Historia del Bandido (1)

asaron tres años desde que fui desterrado. Ya estaba habituado a la penosa vida del condenado, soportaba el trabajo forzado en las minas y me había resignado a las comidas del lugar y a las condiciones de vida en las húmedas y lóbregas moradas.

El condenado, cercenado del mundo y privado de los goces de la vida, no encuentra contento en este medio. Aquí todos actúan sin voluntad porque no trabajan para sí. En donde no hay interés ni libre asociación, no hay concordia. Y tal vez esa sea la causa por la cual en aquella multitud de seres diferentes no puedas encontrar un buen amigo, un buen compañero. Lo único que a veces acerca y vincula entre sí a esos infelices es su idéntica situación. El hombre encuentra espontáneamente a su compañero en el infortunio. Y yo encontré al compañero con quien compartir las penas.

Ese joven atrajo mi atención desde el primer momento. Era un hombre apuesto, alto, de aspecto viril. Yo estaba muy interesado en saber por qué había sido desterrado. Pero él no hablaba de sí mismo y la tristeza velaba su rostro cuando la conversación recaía en su persona. Me dijeron que había sido un importante jefe de bandidos. En cuanto me enteré de eso, nació en mí una gran antipatía hacia él. El bandido, por su actividad, no se diferencia mucho del hurtacruz. Y yo odiaba a los hurtacruces. Pero mi antipatía fue desapareciendo cuando lo conocí mejor.

El Bandido era oriundo de Persia, de los lugares del Azerbaiján. Nuestra condición de paisanos fue el primer vínculo amistoso. Pero cuando me enteré que era de nacionalidad armenia me ligué a él completamente. Una noche, después de rogarle mucho, accedió a contarme la historia de su vida. Comenzó así:

–A mí me llamaban Challat. No es mi verdadero nombre, es mi sobrenombre, que significa verdugo. Recibí ese apodo por haber derramado mucha sangre, pero no sangre inocente. Mi padre era el mayordomo del melik
[i] armenio de la región de Gharatagh. El melik confiaba demasiado en él y prácticamente le había entregado todos sus asuntos económicos. A causa de sus continuos tratos con los khanes persas, el melik había adoptado muchas de sus costumbres. Su vida familiar, su conducta, sus hábitos eran absolutamente persas; sólo faltaba el harén, faltaban los esclavos negros y los eunucos para que su casa adquiriese la fiel imagen de las familias mahometanas. Sucedía muchas veces que mi padre compraba algo para la casa del melik y me lo daba para que lo llevara. Yo me alegraba mucho cuando tenía que entregar algo en el gineceo del melik. Siempre que entraba en él, las muchachas, las criadas del melik me rodeaban y preguntaban: “¿qué has traído?” y, precipitándose desde todos lados, me arrebataban las telas que llevaba. Y cuando los objetos que entregaba no pertenecían a las muchachas, me hacían bromas, se burlaban de mí, y yo, sudando, enrojecido de vergüenza, me alejaba. Aunque ya era un adolescente crecido, mi presencia no las turbaba, pues me consideraban un muchacho más de la casa. De acuerdo a las costumbres mahometanas, el melik tenía varias mujeres. De la primera, ya muerta, le quedó una hija, a quien llamaban Sanam. Las madrastras, como suele ocurrir, la trataban mal y con frecuencia la discriminaban de sus hijos propios. Sanam carecía del amor maternal y del cariño familiar. Muchas veces la encontraba con lágrimas en los ojos, pero ella no me decía nada; hacía tiempo que había aprendido a ocultar sus penas en el corazón. El padre, ocupado en sus asuntos, no le prestaba atención. Sucedía que al llevar cosas valiosas para los vestidos de las muchachas, Sanam no participaba y se alejaba en silencio, se aislaba y la embargaba una honda tristeza. Tales hechos, que sucedían con frecuencia, lastimaban el corazón de Sanam y se afligía. No por privarse de lo que tenían sus hermanas, no; respecto a eso Sanam era muy orgullosa. Sufría porque hacían distinción entre ella y las demás e incesantemente le recordaban que “eres desdichada porque no tienes madre”. Estas cosas suscitaron mi compasión hacia la pobre muchacha. Pasaron años, Sanam ya se había convertido en una señorita y yo era un joven mozo. A esa edad el hombre lo entiende todo. Una vez, cuando se aproximaba la fiesta de Pascua, las hijas del melik habían mandado coser para ellas nuevos vestidos. Igualmente fueron encargados para Sanam, pero ella no se impacientaba por ponérselos en Pascua. Le pregunté el motivo y me contestó:

–¿Para qué esas prendas brillantes si mi corazón está siempre de luto?

No habló más y se alejó. Advertí que Sanam ya no sufría por las penas de su infancia. Ahora su dolor era del alma.

Sanam no tenía conmigo una confianza particular, me miraba como a un sirviente más que había crecido en la casa de su padre. Empero, por más angustioso que fuese su estado, ella era la hija del melik y yo el hijo de su mayordomo. Muchas veces traté de sondear sus sentimientos, pero era tan reservada que jamás abrió su corazón en mi presencia. Yo sólo era un joven que merecía su simpatía y en quien eventualmente podía depositar alguna confianza y decirle unas pocas palabras. Una vez la encontré en un terrible estado de excitación, parecía que la desesperación iba a matarla. Se volvió a mí con estas palabras:

–Por favor, cómprame un poco de opio, será el primer y último pedido que te hago.

Enseguida adiviné su intención:

–¿Qué hay?, ¿qué sucede?


No reparó en mi pregunta y repitió su pedido con voz imperativa.

–No es asunto tuyo, ve y compra lo que te digo…, hoy mismo, ahora mismo, ve, no demores…

Salí de la habitación de Sanam dejándola creer que cumpliría su pedido. En el patio tropecé con el caballerizo del melik, un anciano que servía en esa casa desde los tiempos de su padre. El anciano no advirtió que lo llamé, siguió su lenta marcha y entró en la caballeriza. Yo lo seguí y le conté el estado en que hallé a Sanam.

–Todo está revuelto –dijo, hablando consigo–, ya no quedó nada, se ha perdido todo..., sólo nos había quedado nuestra sagrada fe y también la perdimos…

–¿Qué ha sucedido? –pregunté, sin entender sus confusas palabras.

–Qué ha sucedido… –repitió moviendo su cabeza, pero en ese momento uno de los corceles, al ver a su viejo cuidador, empezó a relinchar alegremente y a golpear el suelo con los cascos. El viejo se volvió al animal diciendo: “Pórtate bien, Sary”. El corcel se tranquilizó y el caballerizo se dirigió de nuevo a mí, hablando sobre él:

–Hace más de cinco años que trato de meter en razón a este insensato, pero siempre es el mismo loco.

Al viejo Tuni le gustaba mantener el orden entre sus caballos y, sobre todo, no toleraba que en presencia de extraños no guardaran compostura. Estaba presto a darme mayores explicaciones acerca de su disciplina, pero mi paciencia se agotó y le pregunté de nuevo:

–Tú dime qué es lo que ha sucedido.

–Qué va a ser…, todo se mologró, todo va torcido, –el corcel volvió a interrumpirlo–. Sary, hijo del diablo, te digo que te quedes tranquilo.

Se olvidó de mi pregunta y, acercándose a Sary, comenzó a acariciar su hermosa crin y a apercibirlo otra vez. El corcel escuchó las amonestaciones, se tranquilizó y el viejo vino y se sentó de nuevo a mi lado.

–¡Pasaron, se fueron los viejos tiempos! –dijo, suspirando hondamente–. Antes, el finado melik solía entrar aquí, los caballos se alineaban uno al lado del otro, eran como cincuenta, todos lindos, todos briosos, cada uno parecía un milagro. El corazón del finado se llenaba de alegría, me palmeaba la espalda y decía: “¡Bravo, Tuni, conservas muy bien los caballos!”. Y se sacaba el gabán que llevaba y me daba el jalat
[ii]. Pero ahora no existen más ni aquel melik ni aquellos caballos. El pequeño melik lo regaló todo a los khanes persas. Antes eran los khanes persas los que nos agasajaban con sus caballos.

El recuerdo de la antigua gloria de la casa del melik y su decadencia actual angustiaban de tal modo al bondadoso anciano, que no parecía advertir mi presencia y olvidaba mi pregunta. Volví a preguntarle:

–Yo ya sé todo eso, tú dime qué ha pasado con Sanam.

Y otra vez me sacó de tino con su larga cháchara.

–¡Pobre muchacha, ojalá no hubiera nacido nunca…! Dichosa de su madre que murió pronto y no vio tamaña afrenta. Pero el viejo Tuni era pecador, él se quedó, no murió y vio cosas que nunca había visto. ¿Podían suceder semejantes cosas en días de nuestro finado melik? En su tiempo nuestro país estaba colmado por las bondades de Dios. El lobo y el cordero vivían juntos. La gente sembraba, cosechaba, comía y se divertía en paz. ¿Y ahora? Ahora el hombre no es dueño ni de su cabeza, todo se echó a perder, no hay orden ni disciplina, cada cual hace lo que se le antoja. Y nuestro melik sigue con sus parrandas… Pero esto último, esta última acción suya… ¡Ay, Dios!

–¿Qué acción? –exclamé enojado–. Vamos, di, ¿por qué me exasperas así?

–¿Qué acción?, ¿todavía no estás enterado? –preguntó asombrado.

–No estoy enterado de nada.

–Nuestro melik (¡ay, Dios, concédele un poco de juicio!), nuestro melik echó abajo todo, lo trastornó todo. Los khanes temblaban como hojas ante su padre, cuando venían a saludarle se detenían durante horas frente a la puerta, no se atrevían a entrar hasta que los autorizara. Pero el hijo cobarde ahora lame los pies de los khanes, se inclina ante ellos. Y como si eso no bastara, les entregó a su propia hija para desposarla… pierde una luz de su alma…

–¿Entrega a Sanam? –pregunté horrorizado.

–A Sanam, ¿a quién si no? –contestó, limpiándose las lágrimas de sus apagados ojos.

Comprendí la desesperación de la pobre muchacha y enseguida salí del establo. El sol ya estaba en su ocaso. Yo esperaba que oscureciera del todo para ver a Sanam. Debo decir que en aquel tiempo en la región de Gharatagh había dos famosos melikes armenios; uno el nuestro, y el otro, también de antiguo linaje, era más poderoso que el nuestro. El dominio de los armenios de Gharatagh estaba dividido entre ambos. Desunidos, rivales entre sí, los dos procuraban menoscabarse, imponerse el uno al otro, y por esa causa era infaltable en el país la discordia. Los khanes persas, aprovechando esa enemistad, atizaban aún más la lucha, lo cual, por supuesto, los beneficiaba, pues impedía que los jefes armenios se unieran.

Últimamente nuestro melik pensaba aniquilar por entero a su rival, y para alcanzar ese objetivo intentaba atraerse el khan de Kurtashd prometiéndole entregarle en matrimonio a la hermosa Sanam como prenda de amistad. Un hombre como nuestro melik estaba dispuesto a sacrificarlo todo por su ambición. Miraba a su hija como a uno de sus corceles, que muchas veces regalaba a tal o cual khan para granjearse su simpatía. El pueblo se sentía agraviada en su sencillo, limpio e inmaculado sentimiento religioso, al ver que su melik seguía las costumbres mahometanas, pero su sorda protesta no se sentía. Una pequeña puerta del establo llevaba al jardín contiguo al castillo del melik. Sanam solía pasear en ese jardín al atardecer. Entré allí con la esperanza de encontrarla. Esperé largamente pero no vi a nadie. El sol se puso y poco a poco la oscuridad fue total. Entré en el castillo por la puerta que conducía directamente a la habitación de Sanam. En la antecámara no había luz. Me acerqué a la puerta del aposento y del interior me llegó esta terrible conversación:

–¡Cállate, insensata! ¿Cómo te atreves? Mandaré matarte si no me obedeces.

Era la voz de su padre.

–No seas obtusa. ¿Qué más quieres? Te irás a la casa del khan y vivirás como una princesa, te recargarás siempre de oro y seda…

Era la voz de la madrastra.

–Aunque me maten, aunque me despedacen, vuelvo a decir que no me convertiré en la mujer de un persa, no perderé mi alma…

Era la respuesta de Sanam.

Al oír los pasos del melik retrocedí y me acurruqué en un rincón. Salió con su mujer, pasó cerca de mí pero no pudo verme en la oscuridad.

–No sé por qué escuchas lo que dice esa perra –dijo la mujer–. No importa lo que diga, tú le diste la palabra al khan. Ahora no puedes volverte atrás.

–Yo no hago caso de su llanto ni de su pena –contestó el melik–. Soy hombre y no lamo lo que escupo.

La suerte de Sanam estaba echada. Hombre y mujer estaban de acuerdo. La oposición de la desdichada muchacha sería en vano si alguien no iba en su ayuda. Mientras pensaba en una salida, entró en la antecámara la nodriza de la señorita, lámpara en mano. Al verme, la anciana se detuvo.

–Pero yo digo que no está bien –hablaba con voz apenada–, es en contra de nuestro Dios… ¿Dónde se ha visto semejante cosa? ¡Ay, santa Madre de Dios!, ¿qué es lo que quieren hacer? Los años que la tuve en mi pecho, que la crié, la conservé como a la luz de mis ojos, y ahora quieren entregarla al infiel, quieren despojarla de su fe, de su alma…

La anciana notó que yo no tenía paciencia para escucharla y preguntó:

–¿Adónde vas?

–A ver a Sanam.

Ella también quería ir junto a la muchacha, pero se detuvo, diciendo:

–Ve, no demores, ella te escuchará; dile que no atienda las palabras de su padre ni de su madre, dile que no pierda la gracia del alma y de la fe…

Contrariamente a lo que esperaba, encontré a Sanam en un estado bastante sereno. El fuego de los ardientes ojos que había visto aquella mañana parecía extinguido, sólo aparecían en su rostro los signos de la desesperanza.

–¿Lo trajiste? –preguntó.

–¿Qué cosa?

–Lo que esta mañana te pedí.

–Lo que me pidió esta mañana ya no hará falta.

Dio vuelta la cara, diciendo:

–Bien, retírate, ya no lo quiero.

Yo no me moví. Ella continuó:

–Qué gente ésta… ni siquiera me ayudan a morir…

Volvió a mirarme y al ver que aún permanecía firme, me dijo con voz algo imperativa:

–Te ruego que me dejes sola.

Aun cuando conocía la tenacidad de la muchacha yo no me retiré; sabía que aunque no le había traído el opio, después de alejarme se suicidaría por otro medio. Me acerqué a ella diciendo:

–Aunque no le traje opio, le traje otro remedio.

–¿Qué remedio? –preguntó intrigada.

–Yo debo salvarla…

–Gracias –contestó con tono despectivo–, me habría salvado si traías mi pedido.

–Yo quiero que usted viva y que al mismo tiempo se libere.

–Es algo imposible, conozco a mi padre y a mi madre.

–Es posible si acepta mi proposición.

–¿Qué quieres decir?

–Huyamos, alejémonos de aquí; de lo contrario mañana a la madrugada la enviarán por la fuerza al castillo del khan. Está todo listo para partir. Huyamos, ya que todavía tenemos tiempo. La llevaré esta misma noche a un lugar seguro donde nadie podrá encontrarla.

Tras pensar unos instantes, contestó:

–No, deja que muera, será mejor…

Ella temía a la opinión de la gente, a la condena de la plebe necia, temía que se burlaran diciendo que había huido con el sirviente de su padre. Me arrodillé ante ella, suplicando:

–Sanam, yo he sido en esta casa su servidor más fiel y seguiré siéndolo. Nosotros hemos crecido casi juntos y usted debe saber hasta qué punto la respeto. Ampárese en la ayuda de su sirviente que se compromete a defender su vida y su honra en todo momento.

Largamente no soltaba su mano, aguardando la respuesta, largamente mis ojos llenos de lágrimas estaban fijos en su pálido rostro. Ella oscilaba en una terrible indecisión. No tenía tanta fuerza de voluntad como para luchar contra los prejuicios establecidos. Yo empecé a suplicarle más y más, hasta que por fin oí de su boca estas palabras:

–Estoy de acuerdo.

Me levanté diciendo:

–Voy a preparar todo lo necesario para nuestro viaje. Usted espéreme en el jardín.

Mi alegría era inmensa. Salir de la habitación de la muchacha y entrar donde el viejo Tuni fue cosa de segundos. Lo encontré profundamente entristecido, era evidente que él también pensaba en Sanam. Seguro de la bondad del anciano, le comuniqué mi propósito. En su arrugado rostro apareció algo como la alegría y, abrazándome, dijo:

–¡Bendito seas!, que Dios te ampare. Si Tuni no tuviera sesenta años lo habría hecho, no iba a permitir que se entregue a los lobos el cordero de nuestro padre El Iluminador, pero Tuni ya no tiene la fuerza de antes. Hubo un tiempo en que el viejo Tuni también era un hombre, que se batía contra diez, veinte persas juntos. ¡Se fueron aquellos tiempos! Pero tú eres todavía joven, tu sangre bulle, tú puedes hacer muchas cosas…

Le interrumpí, diciendo:

–Bien, dese prisa, abuelo Tuni, no es momento de hablar largo, hay que ensillar dos caballos.

–Sí, hay que ensillar, por supuesto, hay que ensillar dos de nuestros mejores caballos. Aunque mañana el melik mande cortar la cabeza vieja de Tuni, no es nada, sólo que ella se salve… Que se salve mi ángel, ella es un pedazo de su difunta madre, tiene un corazón tan bueno como el de ella, que en paz descanse. En nuestro país no había una mujer como la difunta, tenía un corazón tan bueno que ni a las moscas molestaba. Muchas veces entraba en la pobre choza de Tuni y cuando veía a uno de sus hijos desnudo lo vestía, cuando veía enfermo a alguien, lo ayudaba. Ni una sola vez puso el pie en mi umbral con las manos vacías, siempre traía algo para mis criaturas; decía: “Tuni, tú no tienes mujer, debo protegerlos”. El viejo Tuni no se olvida de todo eso…, aunque muera, aunque en su tumba crezcan pastos no se olvidará.

Mientras el anciano recorría su vieja memoria, yo ensillé dos caballos. Luego le indiqué un lugar, pidiéndole que llevara allí a los caballos y nos esperara. Y corrí a nuestra casa a tomar mis armas. La noche era cerrada. La gente dormía. En las calles no se veía a nadie.

Al regresar entré en el jardín y me dirigí directamente al lugar donde le pedí a Sanam que me esperara. La encontré con la ropa de su criada. No la hubiera reconocido si no me decía “soy yo”. En el castillo del melik reinaba un profundo silencio. En las ventanas no había luz. Salimos del jardín sin que nos vieran y nos dirigimos hacia donde nos aguardaba Tuni con los caballos. La muchacha besó agradecida la diestra del anciano y recibió su bendición. La ayudé a montar y nos alejamos. Todo era silencio y quietud. No se veía un alma. Miré atrás, el anciano continuaba inmóvil en su lugar y, cual la bondad corporizada, había elevado las manos hacia el cielo, deseándonos suerte.


[i] Nombre que se daba al gobernador de una ciudad o región (N. del T.).
[ii] Vestimenta de obsequio. (N. del T.)