustaba que la gente se jactara en su presencia. Él era sumamente modesto en sus proezas.
La cena terminó con unos brindis a nuestra salud. Todos expresaron su alegría por tener la suerte de contarnos en su organización.