Nené cuenta sus venturas y desventuras

ay situaciones en las que el hombre está dispuesto a perderlo todo por una alegría fugaz. La visita nocturna de Nené era uno de esos arriesgados afanes. Yo la esperaba con impaciencia, esperaba que dieran las dos de la noche. Finalmente, se abrió la puerta de mi cuarto, el viejo enfermero la hizo entrar de prisa y se alejó, diciendo:

–Hablen cuanto quieran, pero no hagan ruido.

Me es difícil describir la conmovedora escena que tuvo lugar en los momentos iniciales de nuestro encuentro. Sí, es difícil describir todo el llanto, la infinita alegría, la intensa emoción que agitaba nuestros corazones en el mudo regocijo de nuestro abrazo. Hablaban el alma, el corazón, revoloteaban y vibraban pesarosos sentimientos aletargados desde mucho tiempo. Y la lengua no hallaba palabras para interpretar al corazón.

Hasta el amor del condenado llevaba grilletes. Ama llorando, abraza a la mujer amada con temor. Ama sin tener derecho a amar. El amor es un delito para él. El delito que cometíamos Nené y yo.

–¿Cómo apareciste aquí?, ¿cómo viniste? –fueron mis preguntas cuando Nené, tomando mi mano entre las suyas, se sentó en mi cama, a mi lado.

–Yo te había dicho que vendría y dondequiera que estuvieras te encontraría –dijo, estrechándose contra mi pecho–. ¿Viste?, vine y te encontré.

–Ay, cuánto habrás sufrido, cuántas penurias habrás pasado, Nené.

–Todo eso lo olvido en tus brazos. Mis padecimientos no son nada ante este consuelo que gozo ahora.

Yo estaba admirado. ¿Acaso ese ser apacible, encantado, era la semisalvaje Nené de otrora? ¿Qué soplo divino había suavizado, había dignificado así su carácter?


–¿Con quién vives? –pregunté.

–En la casa del doctor. Su esposa es una mujer excelente, me quiere mucho. ¿Sabes, Murat? Ella me enseñó a leer, a escribir; he leído muchos libros.


–¿Ellos saben que ahora estás aquí?

–Lo saben. El propio doctor le ordenó al viejo enfermero que me dejara entrar. Le rogué mucho, al principio no estaba de acuerdo, decía que mi visita podía afectar tu salud, pero después de mucho insistir, accedió.

A mí me interesaban más los hechos que le habían sucedido a Nené desde el día en que me separaron de ella. Le pedí que me contara todo. Con mucha dificultad se comprometió a hacerlo, diciendo que en sus aventuras había episodios tan amargos, tan tristes, que no deseaba que los escuchara.

–Sin embargo tengo que saberlo.

–Entonces te contaré.

Y así comenzó su historia:

–¿Recuerdas Murat?, después de tu detención solamente una vez pude verte y fue en el presidio. Desde entonces iba todos los días, me paraba junto a la puerta de la prisión, lloraba, rogaba pero no me dejaban entrar. “¡La muchacha loca, miren, la muchacha loca!”, decían y me perseguían. Cuando oscurecía y ya no estaba la gente mala, me acercaba de nuevo al presidio, me paseaba a su alrededor y rompía el silencio de la noche con mis quejas. Sólo la luz de la mañana me alejaba de allí. Pasaron días, semanas, meses. Una mañana, el centinela de la puerta del presidio me dijo: “Pobre muchacha, el que tú buscas ya no está aquí…”. “Entonces dónde está”, le pregunté alarmada. “Lo llevaron”, contestó como si él también se entristeciera, no sé si por mí o por ti. “¿Adónde lo llevaron?”, pregunté. “lo mandarán a Siberia…”. Eché a correr como enloquecida. No sabía hacia dónde ir. El mismo soldado me gritó: “Toma por el camino de la posta”.

Finalmente llegué. Te conducían con un grupo de desterrados. No me permitieron acercarme a ti. Por más que rogué, por más que supliqué, no me dejaron. Me enfurecí, se me fue la cabeza y ante mis ojos se oscureció todo… No sé qué hice después, qué me sucedió, sólo recuerdo que al abrir los ojos me encontraba en el manicomio de la ciudad. Cuando recuperé el conocimiento vi al mismo doctor en cuya casa vivo ahora. Había venido a verme. Yo le tomé la mano y con lágrimas en los ojos le dije: “señor doctor, yo no soy loca, la gente me llama loca en vano. ¿Por qué me trajeron al manicomio?” El doctor me dijo con compasión: “Pobre muchacha, yo sé que no eres loca. Sólo te aconsejo que te quedes aquí provisoriamente”. “¿Por qué?”, le pregunté airadamente. “Sólo de esa manera puedes salvarte”, me contestó con voz apenas audible. “¿De qué?”, pregunté, enfureciéndome más. “De …”. Yo me eché a reír: “Precisamente eso es lo que quiero, que me envíen a Siberia, allí podré verlo”. “¿A quién?", preguntó. “Al desterrado que hace unos días se llevaron. Creo que usted lo conoce, doctor, usted lo curaba”. “Sí, lo conozco- contestó–. Una vez le pedí al director del presidio que te permitiera visitarlo, ¿recuerdas?”. “Sí, lo recuerdo, y todavía no pude expresarle mi gratitud”. Con estas palabras le tomé la mano y la estreché fuertemente.

Yo amo a ese condenado, es imposible que no lo ame –le dije sin soltarle la mano–. El salvó mi vida de una espantosa muerte, ¿cómo no amarlo?”. Luego le conté de qué manera, al quedar huérfana de padre y madre, empecé a llevar una vida errante, desamparada e indefensa. Le conté cómo fui raptada por los bandidos y cómo, después de torturarme, querían matarme y tú me salvaste. En una palabra, le conté todo lo que hasta aquel día me había sucedido. El doctor, luego de escucharme atentamente, me dijo: “Lo sé todo, me lo contó el condenado”.

–¿Tú se lo habías contado, Murat? –me preguntó Nené, interrumpiendo su relato.

–Sí, se lo conté cuando estaba en la cárcel. Le rogué que te tomara a su cuidado y prometió hacerlo. Como se ve, el buen hombre cumplió su palabra.

–Sí, cumplió –repitió Nené emocionada–. Ay, cómo podremos pagar la generosidad de ese noble joven. Tiene intención de hacernos otros favores más…

Enjugándose las lágrimas de alegría de sus ojos, Nené continuó:

–Le pregunté al doctor por qué causa me habían traído al manicomio. Dijo que cuando te conducían al destierro yo me abalancé como enloquecida sobre uno de los guardias, le arrebaté el fusil y le disparé. Si bien no había herido a nadie, mi actitud era considerada por la ley como un grave delito, y ese delito se castigaba más severamente, sobre todo, porque se había cometido con el propósito de liberarte. “Pero cuando la acción se lleva a cabo en un estado de insania –agregó el doctor– se atenúa la pena”. Contesté que no quería en absoluto que se atenuara el castigo, que estaría muy contenta si me llevaran a Siberia, pues allí podría verte y estar junto a ti. “Pobrecita –dijo el doctor–, todavía eres tan inocente que no sabes cómo tratan a los desterrados. Solamente la locura puede salvarte”. Yo insistí que jamás iba a decir que me trastorné, sino que confesaré abiertamente que quería liberar a mi amado y por eso disparé. El doctor, si bien no pudo convencerme, volvió a darme muchos otros consejos, agregando que mi conducta sería considerada como un “desvarío de amor que llegó al grado de la locura”. Pero yo no le creí al doctor, aunque me hizo varias promesas y me dio esperanzas. Permanecí firme en mi propósito y cuando me llevaron al tribunal por primera vez, declaré sencillamente: "señores jueces, yo no soy una loca, soy una muchacha cuerda. No fue la locura la causa por la cual ataqué a los soldados. Yo amo al joven que ustedes enviaron a Siberia y quería liberarlo. No, señores jueces, no crean que me he vuelto loca. Siempre he sido cuerda, como ahora. Cometí ese delito en mi sano juicio. Destiérrenme a mí también a Siberia, deseo estar junto a mi amado". Pero los jueces no me creyeron. Me enojé mucho cuando leyeron mi sentencia. En lugar de enviarme a Siberia decidieron encerrarme tres meses en la penitenciaría. ¿Pero sabes cuál fue mi error, Murat? Yo no debía decir que estaba cuerda y que todos mis actos nacieron de mi libre voluntad. Tenía que decir que estaba enloquecida, que no sabía lo que hacía. Tenía que justificar mi conducta y rogar que no me castigaran. Porque en el tribunal, cuando tratas de justificarte te consideran culpable. Y si quieres demostrar que estás loco, te consideran cuerdo. Mientras estaba en la penitenciaría, el doctor me visitó varias veces. Allí conocí por primera vez a su mujer, quien me trajo varias cosas y procuraba que yo estuviera bien. Tanto el hombre como la mujer me prometían que cuando estuviera libre me acogerían en su casa y me cuidarían como a una hija. Pero yo no pensaba en mí, pensaba siempre en ti. Por eso, cuando se cumplieron los tres meses de reclusión huí para no ir a la casa del doctor. Sin ningún preparativo me puse en camino para llegar hasta ti. ¡Siberia, Siberia!, repitiendo esa palabra continuaba mi viaje. Casi nunca entraba en los poblados. La mayor parte lo pasaba al aire libre. Al verme con la ropa destrozada, los cabellos enmarañados y la cara atezada por el frío y el sol, la gente decía: "es una bruja", y no me daban albergue.

Las descripciones de Nené me horrorizaban. Cuánto había sufrido, cuántas morticaciones padeció la pobre muchacha por un condenado perdido, cercenado del mundo. ¿Acaso merecía yo semejante sacrificio? Le rogué que abreviara su relato y que sólo me dijera cómo volvió a encontrarse con el doctor.

–Pronto llegaré a ese punto –contestó Nené–. Escucha un poco más, si no te cansas.

–No me canso, sino que me entristezco, me angustio mucho…

–Pronto te alegraré –dijo Nené, y continuó–. Una vez llegué a un pueblo. Los campesinos se hallaban reunidos frente a la taberna y hablaban futilidades. Les pregunté:

–¿Qué camino conduce a Siberia?

Todos me miraron asombrados.

–¿Siberia? –dijo uno de ellos, riéndose.

–Sí, Siberia. ¿Está lejos?

–Esos endemoniados cabellos negros se te volverán blancos antes de que llegues allá.

–Muéstreme el camino –insistí.

–Ahí está el camino, vete, tal vez llegues a la mañana –dijo otro, riéndose descaradamente.

–Si los lobos no te despedazan… –agregó un tercero.

–No se burlen, buena gente, yo voy a Siberia –les dije.

–Es una loca –sentenció uno.

–No, debe ser uno de los espíritus del bosque, miren cómo arden sus ojos –dijo otro–. Fíjense en sus cabellos.

Todos se persignaron.

–¡Pobre muchacha!, le sangran los pies –observó una anciana–. Seguramente la hirieron las espinas.

–¿No entienden ustedes?, yo voy a Siberia –les grité enojada–. Muéstrenme el camino…

–Vete, que el diablo te lleve –dijeron, y dieron vuelta la cara.

Tomé el primer camino que encontré y me alejé. Aún no había salido del pueblo.

–¡Mendiga, mendiga! –me gritaron unos niños.

–Voy a Siberia –les contesté.

Yo pasaba cerca de la posta. En ese momento llegó al paradero un carruaje envuelto en nubes de polvo, de él saltó un señor, corrió hacia mí y agarrándome del brazo dijo:

–Al fin te encontré.

El señor era el doctor. Enseguida advertí en su rostro bueno la alegría que le causaba el encontrarme.

–¿Adónde vas? –preguntó sin soltarme la mano.

–A Siberia –contesté, tratando de librarme.

–Es tarde ahora, ¿ves?, pronto se pondrá el sol, no llegarás a ningún lado, te quedarás en medio del desierto.

–Siempre pasé la noche en el desierto, la gente no me acepta.

–Quédate conmigo, descansa esta noche y a la mañana continuarás tu camino.

–No estoy muy cansada, puedo andar varias verstas más hasta la caída del sol.


Y Nené continuó su relato:

-Finalmente me convenció para quedarme y me llevó al paradero de la posta. Era intenso el frío otoñal y mis desgarradas ropas apenas cubrían mi cuerpo. Al entrar al cuarto mis dientes comenzaron a castañetear y mi lengua se movía con dificultad. El doctor me envolvió en su pelliza y me sentó en la cama. El té caliente me reanimó y el pan blanco con manteca restableció mis menguadas fuerzas. Sólo ahora comprendo que si me hubiera quedado en el desierto en ese estado, sin duda estaría perdida. Cuando me repuse bastante y disminuyó mi excitación, el doctor me dijo que había venido especialmente por mí. Contó que la mañana en que debía salir de la penitenciaría, él y su mujer llegaron en coche para llevarme a su casa, pero yo ya había desaparecido. Luego, averiguando, se enteraron hacia qué lado me había marchado. Sin perder tiempo el doctor me persiguió y me encontró. A la mañana siguiente el doctor me comunicó que él también tenía el propósito de ir a Siberia y prometió que me llevaría consigo. Creí que me habían regalado el mundo, de la alegría no sabía qué hacer. Como una criatura me colgué del cuello de mi bienhechor y le besé los ojos, la cara, la frente. "¿Me llevará, me llevará?", preguntaba sin cesar. "Te llevaré sin falta", contestó; y agregó que debía ir allá con un cargo que le habían ofrecido y que él aceptó. "¿Y lo veré a él?". "Lo verás, lo verás muchas veces", dijo. Y volví a abrazar su cuello. El doctor me había dado muchos consejos, muchas ideas, pero antes yo no le creía. La gente me engañó tanto que había perdido mi confianza en todos. Pero cuando me prometió que iba a llevarme a Siberia, le creí completamente. Por ese motivo le obedecí enseguida cuando a la mañana siguiente me pidió que me sentara en el coche y regresara a casa. Si bien había llegado hasta ese pueblo en tres días, al anochecer del mismo día arribamos a la ciudad. La casa del doctor era bastante amplia y enseguida dispusieron para mí una habitación especial. Su joven mujer se mostró todavía más bondadosa que él. En primer lugar se ocupó en lavarme la cabeza, peinarme y cambiar mi ropa. Cuando me vestí de pies a cabeza, me miró con alegría y besándome, dijo: "Ahora te has vuelto una chica muy linda". Y para no ser una carga sobre esa familia de moderados recursos, al segundo día le pedí a la señora que me indicara algunas tareas y de qué manera podía servirles. La señora se sonrió y me encargó algunas labores livianas. Yo cumplía mis deberes con tanta escrupulosidad que la compasión que les había inspirado antes se convirtió en amor. La señora me tenía demasiado cariño. Con entusiasmo se ocupó de mi educación y todos los días me dedicaba un par de horas. Aprendí a leer, a escribir y a contar. ¡Ay, qué bueno es leer libros!

–Y tú mejoraste –interrumpí las palabras de Nené.

–Sí, mejoré –contestó con satisfacción.

–Pero ya eras buena de antes, Nené.

–En la bondad de antes y en la bondad actual hay mucha diferencia. La paloma también es buena, pero si llegas a preguntarle por qué es buena no sabría contestarte. Es buena y ni ella sabe por qué o para qué. Así era también mi bondad. Bondad de cordero y nada más. Ahora, en cambio, sé por qué es buena la bondad y mala la maldad. Antes yo mentía, engañaba a la gente y no sabía que eso era malo. Yo era una gitana y aprendí de mi madre a creer en la hechicería. Ahora sé que todo aquello era un engaño. Pero dejemos eso –Nené cambió la conversación–. El doctor y su mujer cumplieron su promesa. Cuando aceptaron el cargo en Siberia me trajeron con ellos. Ellos sabían de mis relaciones contigo. También sabían cuánto te amaba. Después, aunque a escondidas de mí, procuraban obtener tu indulto, eximirte de tu condena y alegrarnos con nuestra unión matrimonial. Acerca de eso no hablaban nada conmigo, pero por sus insinuaciones y sus conversaciones reservadas yo entendía muchas cosas.

–¿Por qué medios procuran mi indulto? –pregunté con impaciencia– ¿Acaso hay esperanzas?, ¿es posible? –y confundí a Nené con tantas preguntas.

Como si temiera que la feliz noticia comunicada de golpe pudiera afectar mi salud, inició su respuesta desde el pasado.

–Tú debes saber –dijo– que el doctor ha sido hijo de padres muy pobres, de la clase baja del pueblo. Su padre lustraba zapatos en la calle y la madre era lavandera. Pero la mujer pertenecía a los altos círculos, tenía importantes parientes y amigos en San Petersburgo, quienes a su vez ocupaban importantes cargos públicos. El doctor, siendo un estudiante pobre, le daba clases particulares en casa de su padre. Aquí comenzaron sus relaciones, que luego se convirtieron en amor. Desde luego, los padres de la muchacha se opusieron a su matrimonio con un médico que, por su posición y su origen, no correspondía al título de ellos. Pero la muchacha tenía tanta entereza que, contrariando la voluntad de los padres, abandonó el hogar paterno y comenzó a vivir en un matrimonio ilegal con el joven que amaba. Desde entonces los padres la repudiaron y se mantuvieron distantes. Pero la señora tenía un pariente que se desempeñaba en el ministerio. Este alto funcionario quería mucho a la señora y estimaba sus méritos e incluso les reprochaba a los padres el haber procedido con tanta severidad. Y es con ese pariente que la señora inició los trámites para obtener tu libertad, y creo que tuvo éxito…

–¿De dónde sabes eso, mi ángel de la buena nueva? –exclamé, y besé sus manos.

–Lo sé porque hace unos días la señora me mostró una carta que había recibido de San Petersburgo y dijo: “Nené, tu suerte ya está decidida”.

–¡Dios misericordioso, alabada sea Tu piedad! –exclamé de nuevo. Luego le dije a mi salvadora– Todo eso te lo debo a ti. ¡A ti!, si no fuera por ti, si no hubieras estado en el hogar del doctor, ¿quién se habría interesado por mí? Tú, solamente tú lograste conquistar con tu carácter angelical el corazón de la señora y la compasión de su marido por nuestra desdicha. Si no fuera por ti estaría eternamente perdido para el mundo y para ti…

En ese instante se abrió la puerta y apareció en el umbral la larga figura del viejo enfermero.

–Señorita, está aclarando, no sería bueno que la vieran aquí.

Nené se levantó y, besándonos una y otra vez, se alejó diciendo:

–Pronto volveremos a vernos.